La campaña de reforma constitucional lanzada esta semana por el senador nacionalista Jorge Larrañaga es un gran desacierto por las propuestas que plantea, pero merece cuestionamientos de igual o mayor gravedad por el procedimiento elegido y por el mensaje político e ideológico que transmite.
Desde el punto de vista de los contenidos, se trata simplemente de una reincidencia en viejos criterios que no han dado ni pueden dar resultado. Reitera un enfoque simplista e insuficiente de la cuestión de la seguridad pública, que apuesta por períodos más largos de prisión, menores garantías y empleo de militares para tareas que no les corresponden, para las que carecen de preparación y en las cuales, por su formación para el combate a muerte en escenarios bélicos, las consecuencias de su intervención pueden ser muy lamentables. La experiencia en nuestro país y en otros indica con claridad que ese camino conduce al fracaso.
En lo que tiene que ver con las formas, el proyecto de Larrañaga intenta eludir las normas constitucionales para la aprobación de leyes y tomar un atajo indebido, por el costado del sistema partidario y de las elecciones nacionales. Hace trampa.
El texto que se quiere plebiscitar agregaría a la Constitución una serie de “disposiciones transitorias”, para darles vigencia inmediata a proyectos de ley que Larrañaga ya presentó, sin éxito, en los últimos años. El martes, en el acto de lanzamiento de la campaña, el senador dijo que la mayoría parlamentaria del Frente Amplio ha bloqueado la aprobación parlamentaria de propuestas para “combatir la delincuencia”. Ahora ensaya una artimaña para hacerlas aprobar sin mayoría parlamentaria.
Como debería haber aprendido Larrañaga en la Facultad de Derecho, que le dio un título de abogado, la Constitución uruguaya no habilita que se legisle directamente por voto popular. Esto no es por casualidad o descuido: la tarea de aprobar leyes sólo corresponde a las personas propuestas para eso por los partidos que sean elegidas, cada cinco años, por la ciudadanía. Es un principio básico de respeto a los legisladores, al Parlamento que integran y a la deseable interacción constructiva entre quienes representan allí a distintas orientaciones políticas. Esto otro es presentarles a los votantes, en el calor de una campaña, una opción por sí o por no, sin posibilidades de modificación, para que quede grabada por quién sabe cuánto tiempo en el duro mármol constitucional. Es el tipo de apelación sin intermediarios a “la voluntad de la gente” que se llama, propiamente, populismo.
La iniciativa tiene, desde ya, otros efectos negativos. Por un lado, refuerza la ilusión de que la problemática del delito y la violencia puede resolverse a lo bruto, y esto obstaculiza el avance de políticas de seguridad más inteligentes. Por otro lado, el corrimiento hacia rancias posiciones conservadoras por parte de Larrañaga, a quien muchos vieron hace tiempo como una promesa de progresismo en su partido, le deja espacio a la verdadera derecha blanca para presentarse como si fuera una opción moderna, racional y moderada: la ayuda a disfrazarse.