En 1983, me encontraba revisando periódicos viejos en el Archivo Nacional de Nicaragua, justo en el sótano de la Casa de Gobierno. Ensimismado como estaba en el análisis de un conflicto laboral de 1944, no presté mucha atención a una conversación que se desarrollaba a unos cuantos metros de mí; unos sujetos hablaban algo sobre sus familias y el béisbol. Eché un vistazo y advertí a Daniel Ortega conversando con el archivista, su asistente y un conserje. Daniel me saludó y siguió hablando de la forma más relajada e inimaginable para un jefe de Estado cuyo país se encontraba en medio de una guerra. A pesar de que, de alguna manera, yo era crítico de Ortega y la dirigencia sandinista, confieso que Daniel produjo una poderosa impresión en mí en ese momento, cuando lo vi como un ser humano decente y sin intereses personales (unos días atrás, su hermano, el ministro de Defensa, también había dejado una huella indeleble en mí, cuando meció en sus rodillas a mi hija de tres años que paseaba por un restaurante al aire libre, donde almorzábamos). Esos recuerdos son muy difíciles de cuadrar con las noticias que llegan ahora de Nicaragua y que exponen el activo papel que ha jugado Ortega en la violenta represión contra grupos de activistas anti régimen.

El pasado abril, estudiantes, campesinos y otros grupos comenzaron una protesta, primero contra la lenta respuesta del gobierno a un incendio que se había dado en una valiosa área protegida (la reserva biológica Indio Maíz) y luego contra una nueva política de impuestos a la seguridad social. El movimiento social se expandió en la medida en que el régimen reaccionó con más fuerza para quebrar las protestas. A pesar de los recuerdos de aquellos años revolucionarios, no queda más que enfrentar la realidad.

Cuando Ortega abandonó el archivo en aquel lejano 1983, le dijo con énfasis al grupo que estaba ahí: “Sigan con el buen trabajo; lo que hacen es muy importante para nuestro país”.

En los siguientes años, cuando finalicé mi investigación doctoral, recordé aquella conversación y me dije: “Desearía que realmente Daniel Ortega se preocupara por la historia”. Como presidente en la década de 1980, Ortega y el resto de la dirigencia se adhirieron a una visión de la historia nicaragüense que tradicionalmente excluía a aquellos movimientos de trabajadores y campesinos que Sandino y los sandinistas no habían liderado. En aquel momento, observé una conexión entre esa visión de la historia y el creciente distanciamiento entre los militantes campesinos que habían luchado durante décadas por la tierra y el gobierno sandinista.

La derrota electoral del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 1990, en parte debido a la relativa alienación de las bases campesinas del partido, condujo al deshojamiento de lo que había sido un liderazgo sandinista muy homogéneo. Mucha de la intelligentsia y la dirigencia de alto nivel sandinista rompió con Ortega debido a la falta de democracia interna del partido, pero no pudieron prevalecer sobre él en el congreso partidario de 1994. En ese momento, ese grupo formó un nuevo partido, el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), pero se las vieron en apuros para establecer un diálogo serio con el resto –cerca de 40% de la población– de los seguidores del FSLN. Muchos de esos trabajadores urbanos y rurales habían ganado algún grado de voz y dignidad durante la revolución y la mayoría de ellos habían perdido seres queridos durante la revolución o en la guerra con La Contra.

Por mucho, esa gente tenía una profunda deuda de gratitud con el FSLN y, por ende, con Ortega. A pesar de sus actos heroicos antes y después de 1979, los líderes sandinistas disidentes como Dora María Tellez y Henry Ruíz no fueron capaces de penetrar el muro de solidaridad sandinista que ellos habían ayudado a construir durante las décadas de 1970 y 1980; al contrario, cualquier ataque al FSLN fue presentado como un ataque a la revolución y a todo lo que era considerado sagrado para los nicaragüenses. Por si fuera poco, no existían movimientos sociales antineoliberales con los cuales el MRS pudiera unirse para construir una opción partidista desde abajo. En 2006, debido a su carisma y a su popularidad como alcalde de Managua, su candidato podría haber ganado las elecciones presidenciales, pero murió repentinamente de un ataque cardíaco poco antes de las elecciones. Desde entonces, el MRS no ha logrado conjuntar ni ganar mayor apoyo popular, lo cual podría cambiar con la actual revuelta en proceso.

Personalmente, tengo el mayor respeto por Tellez, Ruíz, Alejandro Bendaña y otros (antiguos) intelectuales sandinistas como Sergio Ramírez (antiguo vicepresidente y renombrado escritor) y el periodista Carlos Fernando Chamorro. Empero, ninguno de ellos ha logrado ofrecer un análisis convincente del apoyo a Ortega que se incrementó dramáticamente entre su elección de 2006 (38%) y su primera reelección en 2011, cuando ganó con más de 60% de los votos emitidos. Sin embargo, esos intelectuales han denunciado consistentemente las crecientes tendencias autoritarias del régimen de Ortega y, de esa manera, en alguna medida, han acaparado la atención del masivo movimiento anti régimen.

No contamos con los elementos necesarios para captar completamente el apoyo a Ortega, ni siquiera en este momento en que el régimen muestra su cara más brutal. No obstante, los usuales comentarios desdeñosos sobre el “asistencialismo” (a grandes rasgos, los pagos directos a los pobres que hace el régimen) no ayudan mucho. Los progresistas deberían recordar de aquella década de 1980 el renovado sentido de dignidad y empoderamiento que los nicaragüenses abrazaron al emerger de la extrema pobreza. El clientelismo es (y ha sido) un recurso muy trabajado, pero no funciona como herramienta conceptual para comprender esta nueva edición (lamentablemente perversa) del sandinismo.

Tampoco nos ayuda la narrativa en contra del régimen de Ortega a nuestra comprensión del proceso en que se encuentra Nicaragua, pero sí ayuda a explicar el apoyo de un segmento de la izquierda internacional cuyos odios al imperialismo estadounidense han afectado su capacidad de pensamiento crítico. Como Nicolás Maduro, Ortega puede recurrir con justicia a denunciar el papel opositor de la élite económica y de la iglesia católica y su propósito de lo que podría ser descripto como un golpe de Estado en contra de un gobierno aliado con la izquierda latinoamericana. Fácilmente, el régimen puede demostrar que algunos de los líderes estudiantiles de la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia han establecido un diálogo regular con representantes republicanos estadounidenses como Marco Rubio y Ted Cruz, y con el derechista partido Arena de El Salvador. Y el régimen puede mostrar también imágenes de cientos de miles de nicaragüenses en la celebración del pasado 19 de julio, muchos de los cuales portan consigo las marcas de ser sal de la tierra. De seguro, una buena parte de ellos piensan que la ruta que los sacará de la pobreza será derrumbada y cerrada si Ortega es derrocado. Recientemente, además, una marcha mostró a los deudos de 21 policías que han muerto en los enfrentamientos. Nada en los rostros de esas personas era falso. Esas imágenes desmienten que la oposición está desarmada, incluso a pesar de que ninguna imagen sirva para sostener la idea de que un poder foráneo o “diabólico” los ha provisto de armas sofisticadas.

A pesar de su efectividad, esa narrativa de la oposición está profundamente distorsionada. La oposición se encuentra tan jaspeada en su maquillaje ideológico como la sociedad nicaragüense. Así, incluye a derechistas, socialdemócratas y a anarquistas, y sin ninguna duda recibe apoyo desde algunas de las esquinas más oscuras del hemisferio occidental. No hay manera de predecir el resultado de la lucha actual o de lo que podría suceder si triunfan en desmoronar lo que quienes protestan describen como un régimen de terror. Existe suficiente evidencia incontrovertible de que el régimen es responsable de la abrumadora mayoría de más de las 300 muertes que han ocurrido desde el pasado abril. Y hay centenares de presos políticos.

Es importante recordar los comentarios de Ortega a los archivistas en 1983. En un sentido, por supuesto, para muchos de sus seguidores Daniel continúa teniendo el aura carismática de grandeza histórica que tuvo en el pasado. Y, sin embargo, en otro sentido, ha demostrado una abismal falta de sentido histórico no menos irónica. Sus seguidores paramilitares, fuertemente armados, que han sido denunciados por investigadores en derechos humanos por su violenta y desenfrenada represión, se lucen con camisas azules y se llaman a sí mismos de la misma manera. ¿Se ha olvidado Ortega de que “los Camisas Azules” fueron un grupo pro Somoza y pro fascista que operó durante la década de 1930? Si nos referimos a un pasado menos lejano y más inmediato, durante los últimos años de la década de 1970 y en la década de 1980 los escuadrones de la muerte salvadoreños llevaron a cabo sus actos terroristas utilizando capuchas para cubrir sus cabezas. Misteriosamente, hoy en día capuchas similares a aquellas son utilizadas por los camisas azules para cubrir sus cabezas mientras les disparan a quienes protestan detrás de barricadas hechas de adoquines, réplicas de las construidas por los luchadores sandinistas en 1978 y 1979, en muchos de los mismos lugares que fueron escenarios de la lucha contra Somoza, como los barrios indígenas de Monimbó y Sutiava y los barrios del este de Managua. Esas imágenes me hacen querer gritarle a Ortega: ¿acaso no tiene usted vergüenza, o sentido de la historia, siquiera?

Desafortunadamente, la misma pregunta tiene que hacérsele al FMLN salvadoreño. ¿Cómo es posible que esos líderes salvadoreños continúen apoyando a Ortega luego de ver a esos enmascarados defender violentamente un régimen y no ser inmediatamente atacados por un déjà vu?

La izquierda internacional no puede contribuir con una paz más permanente, anclada en la justicia social, al proveer al régimen con una legitimidad que Daniel ha despilfarrado a punta de violencia. El FSLN, con sus 57 años de lucha y resistencia, tiene ahora que reconstruirse a sí mismo adoquín por adoquín.

Jeffrey Gould es historiador estadounidense, profesor de la Universidad de Indiana.

Esta columna fue publicada en español en la revista Paquidermo, con traducción de David Díaz Arias. Publicación para la diaria autorizada por el autor.