El presidente chileno, Gabriel Boric, resumió una sensación generalizada cuando se difundieron los resultados oficiales de las elecciones venezolanas con 80% de los votos escrutados: “difícil de creer”. La forma en que el presidente del Consejo Nacional Electoral (CNE), Elvis Amoroso, presentó a medianoche los resultados no hizo más que sumar dudas a las que ya planteaban la campaña electoral y la propia jornada electoral, marcada por diversos tipos de incidentes.
Amoroso anunció una “agresión en contra del sistema de transmisión” para justificar los cortes en el proceso de totalización de datos, y luego leyó el “primer boletín” que “marca una tendencia contundente e irreversible” en favor del oficialismo con “el 80% de las mesas escrutadas y con un nivel de participación del 59%”. Según esos resultados, Nicolás Maduro habría obtenido 51,2% y el opositor Edmundo González, 44,2%. Finalmente, el funcionario anunció una investigación sobre “acciones terroristas” contra el sistema electoral. Exdiputado del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y representante del ala dura del chavismo, Amoroso no es alguien que, precisamente, dé una imagen de ecuanimidad en un CNE donde, en el marco de los acuerdos preelectorales, la oposición consiguió nombrar a dos de los cinco rectores (que al momento de escribir este artículo no se habían pronunciado pero, según Amoroso, firmaron la declaración de Maduro como ganador del proceso). La oposición reclamó poder verificar las actas.
“Desde el principio de nuestra cobertura de esta campaña sabíamos que el día de las elecciones presidenciales no sería el final, sino que marcaría la pauta para el día después”, escribió el periodista Raúl Stolk en el periódico en inglés Caracas Chronicles. Y el día después anticipa nuevas crisis, que podrían echar por tierra la relativa reincorporación del gobierno de Maduro a la “comunidad internacional”, luego del reconocimiento de medio centenar de países de Juan Guaidó como “presidente encargado” en 2019, que terminó –en el marco de varios casos de corrupción en su administración paralela– con un fuerte desgaste de la oposición. El reposicionamiento opositor vino de la mano de María Corina Machado, que pasó de ser vista como demasiado ultra a emerger como una dirigente capaz de “reencantar” a una parte significativa de la población, incluso en zonas tradicionalmente chavistas.
Estas elecciones fueron particularmente complejas. La oposición –traccionada por la popularidad de Machado– logró organizar enormes manifestaciones en favor de la candidatura de Edmundo González, el diplomático elegido por consenso tras la inhabilitación de la dirigente, que ganó las primarias opositoras con 90% de los votos en octubre de 2023. A diferencia de Nicaragua, donde el régimen de Daniel Ortega simplemente detuvo a todos los opositores que intentaron presentarse a las presidenciales y luego los expulsó del país, en Venezuela el gobierno se propuso debilitar a la oposición de manera dosificada, con detenciones de personas del entorno de Machado, inhabilitando a la candidata más popular por haber pedido la intervención extranjera en Venezuela y limitando el voto en el exterior, cuando hay alrededor de cinco millones de venezolanos fuera del país.
Fueron, además, elecciones surgidas de negociaciones con la oposición y Estados Unidos, que involucraron un alivio de las sanciones petroleras. Asimismo, Venezuela entregó a estadounidenses detenidos en Caracas a cambio del empresario Alex Saab, señalado como testaferro de altos cargos del chavismo y que ha regresado al país como un héroe y fue incorporado a la cúpula del poder. El relajamiento de las sanciones permitió a Petróleos de Venezuela (PDVSA) buscar acuerdos con empresas transnacionales.
Fue un tira y afloja, en el marco del incumplimiento de los acuerdos, pero la situación no volvió al punto previo a las negociaciones. Un sector de la burguesía venezolana –que hoy mezcla a viejas y nuevas élites– se acercó hace tiempo al gobierno, sobre todo a la poderosa vicepresidenta Delcy Rodríguez, al considerar que Maduro, en el marco de la “normalización” relativa de la economía, era el garante de sus negocios.
Tras 25 años de chavismo y más de una década de Maduro en el poder, estas elecciones se dieron, en efecto, en el marco del esfuerzo del gobierno por mostrar que la crisis ya pasó y que en Venezuela está “todo muy normal”. Tiendas y supermercados llenos de productos importados, nuevos restaurantes chic en Caracas, reposición de vuelos con España y Portugal... la mezcla de dolarización de facto y liberalización económica provocó un efecto abundancia en medio de fuertes desigualdades sociales y con grandes sectores de la población dependientes de la ayuda estatal o de diversos rebusques, legales o ilegales –lo que en Venezuela llaman “matar tigritos”–. Muchos periodistas pro-Maduro que en las elecciones viajaron a Venezuela mostraron esa Caracas ostentosa que vio renacer la vida social –gracias también a una disminución de la inseguridad, mediante métodos bastante brutales– después de los peores años de escasez, violencia urbana y derrumbe social, como refutación de las “mentiras” sobre la situación venezolana.
Machado, hoy líder indiscutida de la oposición, fue la primera en salir al ruedo, señalando que Venezuela “tiene un nuevo presidente electo en Edmundo González Urrutia” y que los votantes le dieron “una victoria abrumadora” a la oposición. Según sus datos, González Urrutia ganó con 70% de los votos frente a 30% de Maduro.
Tras años de divisiones entre partidarios de participar en el juego electoral y de boicotearlo, esta vez hubo consenso en que la batalla debía darse en el terreno electoral, en un contexto de fuerte pérdida de popularidad de Maduro. El “efecto Barinas” –la derrota del chavismo en la “tierra de Chávez” en las elecciones regionales de 2022, gracias a la unidad y perseverancia opositoras– sirvió para convencer a los radicales, como la propia Machado, de la utilidad de competir en las urnas y abandonar las fantasías insurreccionales, que buscaban el quiebre en las Fuerzas Armadas y que, al final, terminaban beneficiando al gobierno, que suele acusar de “golpistas” a los opositores.
Proveniente del ala dura de la oposición y de la élite caraqueña, María Corina se granjeó una imagen combativa hace más de una década, cuando retó a Hugo Chávez a un debate y este le respondió que primero ganara las primarias opositoras, para estar a la altura, ya que “las águilas no cazan moscas”. La líder de Vente Venezuela fue una de las referentes de las protestas callejeras denominadas “La salida”, en 2014, y de manera general se ubicó en el ala más dura de la oposición, beneficiada en los hechos por una política oficial –de represión y manipulación electoral– que desacreditó a los moderados. Al final, Machado ganó las primarias que le reclamaba Chávez. Y fue particularmente masiva su convocatoria en el interior de Venezuela, alejada de la nueva “normalidad” económica caraqueña. María Corina logró articular un bloque transideológico con sectores moderados, en favor de la recuperación de un marco institucional en el que se puedan procesar las contiendas políticas y sociales. Es el caso, entre otros, de la Plataforma Ciudadana en Defensa de la Constitución, que incluye a exministros de la época de Hugo Chávez distanciados del “madurismo”.
El gobierno buscó, anticipadamente, legitimar el resultado electoral con actos masivos de campaña, que mostraran apoyo popular y recordaran esas mareas “rojas rojitas” de la era Chávez, cuando el proceso bolivariano compensaba con gigantescas dosis de épica sus deficiencias en la gestión. Pero las camarillas burocráticas, y a veces mafiosas, terminaron por reemplazar lo que había de energía popular. El propio Maduro enfatizó la dimensión militar-policial del régimen vigente. “Somos un poder militar, porque la Fuerza Armada Nacional Bolivariana me apoya, es chavista, es bolivariana, es revolucionaria; somos un poder policial. Somos la unión cívico-militar-policial perfecta”, dijo pocos días antes de las elecciones. También habló de “un baño de sangre” si la derecha llegaba al poder.
Resulta difícil pensar que Maduro entregue “normalmente” el mando, ya que el bolivarianismo constituye un entramado de poder y negocios que involucra a viejas y nuevas burguesías, y a las propias cúpulas militares. En la llamada trama PDVSA-cripto, que desencadenó una purga en el interior del chavismo que provocó la caída del otrora poderoso ministro de Petróleo Tareck el Aissami, se calcula que el dinero sustraído podría llegar a 16.000 millones de dólares. Más de 65 funcionarios y empresarios fueron detenidos en esta “perestroika” bolivariana.
El discurso de la izquierda campista, que considera que, al final de cuentas, entre Maduro y María Corina Machado es necesario optar por el primero porque la oposición viene por los derechos sociales y por la entrega del patrimonio público (mediante la privatización de PDVSA), tiende a pasar por alto la dimensión del saqueo y la dinámica de “Estado depredador” en la que derivó la Revolución Bolivariana. Cuando se dice que María Corina es Javier Milei, se pretende ignorar que mientras que este último se propone “destruir el Estado desde adentro”, sobre la base de su delirante paleolibertarismo, el gobierno de Maduro lo ha ido destruyendo en los hechos, con una retórica revolucionaria: ha provocado un desplome de los servicios de salud y educación y ha derrumbado la producción petrolera. En ese sentido, el “presidente obrero” Maduro no es lo opuesto a Milei, sino que ambos son lo opuesto a un Estado social sostenido en una institucionalidad democrática sólida. El propio Partido Comunista de Venezuela acusó de neoliberal y autoritario a Maduro, y su dirección, como la de otros partidos, fue intervenida por el Estado. Fue el propio madurismo el que desacreditó a la izquierda en Venezuela.
La izquierda pro-Maduro o “Maduro-comprensiva” –que atribuye todos los problemas a las sanciones estadounidenses– tampoco suele considerar que el caso venezolano actuó como un espantapájaros en la región, en perjuicio de la izquierda. Como el único país que se declaró socialista tras la caída del Muro de Berlín, el caso venezolano fue un gran activo para las derechas latinoamericanas desde mediados de la década de 2010, en una región que comenzó a llenarse de inmigrantes venezolanos como prueba del fracaso del “socialismo”, sinónimo de caos económico y violaciones a los derechos humanos.
En estos días, asistiremos a la continuación recargada del show de insultos entre Maduro y Milei. Maduro acusó al mandatario argentino de “sociópata sádico”, de “nazifascista” y de “bicho cobarde, feo y estúpido”, y Milei lo denunció como “dictador comunista”, promotor de “miseria, decadencia y muerte”. “Dictador, afuera”, tuiteó... La polémica es ganancia para ambos.
En cuanto a Luiz Inácio Lula da Silva, poco antes de la elección, el mandatario brasileño dijo en un diálogo con periodistas que lo había asustado la declaración de Maduro sobre el baño de sangre, y que el presidente venezolano tiene que entender que “cuando pierdes, te vas”. Maduro respondió diciendo que el que se asustó “se tome una manzanilla”. Lula da Silva envió a Caracas a Celso Amorim, su referente en política exterior, quien lo mantuvo informado desde allá. Maduro, por su parte, con apoyo de China y Rusia, apostará a que la espuma baje y a quedar como el presidente de hecho y de derecho. Tras el fracaso de la estrategia Guaidó, reconocer a Edmundo González no aparece en el menú de la “comunidad internacional”. Habrá que ver cuál es el plan B opositor y cuál es la pauta para el día después que dejan estas elecciones, en un país donde el poder se ha ido escindiendo del veredicto de las urnas.
Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.