Dios, familia y propiedad. En Brasil, donde la bolsa bajaba cada vez que Lula subía en las encuestas, el capitán Jair Bolsonaro, apadrinado por lo peor de una sociedad enferma, se encamina con paso firme rumbo a la presidencia. El denominado “centro” político se desangra. Las camisas pardas desfilan triunfales en la vieja y culta Europa y en la joven y fértil América. Sí, en nuestra América.
La extrema derecha crece, se fortalece, se legitima. Mientras, la izquierda persiste en el intento de ganar al centro. Corre a su encuentro de brazos abiertos, pero ese centro se derechiza cada vez más. Está cada vez más lejos, es como el horizonte. El desmesurado esfuerzo de Lula y su Partido de los Trabajadores (PT) por mejorar la sociedad se limitó a cambiar las condiciones materiales en que vivían millones de brasileños. Pero el costo de los pactos que hizo el PT para llegar y mantenerse en el gobierno fue muy alto, tanto que el mismo proyecto de cambios quizá no sobreviva la debacle.
En cuanto a la propiedad de los bienes terrenales, su concentración hoy asusta y será peor mañana.
En algunas culturas asistimos a una despiadada lucha de clases que por momentos mostró lo que llaman “empate hegemónico”; conservadores y progresistas llegaron a una suerte de equilibrio de poder. El campo progresista supo ganar terreno y gobiernos, con él se ampliaron los derechos, mejoraron los niveles de vida de la sociedad, pero se respetó la propiedad privada y la libre empresa. La derecha acumuló más poder económico, desarrolló de la mano de las nuevas tecnologías un formidable poder comunicacional, cooptó una parte importante de la Justicia, preservó el aparato represivo de los cambios progresistas y, además, impuso su relato. Ese que pretende que la corrupción es cosa del “populismo” y no del sistema.
Las iglesias evangélicas prometen “soluciones ya” para nuestras vidas miserables. Los milagros se compran barato. Los pastores ofrecen contención y comprensión en situaciones de contexto crítico. Por sólo 10% agregan milagros que todo lo solucionan. El retrato de don Carlos Marx parece sonreír. Aunque el papa Francisco tenga gestos significativos: santifique a Óscar Romero, le mande un rosario a Milagro Sala y enfrente lo más podrido de una institución milenaria que se tornó parte imprescindible del poder. “La religión –sí– es el opio de los pueblos”. Durante 1.500 años la iglesia católica condenó –en su prédica– la acumulación de riquezas. En su práctica fue abandonando la condena muy rápidamente. La reforma religiosa del siglo XVI transformó al trabajo en una forma de honrar al Señor.
En octubre de 1517, Lutero, un fraile agustino alemán, profesor de la Universidad de Wittenberg, con una sólida formación en teología y sagradas escrituras, expuso sus famosas 95 tesis. Literalmente, las clavó en la puerta de una iglesia. Pronto alcanzaron una gran difusión, teniendo en cuenta los medios de la época. Mucho después, en 1905, en un libro fundamental, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber llega a la conclusión de que la religión protestante promueve la construcción del capitalismo.
Hoy asistimos al avance de esas ideas fundamentalistas y funcionales al capital, tanto que el poderoso pastor brasileño Edir Macedo afirma: “Las leyes de Dios están por encima de las leyes de la república”. Las iglesias protestantes, que exaltaron el trabajo duro y la dedicación al mundo de los negocios, muchas de las cuales son grandes empresas y hasta multinacionales, irrumpen en la política cargando el debate de ignorancia, miedo y odio.
Pero la historia es compleja. La imprenta, en aquellos tiempos una invención reciente, hizo posible que las tesis de Lutero se difundieran por toda Europa. La Reforma protestante propuso la lectura directa de la Biblia, y eso promovió que las personas aprendieran a leer. Antes de la Reforma, la lectura y, sobre todo, la interpretación de las Sagradas Escrituras eran monopolio del clero.
Si la iglesia católica tuvo una estrategia de poder asociada a las casas reales europeas, hoy las iglesias pentecostales se financian mediante el pago de diezmos, primicias y donaciones, así como mediante inversiones en la bolsa de valores y diversos negocios, como el mercado inmobiliario y el negocio de las telecomunicaciones.
Los evangélicos proponen alcanzar el cielo en la tierra. Todas las religiones, sin importar su denominación, han estado ligadas al poder y han sido uno de los instrumentos de la dominación; la cruz, la espada y el dinero han formado una alianza indisoluble a lo largo de la historia. Todas las iglesias han tenido sus mártires y apóstoles. La cercanía a los pueblos y compartir el pan y el dolor con los humildes han sido características de muchos creyentes. Pero el papel institucional de las iglesias fue funcional al “poder” y termina siendo un poder real y consolidado.
David Rabinovich es periodista.