Balance y perspectivas de los progresismos

Avances sociales, reformas estructurales, cambios culturales. Fin de ciclo, derrotas, parates, fracasos puntuales, continuidades. Se puede caracterizar de muchas maneras la suerte de los progresismos de la región en el siglo XXI. El propio término “progresismo” no tiene una definición unívoca, como tampoco es clara su relación con las izquierdas. Este mes, en Dínamo, nos abocaremos a realizar balances del período que sirvan de base a nuevas concepciones y propuestas de transformación social.

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Ya a la vuelta de la historia, cuando los momentos más emblemáticos del período reciente vienen a la memoria atados al “dolor de ya no ser”, se impone una reflexión sobre lo que dejó el “ciclo progresista”; sobre los cambios y las permanencias. Propongo en esta nota apenas algunos apuntes, sin ninguna intención de taxatividad; hipótesis que requerirán investigación y más reflexión para reformularlas, convalidarlas o directamente refutarlas.

En primer lugar, un encuadre histórico. Se trató de una ventana de oportunidad en la historia en la que coincidieron algunos factores que hicieron posible un proceso de la magnitud del que vivimos. Por un lado, una larga historia de acumulación política que tuvo formas diversas, a veces mediante partidos políticos en alianzas sociales (Uruguay, Brasil), a veces movimientos sociales que saltaron a la arena política (Bolivia), en otras liderazgos personales que aprovecharon estructuras y acumulaciones políticas o sociales previas (Argentina, Ecuador). Esa acumulación tuvo un punto de inflexión importante como consecuencia de la crisis de los modelos neoliberales que implosionaron, con su saga de miseria, inestabilidad política y destrucción de capacidades productivas, sobre fines de los 90 o los primeros años de este siglo. Pero fue el contexto económico global el que generó las condiciones necesarias. Altos precios de los productos primarios de exportación (petróleo, minerales y metales, alimentos), bajas tasas de interés e importantes flujos de inversión extranjera directa, que significaron una enorme transferencia de recursos a la región, la que a su vez, con una amplísima gama de políticas, y a diferencia de anteriores coyunturas favorables, fue redirigida a los sectores más vulnerables e históricamente postergados: las masas de trabajadores urbanos y rurales, especialmente los trabajadores precarios, los indígenas, las mujeres, los afrodescendientes.

Transformaciones políticas y permanencias estructurales

En primer lugar, este proceso implicó una enorme repolitización, especialmente de algunas sociedades altamente descreídas de la política como herramienta de cambio (Argentina, Bolivia, Ecuador). Las sucesivas revalidaciones electorales y la impresionante capacidad de movilización demostrada en estos 15 años por las fuerzas de cambio dan cuenta de ese aspecto. En muchos casos surgieron nuevos movimientos políticos; en otros, se reorganizaron movimientos anteriores, pero en casi todos las opciones políticas asociadas a la transformación social sintonizaron con amplias mayorías, como no lo habían hecho jamás. Y si bien ahora, a la vuelta de la historia, todo esto suena como una alegría lejana, lo cierto es que en casi todos lados las opciones de izquierda que gobernaron hasta hace poco son ahora opciones viables para volver a gobernar en cualquier oportunidad, a diferencia de lo que pasó históricamente. En Brasil, el Partido de los Trabajadores (PT), expulsado del gobierno no por el voto popular sino de manera irregular, es el partido más importante, con mayor intención de voto y con el candidato que por lejos ganaría las elecciones, aun estando preso. En Chile, la alternancia es permanente y no sería extraño que volviera alguna reformulación de la Nueva Mayoría, y en Argentina el retorno de “Ella” es una posibilidad latente que aterra y unifica a todos los grupos que conforman la actual coalición de gobierno. En los países en los que aún gobierna la izquierda, como Uruguay y Bolivia, si bien es indudable que sus opciones electorales se han resentido, aún siguen siendo los partidos o movimientos políticos más importantes, más allá de que su mayoría absoluta esté en peligro.

Pero en el campo de las odiosas permanencias, pareciera que la corrupción responde mucho más a profundas causales en las estructuras políticas, sociales y culturales que a las orientaciones políticas e ideológicas de los gobiernos. Así, el ranking regional de la corrupción se mantuvo prácticamente incambiado, con países de históricos bajos niveles de corrupción (Uruguay, Chile) que mantuvieron, aunque no sin máculas, su sitial de privilegio, y estados históricamente caracterizados por escandalosos niveles de corrupción que mostraron cómo esas prácticas transversalizaron a todas las fuerzas políticas y también sociales (en orden creciente de escándalo: Argentina, Brasil, y allá lejos, Venezuela). Quizás, aunque no tengo información como para asegurarlo, podría ser Bolivia un ejemplo de transformación en este sentido.

Por otra parte, un cambio de signo negativo y de profundas consecuencias futuras es la ruptura del binomio o asociación conceptual entre izquierda y democracia que caracterizó al período de acumulación social y política posdictaduras en buena parte de la región. Se trató de un ejemplo de retroalimentación positiva, de simbiosis, se podría decir. Por un lado, las organizaciones de izquierda, tras la traumática experiencia dictatorial en casi toda la región, revalorizaron la democracia y la incorporaron como parte esencial de su pensamiento y de su acción política, más allá de que algunas de ellas ya la tenían incorporada con anterioridad. La democracia dejó de ser “formal” o “burguesa” por definición y pasó a tener aspiraciones de “participativa”, “radical” o “avanzada”. Es que la experiencia histórica permitió entender que los derechos individuales, la separación de poderes y las elecciones competitivas no necesariamente eran estratagemas para limitar la capacidad de transformación social y preservar un orden injusto, sino que podían ser herramientas fundamentales para la organización, la acumulación de fuerzas y la impugnación de ese mismo orden. Así, las izquierdas regionales desde los 80 incluyeron a la democracia como idea de transformación social, y trabajaron para defenderla de los embates autoritarios de los noveles gobiernos posdictaduras. En esa simbiosis, la izquierda permitió que la democracia trascendiera la corrección política de los discursos de las élites y se densificara en contenidos que iban más allá de las elecciones cada cinco años; que se pintara de pueblo, se llenara de calle. Pero curiosamente, a la inversa, la bandera de la democracia permitió a la izquierda hacer un trayecto muy parecido, permitiéndole superar los enclaves militantes e ideologizados y las academias y aproximarse a amplios sectores medios, lejanos en principio a las ideas izquierdistas o revolucionarias, pero para quienes la democracia ya era una condición necesaria.

Sin embargo, ya en el gobierno, esa simbiosis se rompió. En algunos casos puntuales por la acción directa de algunos gobiernos autodenominados de izquierda, que decididamente arrasaron con las estructuras democráticas, los pesos y contrapesos, los límites legales y constitucionales a la acumulación de poder, y ni más ni menos que los derechos humanos. Para peor, lo hicieron esgrimiendo valores caros a la izquierda para justificar su accionar. Son los tristes casos de Venezuela y Nicaragua. En otros casos, sin llegar a esos niveles, y manteniéndose dentro de los marcos normativos, existieron múltiples situaciones de desbordes y de uso de la maquinaria gubernamental para hostigar sistemáticamente a adversarios políticos o económicos. Pero aun en los casos en que tampoco eso se dio, como ha sido el uruguayo, donde el respeto a la institucionalidad ha sido puntilloso, ha irrumpido en importantes sectores de la izquierda un doble rasero para medir y evaluar evidentes desbordes autoritarios en los países de la región; un mirar hacia otro lado cuando se trata de un “gobierno amigo”. Me temo que ese hecho cuestiona en lo más profundo a importantes sectores sociales, esa alianza estratégica con la democracia, y rompe una clave de acumulación política de larga data y notables efectos virtuosos tanto para las organizaciones políticas de izquierda como para la sociedad en su conjunto.

A otras herramientas, otros resultados

No sería ninguna novedad decir que este ciclo ha propiciado la redistribución de recursos, oportunidades y derechos más importante de la historia de la región. Eso es algo que hasta los organismos internacionales de crédito reconocen. Lo que me parece interesante es repasar los principales instrumentos utilizados para impulsar esa transferencia. Por una parte existió una amplia gama de ejemplos de políticas dirigidas a la apropiación social de parte de la renta de los recursos naturales. Nacionalizaciones, aumentos de cánones a pagar por las empresas explotadoras de los recursos naturales o detracciones a las exportaciones de productos básicos modificaron de manera profunda la estructura y los montos de los recursos públicos en países como Bolivia, Ecuador o Argentina. Si bien las experiencias no estuvieron exentas de debate y efectos secundarios a veces no deseados, en cualquier caso estos instrumentos, que habían tenido una larga historia en la región, demostraron que siguen siendo opciones válidas y efectivas como forma de proveer recursos públicos de manera progresiva y que, a diferencia de lo machaconamente repetido, no necesariamente implican un descalabro económico.

Por otra parte, otras experiencias tuvieron su pilar redistributivo más ligado al gravamen progresivo, más o menos horizontal, a los ingresos de cualquier fuente. Y aunque suene mucho menos épico que el pilar anterior, lo cierto es que esto también implicó romper con una hegemonía de pensamiento regional, que postulaba como necesaria la “neutralidad” de los impuestos (neutralidad en esta acepción quiere decir, justamente, que no altere la distribución que surge del mercado) y donde sólo importaría “la eficacia” del impuesto, o sea, su capacidad recaudatoria. Claramente es el caso uruguayo, donde la experiencia del IRPF introducida originalmente por el gobierno blanco en los 60 fue barrida por la dictadura y nunca más recuperada hasta el gobierno frenteamplista. Por medio de este, no sólo se cargó más a los altos ingresos salariales, muy asociados a rentas por la posesión de conocimiento, casi siempre brindado gratuitamente en instituciones educativas públicas, sino que también comenzaron a tributar ingresos antes totalmente exentos, como los intereses y utilidades del capital o las rentas de la propiedad inmobiliaria.

En la contracara, esos recursos fueron devueltos a la sociedad de maneras diversas, que también implicaron un cambio respecto del pasado inmediato. Amplias políticas de transferencias directas fueron desarrolladas, en muchos casos, por primera vez. Bolsa Familia, Asignación Universal por Hijo y Plan de Equidad fueron algunas de sus denominaciones, y tuvieron impactos significativos, ya medidos en diversas investigaciones, en aspectos que van mucho más allá de la simple medida estadística de la indigencia o pobreza, como la disminución del bajo peso al nacer y de la mortalidad infantil o el aumento de las capacidades cognitivas en la primera infancia.

Por otra parte, otra forma efectiva de redistribución apuntó directamente a alterar la distribución primaria de los ingresos (es decir, antes de impuestos y transferencias). La revigorización de las políticas de regulación del mercado laboral, especialmente en cuanto a la fijación y actualización permanente de ingresos mínimos legales, la negociación colectiva y la determinación de laudos mínimos por categorías o las medidas tendientes al fortalecimiento de las organizaciones sindicales modificaron la correlación de fuerzas entre capital y trabajo y se expresaron en crecimientos vigorosos de los ingresos salariales que, en el caso extremo de Uruguay, y más allá de las limitaciones propias del indicador, implicaron un sensible crecimiento de la masa salarial en relación con el ingreso total. Eso, además, en un momento en que la riqueza social se veía engrosada por los altos precios de los productos de exportación, implicó enormes transferencias hacia los trabajadores.

Finalmente, cabe una referencia a lo que quizás sea el debe más importante de este largo ciclo, y es la ausencia de un proyecto de integración regional que permitiera incrementar el peso global de la región, sentar las bases de un futuro compartido a través de un proyecto de desarrollo común y generar identidad sudamericana en sus habitantes. Un proyecto que permitiera que el próximo ciclo de avance no tenga que esperar azarosas condiciones globales favorables, sino que pudiera crearlas. América del Sur sigue siendo de las regiones con menor intercambio comercial interno del mundo. Y si bien hubo avances en instituciones de integración política (la Unasur, por ejemplo), el aspecto económico avanzó poco, como si hubiera algo “de derecha” en eso del comercio y el crecimiento económico. Hay múltiples factores que pueden explicar este fenómeno, pero entiendo que el fuerte componente nacionalista (“nacional y popular”) de los movimientos progresistas regionales tiene que ver con esta situación. Concepciones que contraponen el desarrollo nacional al desarrollo regional, que apuestan a ganar a costa de los vecinos. Desde el artiguismo y su proyecto federalista de las Provincias Unidas, deberíamos tener claro que el desarrollo, desde este débil y lejano rincón del mundo, sólo es posible a partir de la integración. Los mecanismos de dependencia global sólo pueden ser impugnados desde la suma de fuerzas, y la generación de condiciones propicias para el desarrollo productivo impone acuerdos regionales amplios. Eso requiere la capacidad de tener una mirada de largo plazo, que renuncie a beneficios inmediatos, en pos de un proyecto superador, lo que resulta especialmente difícil en países históricamente inestables, en los que la agenda de cada día “se come” cualquier intento de mirada a mediano plazo.

En este momento regional “de retirada”, surge la pregunta de qué quedará de lo mucho que se logró. Y los ejemplos actuales de Argentina y, especialmente, Brasil demuestran qué frágil es el avance y con qué rapidez se pueden deshacer conquistas largamente anheladas. Pero creo que donde se sembró la semilla del avance social, de la progresiva igualación, difícilmente se pueda volver al punto de partida. Nada es irreversible, pero nunca se vuelve al punto de inicio. En todo caso, y en lo que a la experiencia uruguaya refiere, espero que las experiencias cercanas sean enseñanza suficiente para que en la izquierda entendamos dónde está el verdadero adversario y, por una vez, centremos el debate donde corresponde.

Fernando Isabella es economista, integrante del Partido Socialista.