La idea de que Medio Oriente vive una crisis parece no darnos señales de ninguna especificidad, pero el momento actual tiene singularidades que marcan al menos un punto aparte que se inició con el ataque de Israel al consulado iraní en Damasco, la capital siria, y que derivó en una respuesta iraní sin precedentes contra territorio israelí en la madrugada del domingo.
¿Qué es lo específico? La respuesta iraní del fin de semana fue no sólo el primer ataque directo de un Estado a Israel en los últimos 33 años, sino el primero de Irán desde la creación del Estado hebreo –a pesar de que desde hace décadas mantienen una suerte de “guerra subterránea” y eso merece que miremos los hechos en perspectiva histórica–.
Cuando la inteligencia israelí recomendó al primer ministro, Benjamin Netanyahu, atacar el 1º de abril el consulado iraní en Siria para matar a dos generales de la Guardia Revolucionaria –en el que murieron otras 14 personas–, sabía que podían romper la ventana de relativa calma que se inició ni bien concluyeron las tensiones con Irak luego de que Saddam Hussein lanzara misiles Scud durante la Guerra del Golfo de 1991. Desde entonces, el principal conflicto de Israel por fuera de las tensiones derivadas de su ocupación de los territorios palestinos de Cisjordania y Jerusalén Este, así como del bloqueo –aéreo, marítimo y terrestre– a Gaza, fueron principalmente contra el Hezbolá, llegando al punto máximo en la guerra de 2006. Y si bien la milicia chiita ocupa lugares en el gobierno libanés y está apoyada por Irán, no es un Estado. Netanyahu sabía que al atacar el consulado mataría a un grupo de militares, entre ellos un hombre clave para Irán en la región, como Mohammad Reza Zahedi, y que esto significaría el golpe más duro para Irán desde que Estados Unidos mató a Qasem Soleimani en 2020.
Pese a la rivalidad jurada con el régimen de los ayatolás, desde su instauración con la Revolución Iraní de 1979, no hubo ataques directos desde el país persa a Israel. Si bien las tensiones fueron in crescendo desde los atentados terroristas de Hamas a Israel del pasado 7 de octubre y desde el lanzamiento de la ofensiva israelí sobre Gaza, los enfrentamientos nunca fueron directos. Y si bien es posible pensar que Irán e Israel ya estaban en guerra hace tiempo, lo estaban a través de grupos en países proxies, como Hezbolá desde Líbano, los hutíes desde Yemen o milicias proiraníes desde Siria e Irak. Este es un dato fundamental del punto de quiebre actual; los ataques iraníes del fin de semana marcaron el paso a enfrentamientos sin velos. Es un paso que los ubica en un estadio más arriba del que parte la conflictividad. El límite de la confrontación directa se rompió.
En esa línea, el jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas iraníes, Mohammad Hossein Baqeri, habló horas después del ataque de una “nueva ecuación” en la relación Irán-Israel: “Esta nueva ecuación consiste en que, a partir de ahora, cuando el régimen sionista ataque nuestros intereses, nuestros bienes y a nuestros ciudadanos, la República Islámica contraatacará inmediatamente”.
Una guerra subterránea
Contrariamente a la repetición, la relación entre Israel e Irán no fue siempre de abierta y declarada hostilidad. Bajo el gobierno del Sha Mohamed-Reza Pahlavi, mantuvieron vínculos cercanos. El país persa fue el segundo de mayoría musulmana en reconocer al Estado de Israel, después de Turquía, y la relación se mantendría hasta la Revolución Islámica de 1979.
Bajo el mando de Ruhollah Jomeini, Irán cortó todas las relaciones oficiales con Israel, tanto a nivel de gobierno como de la sociedad civil; dejó de aceptar el ingreso de ciudadanos con pasaporte israelí y que los iraníes viajaran a territorio israelí. A pesar de ello, Israel mantuvo contactos clandestinos con el gobierno iraní en el marco de la guerra Irán-Irak, que a lo largo de la década del 80 del siglo pasado, enfrentó al gobierno islámico con el que encabezaba Saddam Hussein, en aquel entonces, un enemigo más relevante para el Estado judío.
En paralelo, alejado retóricamente de Estados Unidos (el gran Satán) y de la Unión Soviética (el Satán menor) el régimen islamista iraní desarrolló una estrategia para evitar el aislamiento externo. La estrategia suponía, por una parte, adoptar una retórica de unidad islámica (los musulmanes chiitas, que hegemonizan el régimen iraní, son apenas el 10% de los musulmanes del mundo) donde la causa palestina ocupaba un lugar central. Por otro lado, para aumentar su influencia externa, Irán alentó la formación de milicias y grupos alineados en otros países y territorios. El más importante de ellos, Hezbolá, fue formado por clérigos chiitas en la década de 1980, en el marco de la ocupación israelí del sur de Líbano durante la guerra civil libanesa, con la asistencia y participación activa de cientos de agentes de la Guardia Revolucionaria Islámica iraní.
Cualquier ambigüedad en la relación quedó desactivada con el final de la guerra Irán-Irak, en 1988, y el crecimiento de Hezbolá como actor político dentro de Líbano. Liberado con la excusa de la ocupación israelí de la obligación de desarme estipulada en los acuerdos de Taif que pusieron fin a la guerra civil, Hezbolá pudo participar en el gobierno de Líbano y mantener a su vez una importante fuerza paramilitar que, gracias a Irán, hoy es más poderosa que el propio gobierno libanés. Hezbolá se convirtió en el activo más importante de Irán a nivel regional, mientras que para el grupo libanés la República Islámica cumplió el rol de proveedor de asistencia logística, militar y económica para alimentar su crecimiento.
Una alianza de provecho mutuo que permitió a Irán ganar fuerza y proyección regional, y a Hezbolá, consolidarse territorialmente.
Hezbolá peleó en 2006 una guerra abierta con Israel, cuyo resultado no fue concluyente, y se fortaleció enormemente desde entonces, aunque haya evitado entrar nuevamente en conflicto directo. A partir del 7 de octubre, la frontera israelí-libanesa fue objeto de múltiples y repetidos incidentes que, sin llegar al estado de guerra, constituyen un enfrentamiento activo que en todo momento puede escalar.
Hezbolá no es, sin embargo, la única apuesta iraní en la región. Irán patrocinó también a diversos agrupamientos chiitas en Irak, opositores a Saddam Hussein, que paradójicamente ganaron un cada vez mayor poder interno gracias a la invasión estadounidense de 2003 que derivó en el colapso del gobierno iraquí y la caída del dictador.
Hoy Irán controla diversas milicias en Irak y es un factor de gobernabilidad relevante en ese país.
Del mismo modo, la apuesta por Ansar Alá, el movimiento Hutí, un grupo chiita que opera en Yemen, generó dividendos cuando se apoderó de la mayoría del territorio yemení tras la rebelión iniciada en ese país en el marco de las primaveras árabes. Irán también se ha convertido en un actor territorial con agenda y presencia propia en Siria, donde junto a Hezbolá y el gobierno ruso fueron un factor decisivo en el sostenimiento y luego la ofensiva del gobierno de Bashar al Assad en la guerra civil iniciada en 2011.
El gobierno de Siria es un enemigo histórico de Israel, con el que peleó en dos guerras y que mantiene la ocupación de los Altos del Golán desde 1967. Irán también fue un patrocinador relevante de Hamas en Palestina, aunque esa organización no mantiene, en modo alguno, los niveles de alineamiento y verticalidad respecto del gobierno iraní que sí tiene cualquiera de las demás milicias mencionadas. En los territorios palestinos, la relación más orgánica que mantiene Irán es con la Jihad Islámica Palestina, la segunda en importancia en Gaza. Esta estrategia iraní de presencia regional generó, además de tensiones en Israel, una extendida red de conflictos en el mundo árabe, donde el país persa quedó enfrentado, en diversas ocasiones y territorios, a Arabia Saudita, el otro gran poder regional, mientras desarrolló vínculos contradictorios con Turquía, el otro gran actor con proyección militar en la región. Ninguno de ellos, sin embargo, provee la legitimidad que otorga Israel al discurso iraní sobre su presencia regional, que refiere y agrupa bajo el nombre de Eje de la Resistencia.
Para Israel, superados los conflictos con Egipto, y tras la caída del gobierno iraquí de Saddam Hussein y el debilitamiento de Al Assad, Irán es percibido como la mayor amenaza existencial que el país enfrenta en el corto y mediano plazo. Los planificadores militares israelíes ven en la creciente sofisticación militar iraní, sus capacidades y cantidad de armamento, su gran población (ronda los 80 millones de habitantes), sus ambiciones regionales y la ausencia de un alineamiento occidental, un actor formidablemente complejo de enfrentar en una guerra abierta.
Israel, junto a su aliado estadounidense, mantiene una doctrina militar basada en la “ventaja militar cualitativa”, que supone que para mantener su capacidad de disuasión Israel debe contar con ventajas materiales bélicas claras sobre cualquier potencia regional que pudiera desafiarla. Esa doctrina incluye el mantenimiento de un arsenal nuclear en contravención al Tratado de No Proliferación, cuya existencia nadie confirmó oficialmente, pero que se estima en el orden de varias decenas o algunos cientos de cabezas nucleares. En este marco, Israel ha intentado por todos los medios evitar tanto la transferencia de armamentos sofisticados a Hezbolá como el desarrollo de un programa nuclear iraní. Para esto se ha valido tanto de bombardeos e incursiones en territorio sirio como de acciones directas, encubiertas, en territorio iraní, que incluyeron tanto actos de sabotaje como asesinatos selectivos de responsables de los programas nuclear y misilísticos iraníes dentro del territorio de Irán. Una dinámica que Israel difícilmente toleraría sin reaccionar si ese fuera el accionar de un Estado extranjero en su propio territorio.
Hasta hace días, la lógica del enfrentamiento entre Irán e Israel era la de un conflicto asimétrico y de baja intensidad, en el que Irán actuaba por intermedio de grupos irregulares que le responden o que reciben su apoyo, mientras que Israel realizaba acciones militares en territorios de terceros países, como Siria o Líbano, o acciones encubiertas contra personas o instalaciones puntuales. Un esquema de vinculación peligroso e inestable, pero que prescindió, durante más de 40 años, de un enfrentamiento abierto y directo. Es a este frágil equilibrio al que pusieron fin el ataque israelí a la sede consular de Irán y su respuesta del fin de semana.
Ataque con preaviso y un apoyo transversal
El tiempo entre el anuncio del ataque iraní contra Israel y su efectiva ejecución, y a juzgar por el casi nulo daño infligido, le dieron un carácter casi performativo al ataque iraní. Fue una jugada totalmente anticipada y, si bien consistió en un ataque con cerca de 300 drones y misiles de crucero y balísticos, la mayoría fueron interceptados y sólo causaron daños menores en una base militar israelí.
Los iraníes hicieron las llamadas pertinentes antes de lanzar el ataque dos semanas después de recibir el golpe israelí, y tanto ese dato como la dimensión de su respuesta dan indicios de que el gobierno persa no quiere una guerra total. Que Irán no se haya lanzado a una guerra total desde el 7 de octubre pese a su apoyo a Hamas era evidente, así como era esperable que tampoco quiera iniciarla ahora, incluso después de que en diciembre golpearan a un asesor de la Guardia Revolucionaria en Siria y de que hace dos semanas fueran asesinados en Damasco siete miembros clave de ese grupo de élite. Pero no está claro hasta cuándo el gobierno persa podrá sostener esa posición.
En tanto, Netanyahu tuvo que lidiar con las consecuencias de su ataque contra Irán cuando atravesaba diversos cuestionamientos, internos y externos, por su conducción de la ofensiva israelí en la Franja de Gaza y cuando diversos aliados alertaron de su posible aislamiento internacional. En ese contexto, logró un apoyo amplio. Era esperable que Estados Unidos, Reino Unido y Francia intercedieran rápidamente por Israel y colaboraran en su defensa, pero menos esperable fue la participación de países árabes como el reino de Jordania –Estado con la mayor cantidad de personas de la diáspora palestina–, que derribó drones que surcaron su espacio aéreo. Además, algunos de los vecinos, como Turquía y las monarquías del Golfo, trabajaron antes y después del ataque para desescalar el conflicto. Si bien Israel ha normalizado relaciones con algunos de sus vecinos –con Jordania data de 1994, con otros son más recientes, de la era Trump y sus Acuerdos de Abraham–, lo cierto es que desde el 7 de octubre la relación con algunos de ellos se ha resentido e incluso se paralizaron los avances que habían encaminado con Arabia Saudita, así que es destacable que hayan intervenido.
Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Cenital