Hay muchos países de América Latina que, sin condiciones para competir en el Mundial de fútbol, no quieren quedarse fuera de las cámaras. Poco antes del comienzo del torneo, Guatemala fue noticia por la erupción del Volcán de Fuego, que volvió a hacer evidente la vulnerabilidad de la población, agravada al máximo nivel por la inoperancia del gobierno para atender la crisis. Nicaragua lleva semanas en los titulares por la sangría que han sufrido los opositores a Daniel Ortega, quien, a pesar del repudio que recibe dentro y fuera de sus fronteras, sigue viéndose, por desgracia, muy cómodo en el sillón de revolucionario devenido asesino. México, aunque sí está en el Mundial y ha tenido un desempeño superior al de ocasiones anteriores, lleva tiempo acaparando focos por la saña de los narcotraficantes para ejecutar a cualquiera que se oponga a su expansión –fenómeno inminente a estas alturas– y por las elecciones presidenciales que están próximas.
Semanas después, cuando la atención global apunta a otros hechos y los damnificados de las catástrofes continúan en condiciones iguales o peores, la solidaridad internacional mengua y la desgracia termina imponiéndose, otra vez, como modo de vida de millones de personas. La región vuelve a la palestra y como buenos vecinos, en conjunto –pues se suman El Salvador y Honduras–, comparten reflectores con alguien que garantiza todas las miradas: Donald Trump.
La cruzada antiinmigratoria que le resultó excelente carnada electoral a Trump, y con la que parece apuntar a las elecciones presidenciales de 2020, volvió a explotar ahora con su decisión de separar de sus hijos a los adultos con estancia ilegal en el territorio estadounidense, “albergando” a los niños en centros de detención bajo condiciones deplorables. Esto no es novedad –es una práctica que lleva años realizándose–, pero salió a flote a raíz del reporte de un periodista con buenos contactos que dio paso, como es habitual en esta época (en la que es prudente desconfiar hasta de las fotos del celular propio), al amarillismo, dado principalmente por la manipulación de imágenes.
Se demoniza una vez más al presidente estadounidense pero, aunque cualquier agravio que pueda atribuírsele estará bien endilgado –porque lo merece–, él no es el principal responsable, sino que actúa en forma reactiva. En cambio, los que sí tienen conexión directa con el tema, y no como algo actual sino de siempre, son los gobernantes y sobre todo los empresarios de cada una de las naciones involucradas.
Los primeros, que en la mayoría de los casos han llegado desde partidos de cartón hechos a la medida del bolsillo del financista, por haber adquirido un compromiso con el pueblo que los eligió, pero que, al verse ganadores, resulta que nunca tuvieron planes de gobierno y que, como oportunistas al servicio de la clase dominante, terminan gobernando por y para ellos. No se olvide aquí a la clase dominadora emergente: el narcotráfico; ahora es la que financia a los políticos que prometan gobernar a su favor, pues el negocio tiene a Centroamérica y a México como cuello de botella para llevar la droga en dirección norte hacia el paraíso del consumo.
Y ni hablar de los empresarios regionales. Estos siguen concibiendo el mundo según el patrón feudal que mantiene a buena parte del continente bajo el modelo de república bananera, y actúan con voracidad para obtener un margen absoluto de ganancias: ellos jamás van a conformarse con 95% o 98% de beneficios; en cambio, buscan agotar las ubres de la vaca hasta hacerla morir en el marasmo.
Si no fuera porque la clase dominante de cada país se apropia de los recursos y de las ganancias sin tener visión de conjunto (y sin pensar tampoco en que los recursos son finitos para ellos mismos), no habría diáspora hacia el norte y nada de esto existiría.
A la hora de graficar esto como un círculo vicioso, tendría que componerse de varios elementos: empresarios voraces; financistas oscuros; políticos corruptos que deben pagar favores; gobiernos sin políticas sociales; exclusión y pobreza; migración como forma de supervivencia, entre otros. ¿Hay un eslabón por el que pueda romperse esta cadena de miseria? Quiero pensar que sí, pero sólo mediante un proceso largo y que requiere una clase dirigente consciente de que el círculo es autodestructivo, pues al final no respetará estratos sociales ni bonanza económica. Y ninguno de los actores de arriba parece interesado en deshacerse de la vaca que les proporciona carne, leche, queso e incluso huevos, mientras que los pobres de al lado mueren de hambre.
Leonel González de León es médico y escritor guatemalteco.