Como marco para contextualizar el momento político de Brasil y de la región, creo que hay dos niveles diferentes aunque interrelacionados: el del fracaso estratégico de la experiencia redistributiva progresista y el de la crisis de confianza con la política y un sentimiento de frustración que sopla por toda la región. El progresismo, como expresión de un camino más de la larga peripecia de la izquierda, no alcanzó para dar un salto cualitativo hacia una sociedad sin explotados ni explotadores. No alcanza con redistribuir mejor los excedentes y creer idealmente que matemáticamente al salir de la pobreza se aumenta en conciencia. El progresismo fracasa como modelo si no toca los intereses de los grandes capitales empresariales y del complejo agroindustrial, si no genera una transformación de la matriz productiva inclusiva y sustentable y un cambio cultural de la población, que busque no sólo la comodidad de los derechos sino el valor de la responsabilidad, el trabajo y el emprendedurismo. Pero además, hay un malestar generalizado, algo así como una frustración, que en Brasil se manifiesta con inusitada fuerza desde las manifestaciones de 2014. Esta “crisis frustracional” (si se me permite el invento lingüístico) actúa desde tres componentes como un “trípode desestabilizador” que jerárquicamente se ordena así: primero, la inseguridad, aparentemente incontrolable; segundo, la corrupción institucionalizada; por último, la crisis económica.
La frustración es el resultado del sentimiento de indefensión en seguridad, de irreversibilidad en la corrupción y de ausencia de alternativas para la economía. El incremento de las “clases medias” genera nuevas expectativas y requiere nuevas respuestas en seguridad, transparencia en los manejos de las cuentas públicas y visualizar que se toca a los poderosos y no sólo a los que están sacando la cabeza del pozo para pagar los costos de la redistribución.
La frustración se canaliza en tres aspectos centrales en una sociedad: el uso masivo de las sustancias psicoactivas, la violencia social espontánea u organizada (el fascismo, por ejemplo) y los fundamentalismos religiosos adoctrinantes. La derecha entendió esto y los poderosos cerraron filas con un supuesto político antisistema. Allí radica el discurso disruptivo que ha seducido y que nosotros no entendemos desde aquí: se coloca por fuera del sistema, aunque obviamente es parte de él, pero consigue manipular la frustración social mediante una suerte de “cruzada esperanzadora” con tres componentes: orden, fe y progreso. Orden, con el alineamiento de todo el aparato represivo del Estado, en una supuesta defensa de la vida y la seguridad –con muy buena aceptación popular: las Fuerzas Armadas tienen 55% de aprobación ciudadana–; fe, con una renovada espiritualidad basada en los movimientos religiosos protestantes, liderados por los militantes sectores pentecostales, que hoy ya son 30% del total de la población; por último, progreso, desde los sectores que siempre mantuvieron los resortes de la economía.
Alinear el trípode mano dura-fe-promesas de nueva economía es atractivo y gana adeptos en la región. Incluso en el republicanismo uruguayo se nota el endurecimiento del discurso de algunos oportunistas recién llegados, a los que sólo les falta alguna graduación militar para sentirse el Bolsonaro uruguayensis, y que incluso coquetean ofreciendo cargos políticos a connotados militares en actividad.
En cualquier caso, cuando veas las barbas del vecino arder, pon las tuyas en remojo. El Frente Amplio (FA) está en una coyuntura de no retorno y hay cosas que, sí o sí, tenemos que aprender de lo que está pasando para, críticamente, dar respuestas con nuestra propia cabeza a nuestros propios problemas. La izquierda debe dar respuesta a los problemas reales y a los problemas autopercibidos por la sociedad como los principales y orientar la respuesta, siempre, en dirección a la creación de una nueva sociedad. Y para hacerlo se debe levantar el punto de mira y pensar estratégicamente desde los problemas más o menos reales y/o autopercibidos, que siguiendo la experiencia de nuestro hermano mayor son: inseguridad, corrupción y crisis económica.
En Uruguay la inseguridad se vive como indefensión del “nada se puede hacer”. Hay que enfrentar esta frustración con medidas desde el Estado, como lo acontecido recientemente en Los Palomares y Complejo Quevedo, entre otros, donde se ve al Estado y sus funcionarios poniendo inteligencia, compromiso y valor para enfrentar exitosamente el poder paralelo de los delincuentes. A esto creemos que hay que sumarle el involucramiento ciudadano en el alerta ante la delincuencia en íntima relación con una Policía de cercanía y accesible a las redes de Whatsapp, en las que hay cada vez más ciudadanos. Desde la izquierda se debe promover la participación y organización popular, y esta no es la excepción.
En lo referente a la corrupción no hubo, en Uruguay, ningún esquema institucionalizado de corrupción como fueron el mensalão, el Lava Jato, Petrobras y otras maniobras institucionales de corrupción; esa es una gran diferencia. Pero hubo malas gestiones puntuales que, más por falta de inteligencia en su defensa que por su gravedad, amplificaron increíblemente estos tropezones. Pero no hay duda de que acá corre aquello de que hay que ser y parecer. Es mucho lo que tenemos para perder, así que, con afecto pero con firmeza, el “no aclare que oscurece” y dar un paso al costado es la seña de compromiso que todos esperamos, luego de que el Tribunal de Conducta Política del FA salvara la petisa con su resolución. Más claro: lo que no hizo la política por incapacidad, comodidad y conflictos afectivos de interés, lo hizo la ética. Nada excepcional: la política para los frenteamplistas debe ser la extensión del imperativo ético de pelear por una sociedad mejor.
En la economía tenemos que renovar los aspectos programáticos, reafirmando todo lo bueno que se ha hecho pero proponiendo un salto cualitativo en el rol del valor de lo público, la incorporación de la iniciativa privada y el desarrollo de cadenas de valor insertas en un mercado internacional impredecible. Ante la crisis, no alcanza con consignas. Sólo como ejemplo, es imprescindible desde el FA, y no sólo desde el gobierno, poner el foco en la situación del campo (como es denominado por sus cultores), proponer un modelo de Uruguay como proyecto político y no con la falaz división campo-ciudad que responde en términos históricos hegemónicamente a los sectores que se han beneficiado históricamente de la renta del campo.
La izquierda uruguaya –con su síntesis posible, el FA–, reserva y decana de la izquierda continental, tiene un gran desafío por delante: redimensionar todo lo hecho, hacer la autocrítica de errores, tomar las medidas imprescindibles, le duela a quien le duela. Desde el análisis crítico de la experiencia del progresismo se debe reconstruir una propuesta de izquierda inspiradora para las grandes mayorías que contenga tres ejes conceptuales: la construcción de un modelo socioeconómico alternativo, con promoción de todos los derechos humanos, y garantía de que quienes gobiernen lo hagan en base a los valores del compromiso con la transformación social, al servicio del Estado y no sirviéndose de este.
Leonel Briozzo fue subsecretario de Salud Pública.