Este artículo presenta algunos datos del censo de adolescentes privados de libertad1 que a principio de este año caracterizó las condiciones de vida en el encierro desde las voces de los adolescentes. El estudio fue realizado por un equipo de investigación de la Unidad Académica Asociada, integrada por la carrera de Educación Social del Consejo de Formación en Educación y el Instituto Psicología, Educación y Desarrollo Humano de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República.

La privación de libertad en la adolescencia es una práctica que daña. Deja huellas en la experiencia subjetiva de los adolescentes. En muchos casos se trata de un extrañamiento, de un hecho inédito en la trayectoria vital, un evento que pone al sujeto ante un sentimiento de desgarramiento, que lo deja inmerso en “situaciones de las que no podemos salir y que no podemos alterar” (Jaspers, 1950). Estos adolescentes no pueden escapar a la experiencia de la detención, el juzgamiento y el encierro, así como tampoco a su posterior “reinserción social”. No pueden escapar al daño o la catástrofe que se instala en sus vidas (Cintras, 2009; Gatti, 2008). Para los adolescentes que tienen una experiencia personal o familiar previa con el sistema penal de adolescentes o adultos, el encierro aparece como una situación más cercana, conocida y sufrida. En ambos emplazamientos, las condiciones en que se produce la privación de libertad provocan un impacto negativo en personas que se encuentran en proceso de desarrollo.

Participaron en el estudio 265 de 346 adolescentes privados de libertad, lo que representa 77% del total de adolescentes privados de libertad en Uruguay al 19 de marzo del 2018.

Resulta que:

Los adolescentes y jóvenes privados de libertad tienen entre 13 a 22 años, el promedio de edad es de 16 años y medio, 3% son mujeres y 97% varones, 11% tienen hijos, 56% residen en Montevideo y 12% en Canelones. Los que residen en Montevideo viven mayoritariamente en los municipios D y A, por lo general, en territorios estigmatizados y de pobreza. Cuatro de cada diez adolescentes tienen historias familiares de privación de libertad. 34% estuvo privado de libertad anteriormente. 91% se encuentra en una situación de rezago educativo. El máximo nivel educativo que ha alcanzado 81% de ellos es la primaria completa.

En general, podríamos decir que son varones, jóvenes, pobres, cuyas vidas transcurren en los márgenes urbanos y lejos de la protección social; “jóvenes de las clases peligrosas” desde la mirada de la “inseguridad” instalada como cuestión social, al decir de Castel (2004). En este sentido, Wacquant sostiene: “La estigmatización territorial está acompañada de una fuerte disminución del sentimiento de identificación y apego a una comunidad destino que caracterizaba a los antiguos barrios y sectores obreros, salvo entre los jóvenes, entre quienes esta identificación con el lugar de residencia puede adquirir una forma exacerbada de clausura del universo vivido” (Wacquant, 2007:311).

80,6% de las infracciones cometidas por los adolescentes son contra la propiedad, 50,6 sin ningún tipo de violencia contra las personas (43,7% hurto, 6,9% receptación), y 30% son rapiñas que implican distintas dosis de violencia contra las personas, desde la amenaza y el porte de armas hasta la agresión física.

Las infracciones contra las personas representan 6,3%, de los cuales 3,6% son lesiones personales y 2,7% homicidios (Poder Judicial, 2017).

El centro de ingreso de varones mayores de 15 años, que recibe a 86% de los adolescentes privados de libertad, los expone a 22 horas diarias de encierro en la celda, en el marco del cumplimiento de una medida cautelar que puede extenderse por un máximo de 150 días.

51% de los adolescentes está más de 18 horas diarias en una celda y 84% más de 12 horas.

Si bien la reducción del número de adolescente privados de libertad (de 600 en 2014 a 300 en 2018) implicó una disminución significativa del hacinamiento, las condiciones materiales en que se cumple la privación de libertad son precarias: 55% no tiene agua potable, 45% valora como regular, mala o muy mala las condiciones de higiene, 54% valora como regular o mala la ventilación de la celda, 51% considera que la iluminación es regular o mala, 50% sostiene que tiene poca o nada de intimidad en los sanitarios, 48% considera que la comida es regular o mala, y más de seis de cada diez adolescentes expresan que comen en sus celdas.

A pesar de que la vida cotidiana sucede mayoritariamente en la celda, seis de cada diez adolescentes no tienen materiales de lectura ni para escribir o dibujar.

Resulta paradójico que una institución ampliamente regulada por normativa nacional e internacional y que tiene la competencia de cumplir mandatos judiciales en un marco democrático instale reglas de juego con altos grados de discrecionalidad. Sólo a 10% de los adolescentes se les entregó el reglamento del centro por escrito. Más de 50% de los adolescentes accede a las reglas de funcionamiento por medio de la narración oral de adultos o adolescentes. Casi cuatro de cada diez adolescentes entienden que hay beneficios para algunos adolescentes y la misma proporción considera que hay adolescentes que mandan sobre otros. 68% de los adolescentes cree que estando preso no se puede confiar en nadie, 55% entiende que estar preso saca lo peor de uno mismo, 67% plantea que los problemas entre pares se resuelven peleando y, por último, cuando tienen un problema, tres de cada cuatro adolescentes no recurren a ningún adulto.

44% de los adolescentes dice haber sufrido crisis de angustia o depresión una o varias veces en el encierro, 56% toma medicación psiquiátrica, dos de cada tres adolescentes dicen que es para poder dormir. 87% ha tenido en el último mes por lo menos una entrevista con un psicólogo. Algunos de los adolescentes señalan esta instancia como un tiempo para “estar fuera de la celda” y para conversar; incluso, en la mayoría de los centros, el encuentro con el profesional lo pide el adolescente.

El encierro produce problemas de salud, trastornos del sueño, cortes en el cuerpo, intentos de autoeliminación, afectación emocional que deja huellas en el sujeto.

Si bien la proporción de adolescentes que participan en actividades educativas tanto de primaria como de secundaria pasó de 25% en 2008 a 62% en la actualidad, queda mucha tarea pendiente, ya que 38% de los adolescentes (cuatro de cada diez) no participan en propuestas de educación formal que son obligatorias según la Ley General de Educación No 18.437. Por otra parte, quienes participan lo hacen con una intensidad menor a la establecida por la Administración Nacional de Educación Pública; promedialmente, las propuestas de educación media básica involucran alrededor de 20 horas por semana. En cambio, 47% de los adolescentes privados de libertad participan tres veces por semana; en ningún caso se llega a completar más de diez horas semanales de clase. El 53% restante tiene una dedicación semanal igual o inferior a las dos instancias por semana.

Las posibilidades de intercambio y socialización entre pares están ampliamente limitadas, ya que sólo 2% de los adolescentes realizan actividades fuera de los dispositivos de privación de libertad.

64% de los adolescentes sostienen que al egresar quieren obtener un trabajo. 98% tienen más de 15 años y cumplen con las condiciones legales de participar en propuestas de carácter laboral (artículo 162 CNA). 37% tienen más de 18 años. En cambio, solamente participan en actividades laborales remuneradas 5% de los adolescentes privados de libertad.

La discrecionalidad en el funcionamiento de los centros y la poca presencia de figuras adultas de referencia –sólo uno de cada cuatro adolescentes recurre a un adulto cuando tiene un problema– producen una debilidad estructural de un sistema de privación de libertad que apuesta al encierro en celdas como práctica dominante. El sistema privilegia el encierro dentro del encierro, el castigo dentro del castigo.

El adulto aparece como una figura ausente en la vida cotidiana de estos adolescentes. Si bien está presente físicamente, ocupa un lugar y un tiempo en el centro, no es una presencia simbólica para el adolescente. Es alguien en quien no se puede confiar. El adulto está sin estar, deja al adolescente expuesto a la pelea y las agresiones, al estallido emocional, a la imposibilidad de “dominio” de sí y de sus propias acciones, a acciones explosivas. La ausencia de figuras adultas confiables propone una relación entre adolescentes y adultos centrada en el ejercicio del control y la sanción. De esa forma, se conforma un espacio de incertidumbre, abierto a la naturalización del enfrentamiento entre pares, del dolor del otro y de la construcción de la desconfianza hacia todos. Produce entornos de violencia entre adolescentes, el aislamiento de los otros pares, el sometimiento del otro o la autosuficiencia, ya que parecen no necesitar de ningún adulto ni de nadie. La relación adulto-adolescente es un efecto de la acción institucional. Una institución que, aparentemente, opera desde lógicas que clausuran la posibilidad de reflexionar sobre las prácticas socioeducativas en la cotidianidad del encierro, sobre las prácticas de los propios sujetos que trabajan en el encierro, los adultos, sobre su relación con los adolescentes y sobre el sufrimiento de los adolescentes.

El sistema de privación de libertad instala un conjunto de estrategias basadas en el encierro compulsivo, que se inicia con un acto ritual, la aplicación del máximo rigor del encierro en el centro de ingreso de varones: una permanencia en la celda de 22 o 23 horas diarias. La medida cautelar, irónicamente, comporta la más radical restricción de derechos. En esos 60, 90 o 150 días, comienza a instalarse una pauta de relacionamiento cotidiano que le exige al adolescente soportar la asfixia, la indignidad y el sufrimiento social (De Gaulejac, 1997) del encierro.

Miedo, desamparo y soledad marcan la forma de habitar el encierro. Ante la necesidad de sobrevivir, el adolescente asume una forma ambivalente de presentarse ante los otros, actúa con una fortaleza ficcional.

En una etapa de la vida en que la vitalidad es característica del relacionamiento con el mundo, la privación de libertad irrumpe con la interdicción en la vitalidad adolescente. Los adolescentes comienzan rápidamente a enrolarse en dos grupos: a) los que se bancan la cana y b) los que les pesa la cana. No es una decisión consciente o explícita, sino un acto de supervivencia. El primer gesto de preservación, de autocuidado, es evitar o disimular la debilidad. Aguantar, bancar, soportar o resistir es parte de la supervivencia, pero también lo es manejarse solo, resolver las situaciones cotidianas con dureza. No recurrir a ningún adulto (73%) y resolver los conflictos peleando (67%) aparecen como formas del endurecimiento. Ante esta realidad, la ambivalencia emerge cuando seis de cada diez adolescentes dicen tomar medicación para poder dormir. De esa forma se crea una barrera química en el despliegue de la potencia adolescente. La supervivencia tiene un sentido positivo, que refiere a combatir lo inhumano (Agamben, 2005:140); se configura en la imagen paradójica de que “el hombre es lo que puede sobrevivir al hombre” (Ibíd., 142), aunque “no debería nunca tener que soportar todo lo que puede soportar, ni llegar a ver cómo este sufrir llevado a su potencia más extrema no tiene nada de humano” (Agamben, 2005:142).

En este sentido, la adolescencia, las adolescencias, habla de sujetos en movimiento, en procesos constantes que provocan desconciertos, incertidumbres; esas que deberían ser “sostenidas” por adultos y vividas con pares. El adolescente, con sus singularidades, debe conocer y convivir con un “nuevo cuerpo”. Es un adolescente psicológica y biológicamente inquieto. Con la necesidad de descubrir y descubrirse, moverse, conocer a otros, otros que lo acompañen (sus pares) y otros que lo sostengan y generen confianza (el adulto) para que se anime a ser, a ser desde sus inquietudes y deseos, pero, en el encierro, ¿cómo transitar estos sentires cuando se está solo? Es un tiempo de aprendizaje de sí, del mundo junto con otros, colectivos humanizantes y comprensivos de lo que sienten. Pero estos jóvenes, en lugar de estar sostenidos, están “sujetados” por una institución, por adultos que, lejos de favorecer su desarrollo físico y psíquico, los sujetan desde acciones de poder y desde sus propias lógicas. En lugar de experimentar, vincularse, disfrutar y sufrir con otros, están solos, sin nadie en quién confiar, sin nada o poco que aprender, más allá de sobrevivir y cuidarse. Esto último es claro en el relato de los jóvenes, eso es lo seguro que se llevan cuando salen. Aprenden, además, a no confiar ni en los adultos ni en sus pares adolescentes y, por tanto, a estar solos. En un tiempo de socialización, en un espacio que postula la resocialización como estrategia para favorecer el desarrollo, el cambio y la transformación como sujetos, estos adolescentes en el encierro viven, al decir de Uriarte (2006), la desocialización. Una desocialización que afecta todos sus vínculos; los de afuera y “los vínculos en y del encierro” (2006:104). Así, se construye un sí mismo entre rejas, se producen subjetividades desde lugares como la desconfianza, el temor, el desamparo y la reafirmación de la vulnerabilidad.

Los adolescentes implícita o explícitamente reclaman confianza y buscan espacios de acción y de estar con otros haciendo, espacios de salud, espacios relacionales, otro trato, espacios abiertos a su dignidad. Entre la pelea y los reclamos, entre el sometimiento y los pequeños márgenes de libertad, de “fuga” reflexiva posible, se dirime su construcción subjetiva y su proyección a futuro.

La observación general 10 del Comité de Derechos del Niño de las Naciones, sobre la justicia de adolescentes establece como principio organizador el respeto de la dignidad, que se configura a partir de brindar un trato acorde con la dignidad y el valor de los adolescentes, de fomentar el respeto del adolescente por los derechos humanos y las libertades de los terceros, de desplegar acciones para promover su integración social y de prohibir toda forma de maltrato y tortura. En un clima de desconfianza de los adolescentes por el mundo adulto, resulta relevante repensar las tramas de relación adolescente-adulto que se instalan en este tipo de instituciones. Como sostiene Tiffer (2012), el principio educativo de las sanciones aplicadas a los adolescentes debe orientarse a incidir positivamente en ellos, a reducir el castigo y la violencia.

Desde esa perspectiva, resulta relevante retomar conceptos desarrollados por la psicoanalista Susana Brignoni, quien, siguiendo a Bernfeld,2 sostiene que la “educación pasa por legitimar las aspiraciones de los sujetos transmitiéndoles los recursos normalizados para su logro. Y apunta a una cuestión del lugar: se trata de ofrecer oportunidades para que el sujeto pueda optar por otro lugar [...]. El cambio del sujeto es efecto del cambio de lugar. Este señalamiento me parece fundamental ya que apunta a un rasgo esencial en la adolescencia: es el hecho de que los adolescentes son muy sensible al lugar que el otro de referencia les da [...] los adolescentes son obedientes al lugar que el otro les da aunque los convoque al peor lugar” (Brignoni, 2012:49-50).

Este enfoque resulta relevante para analizar las prácticas de las instituciones de privación de libertad, ya que la exposición a la violencia y la discrecionalidad que reseñamos dan cuenta de condiciones de tratamiento de los adolescentes que son incompatibles con el ejercicio de derechos y con la construcción de una sociedad más justa y democrática.


  1. El informe completo se puede descargar en https://www.academia.edu/37977441/Consultaaadolescentesprivadosde_libertad 

  2. Pedagogo ucraniano que desarrolló prácticas con adolescentes que cometieron infracciones a la ley penal, dirigiendo centros de internación en Viena en las primeras décadas del siglo XX.