Argentina es un país con singularidades que, a pesar de no ser excepcionales, sobresalen en el contexto regional. En materia de defensa y seguridad, por ejemplo, posee un modelo parecido al de Estados Unidos aunque mucho más reciente.
Desde la recuperación de la democracia en 1983, Argentina adoptó este modelo, según el cual los militares no intervienen en cuestiones de orden público, de acuerdo con lo que establece la ley de Posse Comitatus, de 1878, que definió una estricta separación entre defensa y seguridad interior que, a su vez, es parte de un consenso nacional vigente.
Los pilares legales del compromiso argentino con esta separación han sido las leyes 23.554 de Defensa Nacional (1988), 24.059 de Seguridad Interior (1992), 24.948 de Reestructuración de las Fuerzas Armadas (1998), 25.520 de Inteligencia Nacional (2001) y la reglamentación de la ley 23.554 (2006).
Bajo gobiernos de distinta orientación política (y en votaciones mayoritarias y multipartidistas) se forjó un acuerdo fundamental respecto de la precisa delimitación entre defensa y seguridad.
Este consenso fue el producto de una experiencia doblemente traumática derivada de los golpes de Estado, de la violencia institucional generada por los militares en el poder y de la violación sistemática de los derechos humanos, así como de la Guerra de Malvinas y la derrota ante Gran Bretaña.
Otra particularidad de Argentina se vincula con la relevancia de las “nuevas amenazas”. Fenómenos como el terrorismo, el narcotráfico, la proliferación de armas nucleares en manos de tiranos, los estados fallidos y el colapso ambiental son asuntos globales que afectan sin duda a la comunidad internacional, pero se manifiestan de modo muy diverso, con alcance distinto en cada país y región.
Argentina no padece una crisis ambiental con efectos nocivos para sus vecinos, no es un Estado fallido, no está gobernada por tiranos ni pretende poseer armas de destrucción masiva.
A pesar de haber conocido dos atentados terroristas, en 1992 (Embajada de Israel) y 1994 (Asociación Mutual Israelita Argentina), que aún siguen impunes, desde los atentados del 9 de setiembre de 2001 en Estados Unidos, ni Argentina ni América Latina han sido objeto de actos terroristas del fundamentalismo religioso: de hecho, la región es la única en el mundo que no ha padecido ese tipo de actos en los últimos 17 años.
Argentina sí tiene un problema vinculado con las drogas –en especial, de aumento del uso de narcóticos–, pero no es un productor de sustancias psicoactivas de base natural ni un exportador mundial de drogas sintéticas y tampoco tiene grupos criminales del tamaño y la incidencia de los existentes en México, Colombia y Centroamérica.
A pesar de la limitada relevancia de las “nuevas amenazas” en el país, la presidencia de Mauricio Macri procuró, desde el comienzo de su gestión, habilitar la participación de los militares en cuestiones de seguridad interior.
Al no contar con mayorías en las dos cámaras del Congreso para modificar la legislación existente y sancionar nuevas leyes, sus anuncios fueron, durante dos años, más simbólicos que sustantivos.
En medio de errores elocuentes y de dificultades económicas que llevaron a que el Fondo Monetario Internacional aprobara un crédito de 50.000 millones de dólares para el país, y en el contexto de un fenomenal ajuste fiscal, el gobierno enfrenta crecientes niveles de conflictividad social al tiempo que carece de recursos materiales para incrementar el exiguo presupuesto de defensa.
Sin embargo, el gobierno ha ido elevando el tono del discurso sobre la militarización de cuestiones de seguridad tales como el narcotráfico y el terrorismo.
A pesar de que el país no ha conocido ningún atentado terrorista en 24 años y de que no se ha podido verificar que existan “lobos solitarios” o “células dormidas” listas para producir atentados, el gobierno insiste con que el país debe priorizar el combate contra el terrorismo.
A su vez, ha invocado la existencia de un estado de urgencia en materia de narcotráfico como si hubiera una situación descontrolada y sin tener en cuenta que uno de los mayores impedimentos para el combate eficaz al lucrativo negocio de las drogas radica en la corrupción policial, la ineficacia del sistema judicial y la facilidad para el lavado de activos.
¿Cómo interpretar entonces el reciente Decreto 683, en el que se implica a las Fuerzas Armadas en cuestiones de seguridad interior y se las involucra en la interdicción de drogas en la frontera norte del país? Algunos han interpretado esta política como parte del retorno del militarismo de extrema derecha que, en la actualidad, es alentado por grupos (minúsculos pero influyentes) que se encuentran dentro y fuera de la coalición gobernante.
Otros, en cambio, han argumentado que se trata de una vuelta al alineamiento con Estados Unidos propio de la década de 1990, expresado esta vez con la voluntad de sumarse a la “guerra contra las drogas” en la región y a la “guerra contra el terrorismo” en el plano mundial.
Finalmente, hay quienes sugieren que una administración tan atenta a los vaivenes de las encuestas y en vísperas de año electoral, procura responder a los reclamos de inseguridad ciudadana y asegurar el respaldo de los militares que, aproximadamente en 85%, votaron por Cambiemos en 2015.
Sin negar la verosimilitud de ciertos aspectos de estas explicaciones, considero que existe otra lectura más precisa y pertinente. La determinación de Macri de introducir a las Fuerzas Armadas en la seguridad interior obedece a lo que se puede llamar el “militarismo neoliberal periférico”.
El militarismo neoliberal de las grandes potencias, como Estados Unidos, consiste en incrementar los gastos militares para estimular y aumentar las ganancias de las grandes corporaciones vinculadas al negocio de las armas y, con ello, garantizar la proyección de poder de Washington.
El militarismo neoliberal periférico en el caso argentino no es expansionista en clave de la geopolítica regional y consiste, en el marco de una lógica en la que se apunta a la reducción del Estado en favor del sector privado, en acentuar la ya larga desfinanciación de la Defensa. El gasto militar se concibe como ineficiente, las Fuerzas Armadas son percibidas como ociosas, y su involucramiento en la seguridad interior es visto como un aspecto funcional para asegurar un modelo económico cada vez más excluyente.
En ese contexto, entonces, son las preferencias ideológicas profundas del Ejecutivo las que subyacen a la decisión de borrar las fronteras entre defensa y seguridad y a comprometer a las Fuerzas Armadas en cuestiones de orden interno que, a su turno, no son amenazas vitales para la Argentina contemporánea.
Juan Gabriel Tokatlian es doctor en Relaciones Internacionales.
Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.