En 1968 el mundo estaba en ebullición. Cambios acelerados y la noción de que todo podía cambiar rápidamente sacudían muchas áreas a la vez, desde la economía hasta la cultura (y, en esta, desde la sexualidad hasta el arte). Los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial inventaban diversas maneras de ser jóvenes que, en el marco de una incipiente globalización y pese a importantes diferencias, esbozaban un “nosotros” inédito. Entre la terrible naturalización de la violencia política y las reacciones pacifistas sabemos quién ganó la pulseada: en América Latina, sin ir más lejos, poco después comenzaron largas dictaduras terroristas. Pero en otros terrenos los cambios abrieron camino a nuevas formas de conciencia y de relación con el mundo; a otras maneras, por ejemplo, de ser mujer o de ser izquierdista. Sin embargo, medio siglo después, hasta los más jóvenes de aquellos jóvenes son ya veteranos. ¿Qué podemos aprender, rescatar o rechazar, ahora, de lo que vivieron? Por ahí explorarán las notas de Dínamo en este mes de mayo, que quedó como símbolo del simbólico 68.


Para Jorge Ramada, a la memoria de Jorge Salerno.

Todos los 68 fueron distintos y todos se parecieron, porque sus protagonistas se sabían y sentían parte de una inédita rebelión estudiantil internacional. Ella marcó uno de los jalones en un cambio de época en la cultura y en las costumbres. Fue una inspiración para los dos movimientos sociales más genuinamente progresistas y transformadores de la segunda mitad del siglo XX, el ambientalismo y el nuevo feminismo. Pero, políticamente, la revolución en la revolución que pretendió alumbrar fracasó sin levante.

Ha sido comparada con las revoluciones europeas de 1848, esa “primavera de los pueblos” que barrió con varios regímenes reaccionarios. Aunque pocos meses después habían vuelto al poder gobiernos de similar estirpe, el 48 fue el año uno del largo y tortuoso proceso democratizador de Europa Occidental que, con protagonismo principal de movimientos y partidos obreros, conquistó la república basada en el sufragio universal y construyó el Estado de bienestar social, floreciente hacia 1970 y hoy en pleno retroceso.

Ese “ciclo del 48”, como lo caracterizó el gran historiador José Luis Romero, no parece encontrar paralelo evidente en lo que el 68 generó a escala internacional, pero sugiere una visión del acontecer uruguayo como año uno de un proceso que ha llegado hasta hoy pero es ya el ayer.

En el origen de un ciclo largo

En 1968 hacía diez años que el “segundo batllismo”, asociado a la figura de Luis Batlle, promotor de la industrialización y la distribución, había desembocado en una crisis económica y en la derrota política. Los siguientes gobiernos buscaron salidas disminuyendo el papel del Estado y fomentando la ganancia empresarial, sin alcanzar demasiados éxitos. La llegada a la presidencia de Jorge Pacheco –por el fallecimiento de Óscar Gestido, de quien era vicepresidente, en diciembre de 1967– marcó el inicio del proyecto de terminar con el batllismo aun al precio de avasallar legalidades y libertades. El 68 pachequista fue el año uno del golpe de Estado por etapas que culminaría en junio de 1973, la mayor victoria histórica de la derecha uruguaya.

Fue también el año uno de un proceso mucho más largo, en el que la resistencia al pachequismo del movimiento popular, vertebrado por gremios obreros y estudiantiles, alumbraría apenas dos años después –en la convocatoria de octubre de 1970– el nacimiento de una fuerza política que, andando el tiempo, alcanzaría la mayor victoria histórica de la izquierda uruguaya, al llegar al gobierno para revitalizar el papel batllista del Estado como escudo de los débiles.

En las instancias iniciales de la resistencia, los primeros lugares de lucha estuvieron poblados de estudiantes. Los inspiraban las noticias del Mayo Francés y el heroísmo de los estudiantes brasileños que, a comienzos de 1968, revivieron la movilización civil contra la dictadura militar, así como los conmovería la masacre de estudiantes mexicanos en Tlatelolco durante octubre del mismo año. Pero los movilizaba sobre todo el rechazo a la represión como instrumento para imponer una política. Si históricamente los movimientos estudiantiles han levantado variadas banderas, su compromiso con la libertad ha reaparecido una y otra vez. En aquel año el estudiantado uruguayo tuvo “la gloria dolorosa de tres muertos”, como escribió Carlos Quijano a poco de finalizado el 68 en su homenaje a la resistencia.

La inspiración que significó ese sacrificio para postergar perfilismos en aras de construir alternativas la subrayó Juan José Crotoggini, el 26 de marzo de 1971, al calificar al acto inaugural del Frente Amplio (FA) de “plebiscito en la alegría”, como el entierro de Líber Arce había sido un “plebiscito en el dolor”.

Una tradición que marcó el camino

En la resistencia al pachequismo, la unidad obrero-estudiantil ascendió un peldaño y se consolidó como una tradición profunda de la sociedad uruguaya. Constituyó un rasgo inusual en el 68 internacional, donde la convergencia de trabajadores y estudiantes fue muy buscada pero, en general, poco lograda. En Uruguay ya era una realidad varios años antes y había sido preparada por décadas de trabajo en pro de la unidad en la diversidad, pues fueron muy variadas las corrientes políticas e ideológicas que convergieron, con mayor o menor buena voluntad, en ese proyecto. Recién a mediados de la década de 1960 se hizo realidad la CNT, lo que hoy es el PIT-CNT, “un solo movimiento sindical”, como se proclamó con audacia al reconquistar la calle en las postrimerías de la dictadura.

Mirado desde este lejano presente, la creación de la CNT entre 1964 y 1966, el auge de las movilizaciones obreras y estudiantiles en 1968 y 1969, la gestación del FA durante 1970 y su nacimiento formal a comienzos de 1971 constituyen un único proceso de singular velocidad.

El desdibujamiento reciente del movimiento popular como tal es uno de los varios indicios de que un ciclo largo puede estar cerca de su agotamiento. Claro que es menos difícil coordinar en la resistencia y la oposición que cuando se trata de gobernar y construir, sobre todo cuando se ha terminado esencialmente la tarea de reconstruir y toca edificar lo nuevo.

No es fácil que la unidad obrero-estudiantil recobre el protagonismo de ayer. Pero no es de descartar que vuelva a sorprender, como lo ha hecho tantas veces con los observadores externos de nuestro acontecer. La afiliación sindical se ha multiplicado, el acceso a la educación –incluso terciaria– también. Muchos jóvenes y no tan jóvenes tienen problemas similares, pues son trabajadores que estudian o querrían estudiar, que necesitan estudiar para poder trabajar dignamente. Quizás allí surjan movilizaciones que, aun sin saberlo, revivan una de las más generosas banderas del 68 internacional: no hay gente que tenga que quedar al margen de la educación superior, las universidades no pueden ser, de hecho o derecho, coto de minorías.

Esa bandera probablemente no será levantada por el gobierno anfitrión de la próxima Conferencia Regional de Educación Superior, a realizarse este junio en Córdoba. Pero está presente en la mejor historia del Movimiento Latinoamericano de la Reforma Universitaria, iniciado por la insurgencia de los estudiantes cordobeses de 1918. Ese movimiento fue el principal precursor de la rebelión estudiantil internacional de 1968.

El espíritu del 68

La revolución en la revolución que el 68 quiso tuvo significados altamente diversos según quienes los enunciaran, e incluso cambiantes para las mismas personas. Mi visión no puede ser sino muy parcial y subjetiva. Está teñida por mi pertenencia a la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU) que, durante la segunda mitad de los años 60, fue mi familia ampliada y mi escuela de militancia.

En aquel año formé parte de lo que transitoriamente se denominó “los independientes radicales”. Como otros, quisimos contribuir a convertir la resistencia en revolución. Nos obsesionaba asegurar que ello no desembocara en un estalinismo que, por entonces, veíamos –equivocadamente– como una aberración propia del caso inicial en la construcción del socialismo. Unos cuantos dedicamos el verano post 68 a analizar la Revolución de Octubre, estudiando a Lenin y a León Trotsky, a Isaac Deutscher y a EH Carr. Por mucho que estudiásemos, no podíamos sino fracasar. Nuestra escasa experiencia y formación nos hizo cosechar más derrotas que las inevitables. Pero aportamos nuestro granito de arena a algunos aciertos significativos. Dos serán evocados aquí.

Una semana después del asesinato de Líber Arce, militante estudiantil y de la Juventud Comunista, la Unión Soviética invadió Checoslovaquia. Fidel Castro la apoyó. La derecha, por supuesto, la condenó, como no lo hacía con el martirio infinitamente mayor que Estados Unidos le imponía a Vietnam. ¿Qué debía hacer la FEUU? Por unanimidad, su Consejo Federal decidió reprobar la invasión, fundamentando su posición en un documento que afirmaba la vinculación indisoluble entre el socialismo y la libertad. Esa era la opción revolucionaria característica del 68. No pocos la fueron abandonando en años posteriores, cuando la lógica de las armas tendió a primar sobre las armas de las ideas. Pero aquella neta decisión, basada en el pronunciamiento de masivas asambleas, salvó el honor de nuestro movimiento popular. Cuando en 1989, 200 años después de la toma de la Bastilla, la caída del Muro de Berlín marcó el final de otro autoritarismo, pudimos sin vergüenza retrospectiva compartir la alegría de la gente que lo había tumbado y respiraba una bocanada de libertad. El 68 se ubicaba claramente del lado no de quienes construyen bastillas y muros, sino de quienes los derriban. Pierde su alma toda izquierda que lo olvida y vacila a la hora de defender las libertades. Probablemente la condición humana haga imposible la sociedad justa propuesta por el socialismo clásico. Pero la fuerza de los hechos demuestra que intentar avanzar en esa dirección por vías antidemocráticas conduce vez tras vez al fracaso.

Tampoco nos equivocamos cuando, desde fines de 1970, empezaron a aparecer más bien silvestres los comités de base que se multiplicarían como hongos durante 1971, en un notable fenómeno de fervor participativo. Mirados con desconfianza por casi todas las direcciones partidarias, acostumbradas a entender los frentes como alianzas de cúpulas, esa extraordinaria innovación institucional enraizó al FA en la población, garantizando su supervivencia primero y su unidad después, pues la gente llegó a ser antes frentista y después de tal o cual sector. En ese auge, transitorio como todos los fenómenos profundos de democracia directa, era habitual encontrar a jóvenes recién formados en la militancia estudiantil actuando como dinamizadores de los comités de base. En ellos reaparecía el participacionismo radicalmente democrático, lo mejor del espíritu del 68.

Hoy es ya mañana

Ese ayer ya fue. Las fuerzas cuestionadoras del orden existente enfrentan, en todo el planeta, desafíos bastante distintos y acaso mayores que los de medio siglo atrás. Para ellas el 68 internacional tiene, a lo sumo, una sola lección: conviene pensar con cabeza propia para atreverse a innovar sin imitar, aun a riesgo de errar.

Las izquierdas conservan cierto vigor en partes pequeñísimas del mundo, entre ellas Bolivia y Uruguay en América Latina; la decadencia ya ha golpeado a muchas y acecha sin excepción a todas las que no se reformulen en profundidad, ética y programáticamente. Es tarea cuyo protagonismo corresponde a militancias realmente jóvenes, con formas propias de organizarse, expresarse, aprender y luchar.

En la segunda mitad de los 60, cada año nos acercábamos a quienes ingresaban a la facultad para invitarlos, con éxito modesto, a las reuniones sabatinas de nuestra agrupación. Un sábado, el salón de siempre se desbordaba como nunca. “¿Y esta multitud?”, preguntó asombrado un concurrente habitual. Aunque no supimos darla en ese momento, la respuesta pronto se haría evidente: había llegado el 68. Desde entonces no se ha horadado una certeza que es mi principal testimonio: vendrán generaciones militantes de obreros y estudiantes mejores que todas las hasta ahora conocidas. Quizá ya estén llegando y preparándose para tomar las riendas de un nuevo ciclo largo de cambio en el cambio. Ojalá llegue a ver sus inicios.

Rodrigo Arocena es doctor en Matemática y en Estudios del Desarrollo; fue rector de la Universidad de la República.