Hasta hace no tanto tiempo era habitual que los privilegiados defendieran la desigualdad económica y social que los beneficiaba mediante argumentos como el derecho de nacimiento. Como todo lector de Jane Austen sabe, los miembros de la aristocracia inglesa no tenían ninguna duda respecto de que su cuna hacía de ellos seres superiores a sus contemporáneos, y por tanto con derecho a disfrutar del ocio y las comodidades que su patrimonio y rentas les proporcionaban. Pero, para desgracia de los Mr. Darcy de este mundo, esta justificación de la desigualdad no pudo sobrevivir indemne a las transformaciones de un tiempo en que, como ha dicho Amartya Sen, la democracia se tornó un valor universal. Atacada en su fundamento por la expansión del ideal democrático, la defensa aristocrática de la desigualdad mutó.
Según el principio meritocrático, las desigualdades realmente existentes son –o deberían ser– resultado de las diferencias de talento y esfuerzo que distinguen a las personas. Las primeras son una realidad dada; las segundas, el resultado de la responsabilidad o irresponsabilidad con que encaramos los desafíos de la vida. Por tanto, pretender reducir la desigualdad –por ejemplo, mediante impuestos– sería ir contra la naturaleza humana, cometer una injusticia o, incluso, perpetrar un crimen. Según el principio meritocrático, que al fin y al cabo es hijo de la democracia, la única igualdad deseable es la de oportunidades. Como en el caso de las competencias de atletismo, la intervención pública se justifica sólo para nivelar la carrera en el punto de partida. Pretender limitar las diferencias en el punto de llegada resulta ridículo.
Como toda falacia convincente, lo que hace poderoso al relato meritocrático es que se construye sobre principios muy razonables. Así lo comprendió mi hija Camila, de nueve años. En el jardín de infantes aprendió la importancia de compartir, por lo que es una defensora acérrima de la igualdad. Pero sus convicciones flaquearon hace dos años, cuando le planteé el siguiente problema: le pregunté si sería justo y deseable que su maestra dijera que, en aras de no hacer diferencias entre sus alumnos, todos obtendrían la misma nota final, un Bueno. Siendo una persona que se toma muy en serio las tareas domiciliarias y alguien a quien le gusta tener notas altas, respondió que no. También razonó que en ese caso no tendría mucho sentido preocuparse tanto por los deberes.
Personalmente, encuentro compartibles los principios sobre los que se sustenta el ideal meritocrático. Mi problema no son los valores, son los hechos. En los hechos, el relato meritocrático no es más que una justificación falaz de las desigualdades existentes. Ello porque sólo una parte muy pequeña de las diferencias de ingreso y riqueza entre las personas se explican por sus méritos. Mucho más importantes son factores que en nada dependen de los individuos, como el hogar en el que nacen.
Que lo bien o mal que nos vaya en nuestra vida depende en gran medida de circunstancias sobre las que no tenemos incidencia es algo ampliamente conocido y documentado en las ciencias sociales. Si las diferencias de ingreso resultaran de los méritos, entonces no debería existir correlación alguna entre la desigualdad económica y la movilidad social. Sin embargo, sólo en las sociedades con baja desigualdad hay elevada movilidad social intergeneracional, una correlación conocida como la curva del gran Gatsby. Por el contrario, en las sociedades desiguales como las latinoamericanas, haber nacido en un hogar de padres pobres (o ricos) casi garantiza ser pobre (o rico) una vez que se es adulto.
Quienes entendemos que la reducción de las desigualdades constituye uno de los desafíos más importantes de nuestro tiempo, no sostenemos que toda desigualdad sea mala. No proponemos, por ponerlo de algún modo, una sociedad en que el coeficiente de Gini sea 0,00. Reconocemos, como mi hija, que cierto nivel de desigualdad es justo y socialmente deseable. Pero (y es un pero muy grande) la idea de que las desigualdades económicas se explican por las diferencias en los méritos no se sostiene en la realidad. Puede ser que a los privilegiados les guste pensar que sus privilegios no son tales, sino el fruto de su esfuerzo; pero si lo creen se engañan y si no lo creen, intentan engañarnos.
La verdad es que la desigualdad de oportunidades hunde sus raíces en la desigualdad de resultados de la generación anterior. Es imposible –o como mínimo es muy difícil– obtener logros en el combate a la primera si no se toman medidas para reducir sustantivamente la segunda. Por tanto, quienes realmente consideren deseable que todos los niños y niñas de hoy tengan iguales oportunidades mañana deberían pugnar por una reducción de las desigualdades presentes. No me parece aceptable, como es habitual en este caso, declararse a favor de algo y oponerse a las medidas que permitirían lograr ese algo. No se puede, por poner sólo un ejemplo, decirse a favor de la igualdad de oportunidades y rechazar el impuesto a las herencias.
Javier Rodríguez Weber es doctor en historia económica.