Nayib Bukele, el presidente millennial de El Salvador, parece tenerlo todo: ganó la lucha eterna contra las violentas maras que aterrorizaban a los ciudadanos desplegando una política punitiva de mano dura extrema, que además le permite gastos discrecionales. Encarceló el uno por ciento de la población del país, y es el líder con mayor aprobación en la región. Tiene amplia mayoría en el Congreso, purgó las autoridades judiciales, y ataca ferozmente a los medios y organizaciones de la sociedad civil. Al margen de las luchas polarizadas entre las “izquierdas” y las “derechas”, su creciente autoritarismo vuela debajo del radar de las denuncias diplomáticas.

No sorprende que el autodenominado “dictador más cool del mundo” –con sus aires mesiánicos, su pelo increíble y una bella y joven esposa que lo acompaña vestida del azul eléctrico de su bandera nacional– sea la nueva estrella manodurista en una región golpeada por variantes de las mismas dinámicas que lo consolidaron a él: violencia criminal y hartazgo ante la impunidad y corrupción de las élites políticas. Los admiradores del llamado “punitivismo populista” vienen de todos los ámbitos del espectro ideológico.

Sin embargo, como todo en el bukelismo, la narrativa de éxito contra las maras tiene una parte de verdad, una buena dosis de marketing y mucho que no sabemos.

Los logros

Una cancha de fútbol en el municipio de Sopayanga funciona como emblema del supuesto éxito de las políticas de seguridad del gobierno salvadoreño. La cancha era tierra de nadie, un límite territorial entre la Mara Salvatrucha (MS-13) y sus rivales Sureños del Barrio 18. Pero desde que las fuerzas de seguridad comenzaron a detener a decenas de miles de supuestos pandilleros (y miles de civiles inocentes también), se volvió a usar para partidos amistosos entre los jóvenes de la zona. En las comunidades cuentan que pueden cruzar límites invisibles dentro de sus territorios que los dividían de familiares, que los comercios se liberaron del yugo de las extorsiones, que se recuperaron las plazas, que se puede pedir comida a domicilio y tomar taxis, todas acciones antes imposibles en territorios controlados violentamente por pandillas que aterrorizaban a las poblaciones.

El Salvador fue durante años uno de los países más violentos del mundo. En 2015, la tasa de homicidios por 100.000 habitantes era de 103. Pero en 2022 bajó a 7,8, una de las más bajas de América Central. Y las encuestas muestran una baja importante en la sensación de inseguridad y una fuerte valoración de las fuerzas de seguridad.

Esta evolución rápida fue posterior a la instauración de un estado de excepción por parte del gobierno. La emergencia suspende derechos constitucionales (incluidos los derechos de libertad de asociación y a ser informados sobre el motivo de una detención), permite detenciones preventivas por hasta dos años y aumenta los poderes de las fuerzas de seguridad. Desde que comenzó el estado de excepción en marzo de 2022 –y se extendió cada mes por 30 días–, las fuerzas de seguridad salvadoreñas han detenido aproximadamente a 64.000 personas. El Salvador tiene la tasa más alta de detenidos sobre población en el mundo. Las cifras incluyen a por lo menos 1.600 niños y niñas detenidos tras la baja de edad de imputabilidad a 12 años.

Los resultados son impactantes: las estructuras pandilleras, tal como se conocieron en las últimas décadas, han dejado de existir, declaró en febrero del año pasado El Faro, el medio de investigación más importante de El Salvador, férreo crítico de Bukele. El reportaje, llevado a cabo en las comunidades más afectadas por las maras, da cuenta de una impactante evolución en la vida cotidiana. Esto ayuda a explicar por qué la política manodurista ha sido enormemente apoyada por la población de El Salvador, a pesar de ser acompañada por graves violaciones a los derechos humanos.

La contracara

Efectivamente, el costo en materia de derechos humanos ha sido severo. Organizaciones de derechos humanos denuncian miles de detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, torturas y otros malos tratos en prisión, así como violaciones graves del debido proceso. Una política de cuotas instalada por algunos jefes policiales sólo habría fomentado las detenciones arbitrarias. Cristosal, una organización salvadoreña de derechos humanos, estima que de los detenidos, el 70% son civiles y el 30% pandilleros.

“La campaña de detenciones masivas e indiscriminadas por parte de las autoridades ha llevado a la detención de cientos de personas sin conexión con las operaciones abusivas de las pandillas,” detalla un informe lapidario de Human Rights Watch y Cristosal. “En muchos casos, las detenciones parecen estar basadas en la apariencia física de las personas y en su lugar de residencia, o en evidencias cuestionables, como llamadas anónimas y acusaciones no corroboradas en las redes sociales. En estos casos, los policías y soldados no presentaron una orden judicial de captura o de allanamiento, y en muy pocas ocasiones informaron a los detenidos o a sus familiares sobre los motivos de su detención”.

Las condiciones de detención son inhumanas, las personas privadas de libertad están hacinadas y dependen de sus familias para necesidades básicas, incluida la comida.

Los familiares de los detenidos temen luchar por su liberación frente a un Estado cada vez más arbitrario y autoritario, cuenta Noah Bullock, director ejecutivo de Cristosal. “La forma en que las personas son capturadas es verdaderamente la de una estructura fascista. La gente que sufre capturas está absolutamente sola y es estigmatizada por la policía y los soldados sin el apoyo de sus comunidades. Hay una fractura del entramado social”.

Otras voces de alarma advierten sobre la posibilidad de que una criminalidad pandillera sea reemplazada por la “mafia del Estado”: los allegados del presidente que despliegan los mecanismos estatales para enriquecerse de forma ilícita y amedrantar o eliminar a su competencia, escribió el periodista salvadoreño Juan Martínez d’Aubuisson en The Washington Post.

Falsas novedades

La narrativa de Bukele es, justamente, eso: una historia. Los matices de esa realidad deberían alertar ante posibles imitadores. Bajo el estado de excepción se redujo el acceso a la información pública. Las cifras que se conocen son las tuiteadas por el presidente, y nada se puede auditar. A su vez, se cambió la forma de calcular homicidios, dejando fuera las muertes que ocurren en enfrentamientos con fuerzas de seguridad, lo cual también contribuye a la baja. Expertos señalan que, sin entrar a las cárceles, es imposible evaluar la organización de los pandilleros detenidos y observan que las maras salieron muy fortalecidas de otras políticas de encarcelamiento previas. También, desde antes del estado de excepción, se observaba que los homicidios estaban siendo reemplazados por desapariciones, es decir, los cadáveres dejaron de aparecer para minimizar la visibilidad de la violencia, sin brindar una solución real.

“La atracción regional que ha recibido Bukele es resultado de una preocupación genuina y entendible en muchos países de la región por la criminalidad y la violencia, y una sofisticada campaña de comunicación y desinformación del gobierno de El Salvador que ha intentado abiertamente promocionar su modelo en la región”, argumenta Juan Pappier, de Human Rights Watch.

Bukele viene del mundo del marketing –un eje central de su carrera política–. Se presenta como un antipolítico que rompe con lo anterior, aunque sus inicios fueron en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Su imagen de renovación y eficiencia convenció a un electorado que aborrece a las corruptas élites políticas de siempre.

No obstante, en materia de seguridad no hay novedad. El manodurismo es la política por default, tanto en El Salvador como en la región, cuenta Steven Dudley, codirector de InSight Crime, medio de investigación que hace foco en el crimen organizado. Dudley destaca la importancia de las mejoras palpables en las calles salvadoreñas, pero dice que todavía se desconoce demasiado como para concluir el éxito, en especial sin ningún plan de políticas sociales que ponga fin al surgimiento de las pandillas. Las condiciones inhumanas de los detenidos y la extensión de este accionar oficial podrían detonar una reacción adversa.

No está claro cuánto tiempo se podrá sostener la mano dura, tanto desde el ánimo nacional como desde el punto de vista presupuestario. No está confirmado que el liderazgo pandillero haya sido detenido, ni que las jerarquías maras hayan sido afectadas, explica Bullock, poniendo en duda si las pandillas han sido vencidas o si, golpeadas, están en proceso de reorganización y reinvención. Por otra parte, actualmente los familiares de las personas detenidas están en relativo silencio después de algunas protestas iniciales, producto del miedo que produce el autoritarismo, marca Bullock. Pero es posible que en algún momento se desaten protestas o demandas por los detenidos. Dudley, además, señala que las pésimas condiciones de vida dentro de las cárceles podrían desatar motines o protestas desde adentro. Otros dicen que Bukele sólo caerá, en el mediano plazo, ante un traspié propio, ya que la oposición política está diezmada y los activistas amedrentados.

Riesgos regionales

Las particularidades salvadoreñas, las altísimas tasas de violencia que sufre desde hace décadas, el desmantelamiento institucional bajo Bukele y el profundo desencanto ciudadano con el poder político nacional hacen poco probable una copia exacta de este modelo en otros países de la región.

Sin embargo, no hay que subestimar la importancia del discurso manodurista ante el fenómeno creciente del desencanto con los políticos y las altísimas tasas de violencia en algunos lugares. Bukele y sus políticas de seguridad no son “producto del fanatismo o de la ignorancia de los salvadoreños”, explica Jorge Mantilla, investigador colombiano de crimen y conflicto. Ante la inseguridad, “la gente no encuentra respuesta dentro de los parámetros de corte democrático”.

En Bukele los manoduristas ven una justificación para pasar por encima de las garantías constitucionales. No alcanza con responder que estos procedimientos no tienen sostén legal ni son permitidos por los tratados internacionales de derechos humanos. Lo cierto es que el discurso de seguridad de la región en los próximos tiempos girará en torno a las políticas salvadoreñas, y el “punitivismo populista” necesitará contrapropuestas concretas para no avanzar y consolidarse.

Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Le Monde diplomatique edición Cono Sur.