A menos de 15 días del balotaje entre Luisa González, candidata de la formación progresista Revolución Ciudadana, y el actual presidente, Daniel Noboa, hijo del mayor exportador de bananas del país, el movimiento indígena, a través de un proceso democrático de consulta interna, ha levantado su reserva y ha declarado oficialmente su apoyo a la candidata progresista. El compromiso entre las dos fuerzas políticas adquiere un fuerte valor simbólico en el actual escenario político interno y representa una clara señal de voluntad de reconstruir la unidad de la izquierda tras años de conflicto y fragmentación.
En la parroquia indígena de Tixán, justo en la sierra central del país, se selló el “Acuerdo por la vida” entre Revolución Ciudadana y el Movimiento Pachakutik, una alianza de unidad popular que apunta a un compromiso transformador. En un país dividido entre dos proyectos antagónicos, este pacto reafirma una apuesta clara por la justicia social y la defensa de la Constitución. Los 25 puntos acordados no sólo respaldan el programa de gobierno de Revolución Ciudadana, sino que incluyen una moratoria a la minería, inversión en educación y salud públicas, la derogación de decretos que criminalizan las luchas ambientales de los pueblos indígenas y, de hecho, trazan una hoja de ruta inmediata para reconstruir derechos, dignidad e institucionalidad. La candidata Luisa González celebró el acuerdo como un momento histórico, un acto de amor al pueblo y de madurez política. Por su parte, el dirigente de Pachakutik Leónidas Iza fue contundente: “Ni un solo voto para la derecha”.
Este pacto llega un mes y medio después de la primera vuelta electoral, que mostró la imagen de un país profundamente polarizado.
González, heredera política de Rafael Correa –el presidente del socialismo del siglo XXI, actualmente exiliado en Bélgica tras una condena por corrupción–, y Noboa, representante de las élites comerciales, llegan al balotaje en un virtual empate: ambos obtuvieron alrededor del 44% de los votos, dejando migajas a los demás candidatos. El único que logró posicionarse con cierta relevancia fuera de esta confrontación ideológica fue Iza, presidente de la Conaie (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador) y candidato del movimiento Pachakutik. Conocido por sus posturas de izquierda radical y su oposición firme al capitalismo y al neoliberalismo, Iza, con su 5% de votos, se ha convertido en el fiel de la balanza de unas elecciones que el pueblo ecuatoriano, golpeado por una crisis sin precedentes, percibe como históricas. Pese al liderazgo de Iza, sin embargo, su respaldo no garantiza una adhesión total dentro de la Conaie. Las críticas de varias dirigencias territoriales revelan tensiones internas que limitan su capacidad de articular una alianza política unificada. Esta fragmentación podría debilitar el impacto electoral del acuerdo con Revolución Ciudadana.
Floresmiro Simbaña, presidente de la Comuna Tola Chica de Tumbaco y exdirigente de la Ecuarunari (Confederación de Pueblos de la Nacionalidad Kichwa del Ecuador) y la Conaie, sostiene que “los resultados electorales de Pachakutik en 2025 no representan ni una derrota ni una victoria contundente, sino un logro dentro de un contexto adverso”. Su análisis resalta el crecimiento sostenido del movimiento desde 2014, su papel como espacio de convergencia de la izquierda ecuatoriana desde 1995 y su resistencia frente a crisis internas y externas. “En un Ecuador marcado por crisis económicas y violencia, la votación refleja una polarización política –dice Simbaña–. Es necesario que Pachakutik mantenga su compromiso con la justicia social y ambiental para enfrentar el avance de la ultraderecha en la región”.
A una semana del voto, entonces, la contienda entre González y Noboa sigue siendo feroz. Encuestas recientes muestran a González con una ligera ventaja, con 51,4% de apoyo frente a 48,6% de Noboa, según un sondeo de Negocios & Estrategias realizado entre el 24 y 26 de marzo. Según la última encuesta de Trespuntozero, González tiene 52,9% de intención de voto contra el 47,1% de Noboa. “Estamos atravesando uno de los períodos más complejos y graves de la historia de la República del Ecuador”, afirmó Alberto Acosta, exministro, ambientalista e intelectual destacado. “La economía está a punto de colapsar, la pobreza azota a la sociedad y el desempleo aumenta. La recesión económica, que empezó en 2015, se agravó con la pandemia, pero lo que puso de rodillas al país fue la otra pandemia, la pandemia neoliberal. Los drásticos recortes de servicios esenciales como la seguridad y la energía están dejando unas secuelas de inconvenientes graves para los ciudadanos: el país ha sufrido apagones eléctricos de hasta 14 horas consecutivas”.
En 2024 la crisis económica empujó al 25% de la población ecuatoriana por debajo del umbral de pobreza, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC). Esto significa que uno de cada cuatro ecuatorianos vive con un ingreso familiar per cápita inferior a 91,55 dólares mensuales. Acosta ubica las causas de esa profunda crisis económica en el “retorno al Fondo Monetario Internacional (FMI), al creciente endeudamiento externo y a políticas de austeridad que han debilitado la inversión pública y afectado a los sectores más vulnerables. Tras haber intentado distanciarse del FMI en 2007, el país retomó su dependencia desde 2014. A partir de entonces, los gobiernos han firmado múltiples acuerdos con el organismo internacional, adoptando ajustes fiscales severos. Entre 2017 y 2024, la deuda pública externa aumentó en más de 43.000 millones de dólares, alcanzando el 70,3 % del PIB. Sólo en 2024, el servicio de deuda representa el 25% del presupuesto nacional. Es un ‘austericidio’ productivo, energético y social, con recortes a las instituciones estatales, que ya no pueden garantizar ni siquiera la seguridad interna”.
Si la economía parece estar atravesando una crisis irreversible, lo que preocupa más y se radica cada día más profundamente en la vida del país es el problema de la seguridad y la ola de violencia interna que parece imposible contrarrestar. Acosta tiene una idea sobre cómo el país andino ha pasado de ser una “isla feliz” a uno de los países más violentos de América Latina: “La destrucción de instituciones estatales que se ocupaban de la lucha contra el crimen ha tenido consecuencias devastadoras. En 2018, durante el gobierno de Lenín Moreno, la eliminación del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos marcó un punto de inflexión en la administración del sistema penitenciario ecuatoriano. La gestión de las cárceles fue transferida al Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores (SNAI), bajo control de la Policía Nacional. Esta reestructuración, lejos de fortalecer el sistema, abrió paso al avance de las bandas criminales dentro de los centros de detención. Con el tiempo, las cárceles dejaron de ser espacios de rehabilitación para convertirse en bastiones del crimen organizado. Desde allí, las organizaciones delictivas no sólo consolidaron sus operaciones de narcotráfico, sino también un lucrativo negocio de extorsión. Fue en este contexto de impunidad y colapso institucional que estallaron las primeras masacres carcelarias, preludio de una violencia sin precedentes que pronto se trasladó a las calles”.
En los últimos diez años, bandas criminales han transformado Ecuador en uno de los países más violentos de América Latina, con una media de 47 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2023. Esta cifra podría aumentar: según la prensa local, en los primeros tres meses de 2025 ya se contabilizan más de 2.000 muertes relacionadas con el crimen organizado.
Según el experto en seguridad y narcotráfico Fernando Carrión, “la llegada del fentanilo al mercado estadounidense ha generado una contracción en la demanda de cocaína, lo que ha llevado a las estructuras criminales a buscar nuevos mercados. Ecuador, con cuatro puertos en la costa del Pacífico, se ha transformado en un corredor clave para la exportación de droga hacia Estados Unidos y, más recientemente, hacia Europa a través de la Amazonia y de Brasil”.
Carrión destaca que el conflicto entre narcotraficantes se alimenta de la debilidad institucional: “Tras el Decreto 111 de enero de 2024, con el que el presidente Noboa declaró un ‘conflicto armado interno’, la violencia no se ha detenido. Las cifras demuestran que la mano dura podría tener efectos a corto plazo, pero es necesario desarrollar políticas integrales de seguridad y estrategias antinarcóticos. Abrir un debate sobre la legalización de las drogas e impulsar una cooperación regional latinoamericana más profunda en la lucha contra el narcotráfico es crucial. En un contexto en el que las redes criminales globales están dominadas por organizaciones transnacionales como la ‘Ndrangheta o los cárteles latinoamericanos, la respuesta debe ser integral”.
Una de las peores matanzas fuera del sistema carcelario en la historia de Ecuador tuvo lugar el 6 de marzo en Guayaquil, ciudad costeña y mayor puerto del país, epicentro del narcotráfico y de la violencia urbana. 22 personas murieron en enfrentamientos armados entre facciones rivales del grupo criminal Los Tiguerones, según reportaron medios locales. Videos difundidos en redes sociales mostraron a hombres armados persiguiéndose con fusiles de alto calibre, mientras los vecinos, aterrorizados, buscaban refugio. El alcalde de Guayaquil, Aquiles Álvarez, describió la zona como “un campo de batalla”. Como reacción, las fuerzas de seguridad llevaron a cabo operativos que resultaron en la detención de 23 presuntos miembros de Los Tiguerones. El presidente Noboa, en plena campaña por la reelección, prometió una respuesta “contundente” y garantizó indultos anticipados a militares y policías que participen en los operativos: “Defiendan al país, yo los defiendo a ustedes”, declaró en su cuenta de X.
Pese a los discursos oficiales, analistas y organismos de derechos humanos alertan que la estrategia de “mano dura” no sólo ha fracasado en reducir la violencia, sino que podría estar agravándola. Según datos de la Fiscalía General, en 2024 se registraron 237 denuncias de desapariciones forzadas, tortura y ejecuciones extrajudiciales atribuidas a las fuerzas del orden (más del triple de los casos registrados en años anteriores).
Mientras tanto, la represión estatal ha provocado una rápida rotación de liderazgos dentro de las bandas criminales. Cada vez que cae un jefe, se abren nuevas luchas internas por el control, alimentando una espiral de violencia sin precedentes. La masacre de marzo, así como la de 17 presos en la Penitenciaría del Litoral en noviembre, muestra que la guerra contra el crimen organizado por el gobierno está lejos de estar ganada. A medida que se acerca el balotaje del 13 de abril, la seguridad sigue siendo el tema central del debate nacional. Pero las cifras crecientes de homicidios y abusos indican que el modelo actual podría estar conduciendo al país hacia una mayor descomposición social y violencia creciente.
Billy Navarrete, del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CDH) de Guayaquil, denuncia que en esa lucha hacia la criminalidad el Estado está focalizado en un enfoque securitista y está dejando de lado cualquier garantía constitucional y los derechos humanos. Navarrete también denuncia la racialización y criminalización de la pobreza que se lleva a cabo con este enfoque y que se está concentrando en los jóvenes de los barrios marginales. En esos territorios actúa un dispositivo doble que permite a las bandas criminales reclutar “a menores, por no ser punibles, en redes de narcotráfico, explotación sexual, tráfico de armas y sicariato, transformando potencialmente para las fuerzas del orden a todos los adolescentes de los barrios pobres en objetivos militares”. Es el caso de cuatro adolescentes del barrio de Malvinas (Guayaquil), secuestrados en plena calle por la Fuerza Aérea Ecuatoriana, cuyos cuerpos descuartizados fueron encontrados en un estero a 40 kilómetros de su hogar. Este hecho ha sacado a la luz la realidad de las desapariciones forzadas a manos del Estado. Según datos del CDH, en los últimos seis meses se han registrado 16 casos de desapariciones con participación de las Fuerzas Armadas ecuatorianas, con un total de 27 víctimas, de las cuales nueve eran menores de edad.
Mientras tanto, Noboa no para su estrategia y responde a estas denuncias apelando al uso de la fuerza; en una entrevista con la BBC dijo que quiere que los ejércitos de Estados Unidos, Europa y Brasil se unan a su guerra contra las pandillas, declarando que el país necesita más fuerzas armadas para luchar contra los grupos criminales. Hace un par de semanas anunció una alianza con Erik Prince, fundador de Blackwater –la mayor empresa militar privada del mundo, ahora conocida como Constellis–, famosa por su implicación en la masacre de 17 civiles en Bagdad, por violaciones a las leyes de exportación de armas y por polémicas sobre el uso excesivo de la fuerza.
El fantasma de Rafael Correa, por su parte, sobrevuela la campaña electoral. Ante la fuerte polarización correístas versus anticorreístas que atraviesa el electorado, el expresidente, amado y odiado con igual intensidad, ha raleado sus declaraciones para no perjudicar a González, a menudo acusada de ser manipulada por el exmandatario.
Ecuador vive una encrucijada histórica. La posibilidad de tener a su primera presidenta electa simboliza una promesa de renovación, pero también pone al descubierto las hondas fracturas políticas, económicas y sociales que atraviesan al país. En las urnas no se juega sólo una presidencia para los próximos cuatro años, sino el rumbo que marcará el futuro de la nación y de la región.