Río de Janeiro vivió el martes 28 de octubre la operación más letal en la historia del estado hasta la fecha. Al igual que en 2021, cuando se vivió una de las mayores masacres en la favela de Jacarezinho, con decenas de ejecuciones, se extendió el pánico moral entre la población, un hecho directamente relacionado con el inicio de un período de campaña para la sucesión gubernamental.

El gobernador Cláudio Castro (Partido Liberal), en abierta disputa con el gobierno federal petista, intentó convertir el debate sobre la operación que lideró en la ciudad en una herramienta para atacar un supuesto abandono del presidente Lula ante la situación del estado. La política del miedo se apoderó de las calles en una megaoperación que se asemejó más a un espectáculo, con miles de efectivos de las fuerzas de seguridad, vehículos blindados, helicópteros sobrevolando casas, escuelas y centros de salud, y vidas bajo asedio. Además de los complejos de Alemão y Penha, directamente involucrados en las operaciones del martes 28 de octubre, se reportan represalias de grupos armados en toda la región metropolitana, con cortes de carreteras y saqueos a comercios.

La seguridad pública es el tema que más preocupa a los brasileños, y no es casualidad que aparezca de forma recurrente en la agenda de los administradores de las grandes ciudades y estados, en medio de cierta confusión sobre la atribución de competencias a cada entidad del pacto federal. Un problema que hemos observado es que muchos venden más violencia como solución: en la ciudad de Río de Janeiro, por ejemplo, el alcalde Eduardo Paes (PSD) decidió armar a la guardia municipal, entrenándola militarmente, en un acto que contradice las principales indicaciones de investigadores y activistas en el área de la seguridad pública. Al fin y al cabo, esto reproduce la lógica errónea de que un mayor número de policías o armamento garantiza la seguridad, cuando, en la práctica, aumenta la violencia, refuerza las desigualdades y expone aún más a la población negra y periférica al riesgo de muerte. La militarización de la guardia implica una mayor represión de los trabajadores informales y el fracaso total de un modelo de gestión que, incapaz de abordar los conflictos urbanos cotidianos mediante esfuerzos intersectoriales, decide incrementar las estructuras militarizadas del gobierno.

Sin duda, Río de Janeiro atraviesa una grave crisis de seguridad pública que requiere un análisis multidimensional, intersectorial y a largo plazo. La investigación y la experiencia, tanto nacionales como internacionales, demuestran que una seguridad pública eficaz se construye mediante la prevención, con políticas sociales, inversión en educación, salud e infraestructura comunitaria, y no con explosivos, vehículos blindados ni operativos espectaculares que convierten la violencia en un mero espectáculo.

En Río de Janeiro se observa la intensificación de una agenda de guerra urbana, coordinada por el Estado, como parte de las tácticas de gobierno de la extrema derecha. El terror es la raíz principal de un proyecto ultraliberal de restricción de los derechos de la población. Por un lado, se intensifica la violencia estatal en las favelas y periferias; por otro, se violan los derechos laborales.

El endurecimiento de las prácticas violentas del Estado ocupa un lugar central en esta agenda de restricción de derechos, porque la criminalización de la pobreza y la militarización de las políticas urbanas refuerzan la exclusión lógica de la agenda social necesaria para el avance de los ultraliberales. A diario se observan miles de trabajadores desesperados, sin forma de regresar a sus hogares, sin noticias precisas de sus familias, y decenas de personas ejecutadas, incluyendo miembros de las fuerzas de seguridad. El trasfondo de los operativos policiales a gran escala, que forman parte de una agenda de exterminio de la población negra en Brasil, también se relaciona con la desarticulación de cualquier posibilidad de organización de la población, que vive sitiada, sin derechos ni perspectivas de una vida digna y pacífica. En este escenario, la seguridad pública deja de ser una garantía ciudadana y se convierte en un método de control social, electoral y económico.

El terror es la raíz principal de un proyecto ultraliberal de restricción de derechos. Por un lado, se intensifica la violencia estatal en las favelas y periferias; por otro, se violan los derechos laborales.

Esta creciente militarización, lejos de resolver cualquier problema de seguridad, profundiza las brechas sociales y raciales de Río de Janeiro. Mientras las favelas se convierten en escenario de guerra, otros espacios de la ciudad presencian, paralizados, el espectáculo que naturaliza el exterminio como algo rutinario.

La investigación recopilada por el Diccionario de favelas Marielle Franco muestra que Río de Janeiro lleva más de tres décadas viviendo bajo la recurrencia de este tipo de operaciones, que se repiten con la misma lógica, las mismas víctimas y la misma impunidad. Estos episodios son parte de un patrón estructural de violencia estatal, dirigida especialmente contra las poblaciones negras y periféricas.

Si bien la retórica de la guerra contra el narcotráfico insiste en convertir los barrios marginales en campos de batalla, la realidad cotidiana es que las operaciones letales y descoordinadas tienen poco efecto en la estructura del crimen organizado. Estudios impulsados por instituciones como el Grupo para el Estudio de las Nuevas Ilegalidades (GENI) o el Centro de Estudios de Seguridad y Ciudadanía (Cesec) han demostrado que las facciones y milicias no se sustentan únicamente en la venta de drogas en las comunidades, sino también en la circulación de complejos de armas, el lavado de dinero y la corrupción institucional que opera fuera de las fronteras, los puertos, las instituciones financieras y las propias fuerzas de seguridad del Estado. Asfixiar a los barrios marginales es como derretir el hielo: con cada invasión violenta, el Estado reorganiza el terreno del crimen mismo, manteniendo a toda la población sitiada y produciendo miedo e inseguridad a gran escala, mientras que los flujos reales del crimen permanecen intactos.

Una alternativa a la política de exterminio consiste en situar la inteligencia y la coordinación entre las diversas entidades federales en el centro de la estrategia de seguridad pública. No me refiero a la inteligencia como una entidad abstracta, sino como un actor capaz de generar investigaciones y métodos de trabajo menos letales y más eficaces. No es posible vivir en uno de los estados que más invierten en seguridad pública (los estudios señalan que Río de Janeiro es el estado que más invierte en policía en Brasil) y, aun así, no poder vislumbrar soluciones para el problema que enfrenta la población, sin combatir a los grupos armados o vinculados al narcotráfico y a las milicias que también dominan gran parte del territorio. Las facciones y las milicias no son lo opuesto al Estado, sino que se relacionan con este modelo contemporáneo de gobierno, como un efecto de red que surge de las deficiencias de la corrupción, las desigualdades, la especulación inmobiliaria y la propia política de seguridad pública.

Nuestra seguridad necesita coordinación técnica y agudeza política en la definición de los problemas que se deben abordar, no demostraciones de poder. La gestión selectiva de las ilegalidades permite que la lucrativa maquinaria del crimen siga funcionando mientras se venden falsas soluciones en materia de seguridad, asociando pobreza y delincuencia en las interpretaciones modernas del positivismo criminológico.

Caíque Azael es psicólogo. Una versión más extensa de esta columna fue publicada originalmente en Outras Palavras.