A cada paso que da, el brexit suma problemas, y a esta altura ya no hay acuerdo de divorcio entre Gran Bretaña y la Unión Europea (UE) que al menos parezca una solución. El brexit se aprobó en un plebiscito en 2015 que el primer ministro James Cameron perdió 48% a 52%. Debió renunciar. La primera ministra Theresa May asumió para llevar adelante las negociaciones de divorcio en julio de 2016, y en 2018 el parlamento británico le declaró su apoyo en la tarea. Ella venía haciendo, cosiendo, bordando y pegando, y logró que la UE –esto es, la burocracia de Bruselas de la que la votación de 2015 abjuró, y esa fue la esencia del mayoritario apoyo británico al brexit– le aprobara un plan.

Tras cinco días de debate parlamentario, y luego de haber votado negativamente dos propuestas menores de May, tres de cada cuatro diputados del gobierno se sumaron a los laboristas y el 15 de enero le causaron la peor derrota de la larga historia del parlamento británico, por 432 votos a 202.

El líder laborista Jeremy Corbyn aprovechó para presentar una moción de censura que May superó apenas: por 325 votos a 306. La totalidad del parlamento es 650, con lo que sólo obtuvo el apoyo de exactamente 50%. Queda claro que los conservadores no quieren ceder el gobierno, pero no queda claro qué es lo que quieren respecto de la cuestión de fondo, el brexit. Se han decantado tres posibilidades: la primera, irse de la UE sin acuerdo alguno; la segunda, que May logre para el martes 29 de enero lo que no logró en años, y presente al parlamento un plan B que para la fecha límite del 29 de marzo sea una propuesta aceptable, de modo que la separación no sea un uxoricidio; la tercera, quedarse simplemente en la UE. Para esto último hará falta un nuevo referéndum, que apoya, según las encuestas, 90% del laborismo, pero no tiene mayoría clara en toda la ciudadanía.

La segunda posibilidad, que May se ilumine y supere sus hoy evidentes limitaciones políticas y negociadoras, es azarosa. La diferencia entre los que se quieren ir y los que se quieren quedar mostró ser de sólo 4 puntos en 2015, pero además no se encontró solución para los nacionalistas escoceses, que no quieren “ser arrancados” de la UE ni, en particular, para el problema de la frontera entre Irlanda del Norte, que forma parte de Reino Unido, y la República de Irlanda, que integra la UE. Hasta ahora no se llegó a una solución para que, después del brexit, se mantenga abierta la frontera entre los dos territorios, tal como establece el Acuerdo de Belfast, que puso fin al conflicto con el IRA en 1998.

La primera posibilidad, la de irse sin acuerdo, además de arrastrar problemas de la segunda posibilidad, significa disolver en la nada 45 años de integración, y Gran Bretaña es parte constitutiva y relevante del modelo regulatorio e institucional europeo. El primer sistema parlamentario en formarse está sufriendo así la peor crisis constitucional de su historia, con ambos partidos mayoritarios con fuerzas dispersas. Hoy aparece justificado el comentario del prominente columnista del Financial Times y su director editorial, Philip Stephens, del 16 de enero: “No puedo recordar a Gran Bretaña cayendo tan bajo”. El periodista citó como menores la crisis del canal de Suez de 1956 y la posición mendicante con que acudió al Fondo Monetario Internacional 20 años después. “El efecto brexit es acumulativo: cada capítulo suma más humillación”, sostuvo. Esto abre las puertas a una solución que a los británicos no les gusta, de la que abjuraron Clement Atlee en 1945, Harold Wilson en 1975 y Margaret Thatcher llamó “instrumento de dictadores y demagogos”, aunque los suizos y los irlandeses tanto la utilicen: un nuevo referéndum, que equivale a barajar y dar de nuevo, reabriendo posibilidades y descargando el peso de una crisis política ya muy gravosa en el pronunciamiento ciudadano.

Andrés Alsina es periodista, autor de los libros periodísticos Oficios del Tiempo, junto al fotógrafo Carlos Contrera, y de Silencio, violencia doméstica (un caso).