Seis meses pasaron desde la abrupta huida del hasta entonces presidente sirio Bashar al-Assad hacia Moscú, en diciembre del año pasado.

Con su marcha se cerró un ciclo de más de cinco décadas de república hereditaria en Siria. En apenas tres días, las fuerzas de Ahmed al-Sharaa, líder de Hayat Tahrir al-Cham, tomaron el control de Damasco. El colapso del poder fue el resultado de una ofensiva cuidadosamente planificada, aprovechando el desgaste militar del régimen, el conflicto entre la milicia libanesa Hezbolá e Israel, y la actitud de Moscú, centrada en la guerra en Ucrania.

Antiguo afiliado al Estado Islámico en Irak de Abou Bakr al-Baghdadi y después de Al-Qaeda, Al-Sharaa se alejó definitivamente de estas organizaciones terroristas en 2016. Desde entonces, el ahora presidente interino sirio experimentó un giro radical, abandonando su nombre de guerra, la larga barba y el turbante yihadista, proyectando una imagen de jefe de Estado pragmático, reformista y moderado.

En marzo presentó una declaración constitucional que establece una transición de cinco años. En esta, garantiza una separación de poderes, libertades públicas, derechos para las minorías y por primera vez en la historia siria nombró a una mujer, Maysaa Sabrine, al frente del Banco Central. También anunció la creación de una comisión nacional para la justicia transicional, una etapa simbólica en la construcción de un Estado de derecho. En el plano internacional, su mayor éxito fue romper con el aislamiento diplomático que asfixiaba a Siria desde hace más de una década.

El 13 de mayo, Donald Trump anunció el levantamiento de las sanciones económicas estadounidenses, tras un encuentro histórico entre ambos líderes en Arabia Saudí. La Unión Europea también respaldó al nuevo gobierno en su lucha contra el terrorismo y levantó sus sanciones económicas.

El punto culminante de esta apertura llegó el 25 de abril: el ministro sirio de Asuntos Exteriores, Assaad al-Shaibani, fue recibido oficialmente en la sede de la ONU en Nueva York. En un acto cargado de simbolismo, presentó la nueva bandera siria, verde, blanca y negra, con tres estrellas rojas, como el emblema de una Siria “nacida del sufrimiento”. “No es sólo una bandera, es una proclamación de existencia”, declaró el funcionario sirio ante el Consejo de Seguridad.

Pero esta apertura contrasta con la fragilidad interna del país. Siria sigue siendo un mosaico político y religioso, y la reconciliación aún parece delicada. En marzo, ataques de las fuerzas ahora en el gobierno contra la minoría alauita, grupo del que procedía Al-Assad, dejaron unos 1.700 muertos. Por otro lado, el desafío kurdo sigue siendo una prueba mayor.

Las milicias kurdas, aliadas de Washington, controlan una cuarta parte del país, incluidas las principales zonas petroleras. Al-Sharaa debe encontrar un difícil equilibrio entre la presión turca, que rechaza cualquier autonomía kurda, y la presencia militar estadounidense.

También la comunidad drusa, que habita principalmente en el sur del país, exige mayor autonomía, mientras que Israel ocupa desde el 8 de diciembre una zona desmilitarizada cercana a la zona de los Altos del Golán.

En lo económico, el país está devastado: el 81% de las redes eléctricas, el 61% del suministro de agua y casi la mitad de las infraestructuras sanitarias están destruidas. La reconstrucción apenas está empezando y el levantamiento de las sanciones económicas genera esperanzas de atraer los financiamientos necesarios.

Para cubrir la reconstrucción nacional, la ONU estima que harán falta unos 400.000 millones de dólares. Por su lado, Arabia Saudí y Qatar ya anunciaron que pagarán la deuda de 15 millones de dólares de Siria con el Banco Mundial.

Siria se encuentra en una situación que alimenta un debate entre esperanzas de renovación y viejas fracturas. La comunidad internacional observa con cautela este experimento político. Como declaró un embajador europeo en la ONU: “Hay mucha esperanza en una Siria democrática e inclusiva. La historia dirá si esta transición puede cumplir esa promesa”.