El cuento de hadas del 29 de noviembre se terminó. Los discursos de triunfadores y derrotados apuntaron esa noche a la conciliación nacional. El presidente electo José Mujica y el candidato perdedor Luis Alberto Lacalle se reunieron cinco días después. Lacalle delegó en su más amigable ex compañero de fórmula, Jorge Larrañaga, las negociaciones entre el gobierno y el Partido Nacional, que comenzaron de inmediato en la chacra de Mujica. El lunes pasado incluso parecía que ya estaban escritos en cada casillero del futuro gabinete los nombres correspondientes. Sí, una semana después del balotaje. Demasiado bueno para ser cierto. O demasiado apresurado. Demasiado indiscreto.

Mujica pudo estar aplicando aquella lección de los expertos en opinión pública según la cual Lacalle se había puesto en ventaja al lograr en la misma noche de las elecciones internas de junio que Larrañaga lo secundara en la fórmula presidencial. Pero esto no es una campaña electoral, sino el complejo bordado de un gobierno. “El que se precipita se precipita”, reza una de las máximas más citadas de la política uruguaya. Un refrán tan sabio que los colorados se lo atribuyen a Luis Batlle, los blancos a Luis Alberto de Herrera y los frenteamplistas a Liber Seregni. Al precipitarse, el presidente electo precipitó la “crisis de gabinete” de un gobierno aún no constituido.

La cúpula frenteamplista había ensamblado un elenco que combinaba una afinada representación de sus diversos sectores con algo, no mucho, de capacidad técnica. El resultado deja alguna amargura, como el retroceso de la presencia femenina y la ausencia de figuras que en este período cesaron en la función ejecutiva por falta de apoyo político y no por su destacado desempeño, entre ellos Juan Faroppa en la subsecretaría del Interior y Belela Herrera en la vicecancillería, por mencionar sólo un par de ejemplos. O que Eduardo Bonomi, con una aplaudida gestión en Trabajo, no regrese a esa cartera porque se lo “ascendió” a menesteres ajenos a sus áreas de experiencia reconocidas.

El gabinete propuesto tiene la virtud de restringir al Parlamento el terreno de deliberación entre los partidos e incluso dentro del oficialismo, lejos de la función ejecutiva. Tranquiliza a los inversores que podrían haberse tomado a pecho aquel desdichado consejo de Lacalle y que hasta él prefiere olvidar. Uno de sus inconvenientes es la instalación de un núcleo de poder paralelo al Ejecutivo saliente durante tres meses, mucho tiempo como para disimular eventuales discordancias.

Las primeras consecuencias del apuro de Mujica se conocieron esta semana. El senador Rafael Michelini, líder del Nuevo Espacio (integrado al Frente Líber Seregni, que encabeza el vicepresidente electo Danilo Astori), expuso a través de la prensa su pretensión de conducir el Ministerio de Transporte y Obras Públicas. Astori, en la versión de Michelini, se equivocó por contar a su compañero Fernando Lorenzo como nuevoespacista al proponerlo al frente de Economía. La crisis interna tiene pocas soluciones posibles, todas ellas malas: que se le asigne a un sector con tres diputados electos dos miembros del gabinete (la misma cantidad que el Partido Socialista, cuya lista 90 consiguió nueve), que Lorenzo abandone la lista 99000 (la que perdería así a su técnico más reconocido), que el Frente Líber Seregni se fracture o que Mujica y Astori vuelvan a mezclar la baraja en un vano y peligroso intento de dejar a todos contentos.

La segunda consecuencia fue el aparente renunciamiento del senador electo Ernesto Agazzi al Ministerio de Educación y Cultura. “No soy apto para ese cargo”, dijo a Radio Uruguay el miércoles, casi una semana después de que la prensa anotara esa cartera a su nombre. Pero Agazzi negó ayer que ya hubiera resuelto rechazar una oferta que no había recibido aún, informó Montevideo Portal. Ahora que el daño ya está hecho, Mujica tiene algunas opciones: elegir a una segunda figura de la lista 609, montar una escena en la que finge ofrecer el ministerio y Agazzi finge declinarlo o persuadir a su compañero de que no se desempeñaría mal en un cargo para el cual se considera incompetente. La última opción remeda uno de los relatos más preciados de la mitología emepepista: que “la barra” convenció al hoy presidente electo de que podría dirigir el gobierno nacional, aunque él mismo se hubiera declarado incapaz para la tarea.

Todavía falta el reparto de las subsecretarías, los puestos en los directorios de entes autónomos y servicios descentralizados y unos cuantos cargos ejecutivos más. Este cuento no se ha acabado. Y las perdices se arrebataron de tanto soplar la brasa.