Era el primer día del curso y al profesor se le ocurrió decir que el periodismo, ante todo, busca la verdad. Ni siquiera disimulé la mueca sarcástica, hasta despectiva, matrizada por años de lecturas de Friedrich Nietzsche y Michel Foucault. Ni siquiera pensé que valiera la pena levantar la mano y decirle: “Pero, señor, sólo hay interpretaciones, la verdad no existe. La verdad es voluntad de poder. La Verdad con mayúscula, señor, sólo sirve para la opresión y el exterminio”.

Años después analicé la cobertura que distintos medios hicieron de temas diferentes. Registré construcciones interesadas, sesgadas, parciales: interpretaciones. Luego, en el ejercicio del oficio, tomé apuntes de las miserias de los héroes, de pequeños gestos de grandeza de personajes odiados. Transité las desilusiones sin incursionar en el escepticismo. Desde hace pocos años asisto, como espectadora –y a veces actora– de una obra que entiendo poco, a la puesta en escena permanente de las versiones, al cruce de interpretaciones en las redes sociales. En el mejor de los casos. En el peor, a interpretaciones que discurren por caminos paralelos sin siquiera rozarse, bloqueándose mutuamente, denigrándose, siempre prolíficas en adjetivos: facho, progre, machirulo, feminazi.

Esta semana, a raíz de la discusión sobre el proceso de selección de las cámaras de seguridad en los estadios, alguien trajo a cuento en su Twitter una frase atribuida a Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones”. Algunos sugieren que el gobierno quiso favorecer a una empresa, otros dicen que la empresa estaba vinculada al hijo del presidente Tabaré Vázquez. Un implicado menciona una “cometa”, luego se desdice. Muchos sostienen que el Ministerio del Interior quiso incidir en el proceso, otros tantos aseguran que sólo dio una opinión técnica. En este escenario, parece que cada uno de nosotros, y también los dirigentes políticos y los medios, sólo debemos escoger la interpretación que mejor calce con nuestras convicciones, y todos contentos. La posibilidad de que nuestra narración prevalezca sobre otras dependerá de nuestra habilidad de elaborar titulares llamativos, de convencer a los influencers, de nuestra capacidad de movilizar trolls, de nuestra inteligencia para construir hábilmente el relato. La verdad, nos enseñaron, es tan relativa. Y tan coyuntural: es sólo fruto de la correlación de fuerzas.

Pero luego algo se sale del libreto. El periodista Ignacio Álvarez –que para muchos funciona como antónimo de progresismo, en forma y contenido– dice que no entiende dónde está la joda. Que al gobierno le pidieron una opinión técnica, que recomendó a una empresa que tuvo 99% de éxito en las pruebas de reconocimiento facial frente a otra que ni siquiera llegó al porcentaje exigido en el pliego, que no se ha podido probar ningún vínculo entre la empresa ganadora y el hijo del presidente de la República. Hubo algunos intentos de encasillar en el sistema binario al ser antes ensalzado: foca progobierno. Pero Álvarez es, sencillamente, un periodista que hizo un análisis lógico y honesto de una serie de documentos que son públicos.

Pasaron 15 años desde aquella primera clase. Ni el relativismo ni el escepticismo, ni los intereses políticos y económicos que hoy se erigen por sobre un sistema de medios debilitado, pudieron cancelar definitivamente la utopía modesta de creer que la verdad está en algún lado, que la verdad es algo distinto de la tergiversación y de la mentira. Y que con trabajo y un poco de suerte, podemos contarles a los demás qué rostro tiene, y dónde y por qué se esconde.