Llama poderosamente la atención cómo la discusión sobre los proyectos y alternativas que rodean la instalación de la segunda planta de UPM se ha centrado en la ecuación económica, más que en otras cuestiones de similar importancia. Obviamente, cualquier inversión de este tipo ha de tener una multiplicidad de estudios de viabilidad económica que la sustenten; sin embargo, reducir su valoración a este aspecto parece, por lo menos, una falta de astucia. No es que la propuesta de UPM no sea una nueva gran oportunidad, una oferta tentadora que una economía como la de Uruguay debería aprovechar. Pero justamente, se trata de sacarle provecho, y no sólo económico, sino de índole estratégica para el desarrollo de la sociedad, del territorio, de las infraestructuras, de las ciudades, etcétera. Convertirla en mucho más que el negocio de unos pocos, o por poco tiempo, para impulsar nuevas dinámicas territoriales. Aquí es donde me preocupa demasiado el paréntesis en lo que debería ser una fermental discusión: parece que, resuelto el qué, ya no importa el cómo mientras los números cierren. Esto (amén de que pueda ser un reflejo del estado de nuestra cultura) parece un disparate mayúsculo y una afrenta a la participación ciudadana que tanto se ha defendido y propiciado en los últimos años, exista confidencialidad o no.
Pensar en la nueva UPM como una oportunidad para desarrollar infraestructuras descentralizadas, crear nuevas (como el controvertido puerto de aguas profundas), potenciar existentes en el interior y revitalizar asentamientos perimidos, generar nuevos corredores o contribuir a la ampliación de la matriz energética y su distribución en el territorio son algunas de las cuestiones que deberían entrar en el tablero de juego, con posibilidades serias de concretarse. En cambio, se ha optado por atravesar el territorio sobre un corredor existente, y llegar al puerto de Montevideo (como en tiempos de la colonia), atravesando el área urbanizada más poblada del país. Claro, esto parece más sencillo que elaborar y llevar adelante otra alternativa. Pero ¿a qué precio? Esta es la parte que no termina de incluirse en la balanza y que, aunque han surgido advertencias múltiples (incluidas tibias manifestaciones de los gobiernos locales y de gremios profesionales), el gobierno parece no querer escuchar, entusiasmado en no perder esta locomotora, resguardado en un inquietante silencio. El problema es que no es del privado de quien deberíamos esperar estas alternativas, sino justamente de los diferentes niveles de gobierno, si es que tienen verdadero compromiso con los derechos de los ciudadanos.
En el área metropolitana se trabaja desde hace años, con éxitos variados pero sostenidos, en la integración y mejora del ambiente urbano, sobre todo en Montevideo, donde más se sufrirá el impacto de este proyecto. Los planes de la ciudad han logrado algunos frutos importantes tanto para revalorizar el área central y repoblarla como por integrar a la dinámica y el ambiente urbano las áreas al norte y las que rodean la bahía, incluso combatiendo situaciones que, como una metástasis en el tejido, han generado el puerto y sus infraestructuras aledañas. Sin embargo, la Administración Nacional de Puertos y el Ministerio de Transporte y Obras Públicas parecen desconocer estas circunstancias y se arrojan, con el ímpetu de hace 100 años, a echar mano de todo lo que tienen a su alrededor para cobijar los anhelos de crecimiento y hacer espacio, a como dé lugar, a oportunidades como la de UPM. Hoy se plantea conquistar el espacio de maniobras de la Estación Central, otra vez a fuerza de impulso privado, sin que importe demasiado cómo esto condiciona el futuro de uno de los edificios más emblemáticos y de mayor calidad del país, y de un área que lentamente empieza a revitalizarse de pulso urbano. Ya se han apropiado de los predios sobre la rambla portuaria para utilizarlos como área de estiba, y la propia rambla se ha convertido en “área de operativa portuaria”, colapsando la dinámica urbana a la que contribuía en alguna medida dicho corredor, rompiendo para siempre el carácter implícito en su nombre. Montevideo estuvo al menos 50 años esperando para concretar la construcción de la rambla portuaria. Hoy, tanto habitantes como cruceristas recorren la Ciudad Vieja disfrutando del encanto del espacio urbano, de una ciudad que cobija, que mira al puerto y a su historia tanto como se lo permiten. Esto mismo podría estar ocurriendo, como ocurría, en los tramos de ciudad que las infraestructuras han asaltado. Sin embargo, nuestros gobernantes parecen ir en el sentido opuesto y a la velocidad de un tren, sin hacer mucho ruido, escuchando poco, con el firme objetivo de cerrar el acuerdo. Los planes del puerto siguen previendo su expansión a áreas aledañas, y la infraestructura se multiplica, afectando cada vez más los espacios urbanos, como si al otro lado de la valla sólo existiese terreno virgen (como en la colonia).
Ahora estamos detrás de un viaducto sobre la rambla Baltasar Brum que le permita al puerto extenderse hacia la calle Paraguay. ¿Será que es sobre los espacios urbanos que el puerto tiene que planificar sus crecimientos? La respuesta es obvia, entre otras cosas porque el suelo urbano es (también por una razón de costos) el más valioso. Con la picota sobre la ciudad, vamos en sentido contrario a lo que han hecho muchas ciudades del mundo, de ejemplar y consistente planificación, algunas de ellas desandando pasos. Nueva York, San Francisco, Rotterdam, Ámsterdam, Barcelona, Río de Janeiro, Valparaíso, incluso Buenos Aires, son casos de clara defensa del espacio urbano y de desarrollo portuario al unísono, y exitosos.
Montevideo no está preparada –nunca lo estuvo– para recibir un tráfico de carga como el que se pretende. Esto no se soluciona con los paliativos que se proponen para no congestionar el tránsito (que tampoco son gratuitos). La cuestión va mucho más allá: se trata de las condiciones del ambiente en el que vivimos y de la forma en la que nos integramos y participamos en la dinámica urbana, en que gozamos de nuestro derecho a la ciudad. La alternativa del crecimiento del puerto hacia el oeste es tan evidente como la inconveniencia de mantener las lógicas de “planificación” actuales, a impulso de los antojos del capital privado. El puerto debería considerar seriamente solapar sus dinámicas en altura, sobre su propio suelo, en lugar de buscar “soluciones” al borde, que afecten el suelo y la calidad urbana circundante.
En definitiva, sumado a la necesaria apertura del diálogo que el gobierno central parece querer esquivar con su silencio, sigue siendo una oportunidad mucho más provechosa para el país la consideración de una salida alternativa para UPM, al este o al oeste del territorio, potenciando o generando infraestructuras que pueden y necesitan ser revitalizadas, evitando afectar el desarrollo centenario de la ciudad puerto. Esa parece ser una apuesta sensata de un gobierno comprometido con su ciudadanía. Y si esto no es posible, quizá sea el momento de aceptar el no como mejor salida.
Despejado este asunto, al gobierno local le compete también defender con mayor firmeza el derecho de los montevideanos a su ciudad, independientemente de quién esté del otro lado de la valla, mostrando con trazos rojos las líneas donde el puerto no puede desembarcar, retomando la lógica del borde integrador y de contacto por sobre la frontera como límite marginante, propiciando el arribo a caminos deseables para el desarrollo de todos.
Javier Márquez es arquitecto.