¿Cómo evitar que el anhelo de la diáspora de implementar el voto a distancia siga siendo prisionero de la pugna electoral entre oficialismo y oposición? Cambiando los enfoques habituales y tomando distancia de las disputas recurrentes, podemos entonces preguntarnos: ¿qué raíces históricas lo sustentan?, ¿qué conexiones moviliza?, ¿qué horizontes esboza?
Recordemos, a modo de preámbulo, que, asentado en la Convención Preliminar de Paz entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y el Imperio del Brasil, lograda con la mediación de Reino Unido (1828), Uruguay construyó lentamente una identidad ciudadana cosmopolita y multicultural, forjada a partir de un pueblo trasplantado.
Anclar a los inmigrantes extranjeros en aquel territorio cimarrón casi enteramente deshabitado era entonces vital para el despliegue del proyecto republicano emergente: este era el contexto de época de elaboración del artículo 1° de la Constitución de 1830, cuya versión vigente desde 1918 establece: “La República Oriental del Uruguay es la asociación política de todos los habitantes comprendidos en su territorio”.
Sin embargo, muy pocos eran en aquel entonces los ciudadanos habilitados para votar; las mujeres, los sirvientes a sueldo, los peones, los soldados, los deudores del fisco, entre otros, estaban excluidos del voto. Es que en el sistema electoral uruguayo ha perdurado una clara distinción entre habitante en el territorio y ciudadano habilitado para votar.
En consecuencia, la progresiva pero inexorable ampliación de los derechos cívicos y políticos de los pobres, de las mujeres –de los invisibles, en suma–, lograda por medio de largas peripecias y complicados avatares, conecta singularmente, desde mi punto de vista, la historia cívica y política del Uruguay, en la que se inscribe, como veremos más adelante, el reclamo de la diáspora relativo a la implementación del voto a distancia.
En este proceso histórico de republicanismo a la uruguaya, el Partido Nacional, partiendo del célebre lema “Defensores de las leyes” (1836), fue un bastión en la defensa de las garantías del sufragio; el Partido Colorado, el artífice del laboratorio social uruguayo, proyecto modernizador singular en América del Sur, de corte vanguardista en la construcción de una sociedad integrada.
Sus disputas a lo largo del siglo XIX y comienzos del siglo XX configuraron el país de utopías, síntesis de republicanismo liberal, de matriz ciudadana sólida y perdurable, zócalo del Uruguay que somos en el tiempo presente.
Pero el país de inmigrantes se transformó en país expulsor de emigrantes que partieron a partir de mediados del siglo XX en olas sucesivas, por razones políticas en épocas de dictadura, o por razones económicas en particular alrededor de los años 2000, sin que el imaginario social haya acompañado este proceso en todas sus dimensiones.
En efecto, Uruguay, marcado por una propensión a emigrar que se ha vuelto estructural, se ha transformado radicalmente: a partir de una ciudadanía inicialmente dispersa, se ha constituido lentamente una nutrida diáspora, estimada en alrededor de 15% de la población.
Conectada mediante consejos consultivos, asociaciones y redes sociales, arraigada y vinculada como pocas en el mundo a su país de origen, la diáspora uruguaya contemporánea aporta día a día beneficios concretos y recursos económicos al país –remesas, inversiones, turismo nativo, ciencia, tecnología, cultura, solidaridad, cooperación, prestigio internacional...–, aunque sus contribuciones siguen siendo poco visibles y menos aun valorizadas en el país.
La diáspora uruguaya desarrolla desde hace décadas espacios de vida extendidos, gracias –entre otros– al desarrollo exponencial de las tecnologías de comunicación: lo próximo y lo distante se entrelazan de modo inédito en las vidas de los individuos, en los itinerarios de las familias, en las modalidades de actuación de los colectivos diaspóricos.
Consideremos que cada familia uruguaya tiene parientes o vecinos en el exterior, con los cuales los lazos afectivos y de pertenencia se perpetúan más allá del tiempo, de la distancia y de las generaciones.
De hecho, las comunidades y las redes uruguayas en el exterior interactúan en escenarios transnacionales donde emergen vivencias, relatos, lealtades y arraigos rizomáticos, construyendo nuevas configuraciones ciudadanas, específicamente diaspóricas, compartiendo lengua, cultura, afectos, un territorio internalizado, un destino que se desea y se sueña compartido, en el marco de la diversidad contemporánea.
Siendo así, el Uruguay actual, a través de su gente en el mundo, vinculada y conectada, posee una riqueza insospechada y aún poco explorada: su capital humano.
En este contexto, la sociedad civil se ha desplegado en un movimiento social extraterritorial no convencional que durante más de 30 años viene reclamando la implementación del voto en la distancia.
Porque en el voto se expresa de modo contundente un “nosotros”: se trata a la vez de un derecho, de un bien común y de un rito democrático, en el que todos los ciudadanos deben poder participar, vivan donde vivan, como lo reconoce la inmensa mayoría de las sociedades democráticas contemporáneas.
Puntualicemos, sin embargo, que durante décadas, los uruguayos en el exterior han votado sin problema, a condición de estar inscriptos en el registro cívico, de poseer una credencial cívica vigente y de poder costearse el viaje para participar en el sufragio de modo presencial en el territorio nacional.
Por tanto, el mantenimiento de este estado de cosas, denunciado por prestigiosas personalidades y respetados constitucionalistas desde hace lustros, constituye, junto a la ausencia de voto interdepartamental que en su momento fuera “observado”, una flagrante inequidad de los ciudadanos ante la obligación de votar.
Es que, pese a muchos avances desde la transición democrática al día de hoy, Uruguay ha quedado rezagado al respecto: es el único país en América del Sur sin implementación de ninguna modalidad de voto a distancia, en incumplimiento de sus compromisos internacionales.
De hecho, entonces, el reclamo de la ciudadanía uruguaya en el exterior de reconocimiento del derecho de ser electores y de ser elegibles vivan donde vivan, y de la implementación del voto a distancia que facilite la participación de todos en un plano de igualdad ciudadana, puede ser pensado como la manifestación de una ciudadanía activa, que se inscribe en raíces culturales y filosóficas que hacen a una singularidad uruguaya construida socialmente en el transcurso del tiempo.
Por ello, desde la diáspora se anhela que pueda entonces germinar un proyecto integrador en el ámbito deliberativo de la comisión parlamentaria definida por la reciente ley interpretativa, renovando los principios republicanos fundacionales en el marco de las instituciones democráticas existentes, bajo modalidades consensuadas, sin oponer tendenciosamente “los de afuera” a “los de adentro” y pensando la República desde formas más flexibles e imaginativas.
Este camino, trazado en la huella de las mejores tradiciones democráticas y republicanas, no debería dejar indiferente a ningún partido político: todos son necesarios para el alcance de acuerdos perdurables que permitan seguir avanzando hacia una sociedad de iguales, en el marco de una democracia por definición inconclusa, configurando un país moderno e integrado en un mundo globalizado.
Fernanda Mora es doctora en Filosofía, delegada general del Consejo Consultivo de Uruguayas/os en Francia “Belela Herrera” y coordinadora de Ronda Cívica Uruguay.