Hacer uso de la historia es una práctica común en todos los presidentes, y Javier Milei no es la excepción. La historiadora Camila Perochena conversó con la diaria sobre el vínculo entre el presidente argentino y la historia: su panteón de próceres, los aspectos que toma de cada uno para construir su narrativa y la comparación con los relatos de los mandatarios de la historia reciente del país, incluido Alberto Fernández, un protagonista de la hora por las denuncias en su contra por violencia de género contra su exesposa, entre otros escándalos.

Perochena es doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires y magíster en Ciencia Política por la Universidad Torcuato Di Tella, institución en la que dicta clases. Tiene una columna semanal en el programa Odisea argentina y es autora del libro Cristina y la historia. El kirchnerismo y sus batallas por el pasado (Crítica, 2022).

¿Cuál es el panteón de referentes de Milei en la historia argentina?

En principio, es un panteón clásico de la historia liberal. Juan Bautista Alberdi, Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, Julio Argentino Roca, Carlos Pellegrini. El panteón que recupera a la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX, el momento del consenso liberal. Es normal que se apropie de esa tradición por su autorreivindicación como liberal-libertario. Ahora bien, hay una diferencia grande entre Milei y el liberalismo del siglo XIX: aquel liberalismo fue un constructor del Estado, mientras que Milei piensa en destruirlo.

Entonces, para moldear un panteón a imagen y semejanza de lo que quiere construir va tomando aspectos de cada uno. De Alberdi rescata la visión más económica que es la idea de quitar las trabas, los monopolios y las regulaciones coloniales de la primera mitad del siglo XIX para el desarrollo económico de la Argentina. Aunque también hay una idea de liberalismo que Milei podría compartir con Alberdi y es esa idea de que el desarrollo económico es lo que va a permitir o motorizar eventualmente el desarrollo social y político. El desarrollo económico como factor clave para lograr la civilización de la Argentina.

Ahí uno podría contraponer las versiones alberdiana y sarmientina –Milei toma mucho más a Alberdi que a Sarmiento–. ¿Por qué? Porque Sarmiento no está pensando en que primero hay que desarrollar la economía para después hacer avanzar a la sociedad; Sarmiento pone el foco en la sociedad para el desarrollo democrático y considera que lo que hay que hacer es moralizar, civilizar a esa sociedad a través de la agricultura, de las escuelas, de la participación política para –eventualmente– alcanzar un desarrollo económico.

Después Milei toma otros personajes de los que rescata fisonomías que le sirven. En uno de sus tantos discursos reivindicó a Sarmiento y dijo que era un “hombre con coraje, que no era un adalid de las formas”, es decir, reivindicó los exabruptos de Sarmiento, su “psicología”, aquello que le puede servir para mirarse en su espejo. No retomó el proyecto educativo sarmientino porque claramente ahí hay una diferencia muy grande.

Con el mismo método de tomar lo que sirve para mirarse en el presente, Milei retoma a Roca, pero no destaca su rol como constructor del Estado. Roca fue la persona que terminó de “armar” el Estado, lo consolidó, terminó de construir la burocracia, el sistema impositivo, los ferrocarriles. Sin embargo, Milei rescata de Roca una visión del liberalismo mucho más centrada en el rol del individuo para el desarrollo económico y el progreso, diferente del liberalismo anterior de cuño sarmientino, que era más republicano: el individuo se desarrollaba no tanto en el ámbito privado, sino en la esfera pública como ciudadano.

También destaca otros referentes: de Mitre toma la cuestión más transaccional y la capacidad de negociación. Esto es llamativo porque Milei tiende mucho más al conflicto antes que a la transacción o a la negociación a la hora de hacer política. Retomó a Mitre en el mismo sentido en el que retomó a Menem: dos personajes en los que la transacción tenía mucho peso.

Milei propone volver a lo que algunos autores llaman la “Argentina oligárquica” de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. ¿Qué vitalidad tiene hoy ese relato?

En realidad, ese era el relato que prácticamente todos los líderes del siglo XX hicieron suyo. Los próceres que reivindica Milei eran también los reivindicados por Perón en su primera y segunda presidencia, los que elogiaban los diferentes gobiernos militares, los que reivindicó Arturo Frondizi e incluso el mismo Raúl Alfonsín. Alfonsín hacía todo el tiempo un paralelismo con el momento de 1853 cuando se instaura la primera Constitución. Alfonsín decía: “Nosotros estamos en la transición a la democracia –en 1983– y este es un momento histórico como el que se vivía en 1853, en el que había que acordar, llegar a consensos y construir un país de nuevo”.

La realidad es que Milei retoma un período histórico aclamado por muchos líderes políticos, con una diferencia: Milei dice que la decadencia argentina arrancó con Hipólito Yrigoyen en 1916, es decir, con el advenimiento de la democracia de masas. Eso de colocar el momento en el que –para plantearlo en términos de Mario Vargas Llosa– “se jodió la Argentina” en Yrigoyen es nuevo. Hubo intelectuales de la dictadura que hicieron una lectura de la historia similar, que la Argentina se jodió a partir del inicio de la democracia de masas, pero nunca lo había dicho un líder que llegó a la presidencia.

Alfonsín decía que la Argentina se jodió en 1930 con el primer golpe militar; Cristina Kirchner, que fue con la caída de Juan Manuel de Rosas en 1852 y después con los diferentes golpes de Estado, pero Milei está diciendo que fue en 1916. Creo que con esa afirmación quiere dar a entender dos cosas: por un lado, que es difícil compatibilizar la democracia con el liberalismo porque la Argentina de la democracia de masas, del sufragio universal, secreto y obligatorio, es también el momento en el que empieza el eclipse del liberalismo. Por el otro, sentencia que los responsables de esa deriva decadentista del país son el radicalismo y el peronismo, es decir, todos. Eso le permite colocarse en un lugar refundacional, de outsider, mesiánico, de quien viene a terminar con ciento y pico de años de decadencia nacional.

El período histórico que Milei reivindica no es muy original, pero hay que tener en cuenta que en los últimos 20 años la visión hegemónica del pasado fue la construida por el kirchnerismo, que colocaba al período al que Milei quiere volver como en un contraespejo de su propia perspectiva, como una etapa oligárquica, en la que no hubo democracia, con un crecimiento económico que no derramaba hacia abajo, en definitiva, como un momento malo de la Argentina. En ese contexto, frente a esa narrativa, la de Milei aparece como algo “nuevo” que no se escuchaba en el último tiempo o no aparecía en las memorias oficiales. Ahora, si miramos el siglo XX, aparece en muchas memorias oficiales, incluida la del propio Perón.

En una entrevista con la diaria, Pablo Gerchunoff comparó a Milei con Arturo Frondizi. ¿Vos con quién lo compararías?

Entiendo lo que dice Pablo, porque si uno mira el ajuste de Frondizi de 1959, hay similitudes. Aunque hay muchas cosas que lo diferencian: Frondizi era “integración y desarrollo”. Integración implicaba negociar con el peronismo, tener al peronismo adentro. Si bien Milei viene mostrando dosis importantes de pragmatismo en el último tiempo, su discurso no es integracionista ni negociador. Todo lo contrario, lleva adelante un relato bien polarizador. Por otro lado, no hay en él una visión de desarrollo a largo plazo como sí tenía Frondizi.

Con Menem comparte la idea de que la matriz estadocéntrica está agotada: hay que reducir el Estado y hay que ir por más liberalismo. Sin embargo, las similitudes con Menem se terminan ahí. Porque Menem tenía una amplia trayectoria política antes de llegar a la presidencia y Milei es un outsider; Menem contaba con un respaldo político del que Milei carece, pero, además, Menem era más negociador.

Para Milei hacer política es abrir el conflicto (es muy “kirchnerista” en esto), polarizar, es la “revolución permanente” y considera que esa forma le va a permitir avanzar.

Una cosa es la concepción o las ideas de Milei (que pueden parecerse a las de Menem) y otra sus formas de hacer política. En las formas lo veo más parecido a Cristina Kirchner por esa lógica polarizadora.

No hay un antecedente claro que te permita describir a Milei. Tiene rasgos de distintos presidentes de la historia argentina: puede tomar una cosmovisión parecida a la de Menem, hacer un tipo de ajuste semejante al de Frondizi, puede apropiarse de una concepción agonista de la política similar a la de Cristina. Es como una especie de blend de diversos líderes.

Escribiste sobre Cristina y la historia. En ella tenía mucho peso el relato histórico. ¿Creés que Milei le otorga el mismo valor?

Ese es otro parecido entre Cristina y Milei. En mi libro digo que ella era una “guerrera memorial” porque creía que había una historia verdadera que ella tenía que descubrir frente a una historia que había sido falsificada durante 200 años. Su memoria oficial venía a mostrar cuál fue la verdadera historia. En Milei también está ese ánimo de “guerrero memorial” por su “verdadera historia”. Tiene un convencimiento de que hay que dar –y acá retoma una expresión del kirchnerismo, pero compartida por el libertarianismo– una especie de “batalla cultural” para poder avanzar en otros ámbitos. La idea de que no alcanza con reformas económicas o políticas. Tanto en Cristina como en Milei hay una idea refundacional que viene de la mano de un cambio cultural en la sociedad e incluye una nueva lectura de la historia. La historia también les permite intentar controlar el lugar que ellos quieren tener en la historia argentina. Después, si lo logran es otra cosa, pero esa es la intención.

El expresidente Alberto Fernández volvió al centro de la escena no por los mejores motivos. ¿Cómo fue en su caso la relación con la historia?

Para poder tener una narrativa, un relato, una visión del pasado necesariamente uno tiene que tener una identidad en el presente, una idea clara del presente. Desde ahí tratar de rastrear las raíces históricas de esa identidad.

En Alberto Fernández era tan difusa la visión de su presente que necesariamente la perspectiva del pasado era igual de oscilante e indefinida.

Esto se traslada un poco a la situación actual del peronismo. El año pasado, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof (una de las figuras que se proyectan en el peronismo), dijo que había que “componer nuevas canciones”, dando la idea de la necesidad de una renovación.

Es claro que no saben cuáles serían las nuevas composiciones. Esa crisis identitaria que uno podía visualizar en Alberto Fernández está muy patente ahora en la crisis y en la fragmentación que tiene el peronismo. Para recuperarse deberían construir una nueva visión después de la derrota, una nueva cosmovisión, y eso puede llevarles mucho tiempo.

Comparo permanentemente esta derrota con la de 1983: el peronismo perdió por primera vez en elecciones libres y competitivas frente al radicalismo de Alfonsín y fue un golpe tremendo. Terminaron esas elecciones –que creían que tenían ganadas– y comenzaron a acusarse entre sí. Surgieron algunos referentes del peronismo, como Antonio Cafiero o Menem, que comenzaron a acusar a “los mariscales de la derrota”, es decir, a los sectores más ortodoxos del peronismo, por el resultado adverso. Empieza un proceso que fue muy largo de lo que se llamó la “renovación peronista”, pero que tardó mucho en cuajar. Se inició un proceso en el cual los nuevos dirigentes sienten la necesidad de construir un peronismo más democrático o tener un discurso más liberal. Uno mira esa derrota y nota que le llevó un tiempo al peronismo recuperarse y uno observa el presente y esta derrota parece mucho peor porque el peronismo viene de un gobierno muy malo en términos de resultados. Ni hablar de la descomposición moral que implican para el peronismo los últimos acontecimientos de los que es protagonista Alberto Fernández.

Relacionado con la forma en que la sociedad y la opinión pública reciben este tipo de escándalos que, quizá, en otro momento no generaban tanto impacto, por ejemplo, Menem protagonizó varios vinculados con su vida personal, pero que no lo dañaban tanto. ¿Qué cambió?

Dos cuestiones. En primer lugar, el rol del movimiento feminista, la penetración del discurso feminista en gran parte de la sociedad hace que cosas que antes podían parecer aceptables hoy no lo son. La “vara” de lo que las mujeres estamos dispuestas a aceptar de un referente o de un hombre o de lo que sea no son las mismas que a inicios de los 90.

La reivindicación feminista relacionada con la violencia de género en Argentina empieza a tener un lugar central recién en la segunda ola feminista, a partir de los años 80. Toda la cuestión de la denuncia de la violencia de género –si bien ya estaba en los movimientos feministas de la década del 80– al inicio de los 90 era todavía muy nueva y minoritaria.

En el presente ya tuvimos movimientos masivos como el Ni Una Menos y existe otra trayectoria en relación con la visibilización de ese problema.

Pero, además, hay una diferencia entre la capacidad de gobernar de un Menem y la seguidilla de fracasos de Alberto Fernández. Entonces, no sólo hay una cuestión del rol que tiene el movimiento feminista, sino también del poder que tiene cada uno de los presidentes y la aceptación pública de la que gozaba cada uno. Esto es central para poder pensar la diferencia en la evaluación de cada uno frente a estos escándalos.

¿Cómo creés que queda Cristina Kirchner en este escenario?

Creo que para ella es un golpe importante. Eligió a Alberto Fernández y no era una persona que no conociera. Había sido el jefe de Gabinete de Néstor Kirchner, entre otras cosas. Para mí esto afecta muchísimo a Cristina como líder política. Uno nunca puede ni debe dar por terminado el poder de nadie, pero me cuesta pensar cómo Cristina puede recuperar –si es que quisiera– ese liderazgo dentro del peronismo, esa voz por momentos medio incuestionada dentro del movimiento. Se llegó a un nivel de descrédito del que es muy difícil volver.