En la letra de una bella canción de los años 70 llamada “Acorda, amor”, Chico Buarque decía que los militares invadían su sueño y lo atrapaban. Desesperado, Chico contaba la pesadilla, y a medida que transcurría la música percibía que lo sucedido era realidad y no sueño.
Me acordé de esa canción llena de metáforas y medias palabras cuando me crucé con una manifestación a favor de Bolsonaro en la principal avenida de la ciudad en la que vivo. En la movilización había varias cosas bizarras, como un camión del Ejército llevando un montón de gente excitada, gritando y moviendo los brazos. También vi personas de clase media alta, con sus camisetas de la selección brasileña. Eran, sin duda, la personificación del estereotipo de la “reacción” manifestándose en la avenida.
Personas como esas son, según mi modo de ver, el “núcleo duro” del electorado de Bolsonaro. Es un conjunto de electores profundamente ideologizados, de extrema derecha, muy ruidosos, guiados por la “defensa del orden” (basada en la tradición, la familia, la prosperidad, y profundamente en contra de las conquistas de las mujeres y de las minorías, como la LGTB+). Sin embargo, no es el conjunto mayor. El grueso de los electores de Bolsonaro se compone de trabajadores que vieron en ese personaje un camino para escapar de las contradicciones del sistema representativo; rechazan la captura de la polis promovida por el capital y quieren una salida rápida.
Esa gente tiene todas las razones para tener prisa, vale acotar. Hoy las personas pierden sus derechos más que antes. En las periferias urbanas y rurales aquellos que matan están matando más; la escalada de violencia es gigantesca. Frente al progresivo deterioro de la vida, desean que ocurra un cambio profundo en el sistema político-institucional.
Desde las manifestaciones de 2013 hasta ahora es cada vez más evidente que el sistema político institucional pasa por una crisis de hegemonía. Ese legítimo deseo de reconfiguración de la política y de repudio a lo que se entiende genéricamente como “vieja política” o realpolitik no se manifiesta solamente en Brasil; es algo que se ve en todo el mundo.
Esta no es una “crisis de representación”, como algunos dicen por ahí. No se trata, tampoco, de antipolítica, porque la población todavía entiende la política como un medio de transformación del país, aunque esto signifique, en la práctica, apoyar a fascistas.
Esta crisis político-institucional y la crisis del sistema capitalista son caras diferentes de la misma moneda, están imbricadas. Entre otras razones, esto sucede porque el Estado, como institución superior de la política representativa, está enteramente subordinado al capital, es un “funcionario ejemplar” de este. El capital precisa reorganizar su bloque de poder de manera brutal, de modo de aplazar el avance de la organización de “los de abajo”. Esa reorganización puede significar rupturas institucionales, como golpes de Estado, pero también puede producirse mediante la elección a presidente de un personaje fascista que defenderá los presupuestos económicos ultraliberales hasta el fin.
Bolsonaro en Brasil, Donald Trump en Estados Unidos, entre otros, consiguen capitalizar el sentimiento anti sistema político de la población, pero en la práctica defienden el mismo sistema opresor contra el que se manifiestan retóricamente. En sus discursos, combaten a los corruptos y a los corruptores, pero en la práctica no sólo defienden a esos mismos corruptos y corruptores sino que estos forman parte de su grupo. Y tienen un componente carismático, como todo fascismo.
El joven y brillante profesor e investigador Lucas Patschiki sostiene que el fascismo nace junto con el imperialismo y que su objetivo principal, además de implementar una serie de contrarreformas que quitan derechos y comprometen los avances históricos arduamente conquistados por la clase trabajadora, es quebrar completamente la organización de esa misma clase dentro de los límites nacionales.
Entonces, Bolsonaro es alguien que se presenta como subversivo, pero que en realidad es un lacayo del sistema, una marioneta; paradójicamente, se trata de un subversivo sin subversión, de un anti sistema conservador. Su elección significaría la pena de muerte para mucha gente.
Le corresponde a la izquierda denunciar a estos falsos subversivos y presentar alternativas viables para la crisis. Es un trabajo arduo, que también significará, en Brasil, la defensa del resultado de la elección. En esta época de semilegalidad instaurada por el golpe de 2016, corremos el riesgo de que las elecciones no se respeten otra vez y de que se concrete un nuevo golpe, esta vez de carácter militar. El gran capital no golpeó al Estado brasileño en 2016 para ahora, solamente dos años después, permitir que se implemente un programa político-económico progresista.
No veo otro medio para fortalecer la lucha que no sea la unidad. Unidos encontraremos respuestas que superen las aporías de nuestra realidad actual; tendremos más fuerza para luchar contra la corrupción que permea los partidos, las ideologías, los poderes y las instituciones; tendremos fuerza para luchar contra el fascismo, y vislumbraremos mundos nuevos e infinitas posibilidades de renovación del sistema político y de fortalecimiento de la democracia.
João Elter Borges Miranda es profesor de Historia.
Una versión más extensa de esta columna se publicó en Outras Palavras. Traducción: Natalia Uval.