Un meme bastante simple e ilustrativo circuló en las redes sociales cuando comenzaban las manifestaciones en Chile. Bajo el título “Lo que no se ve”, la figura con forma de iceberg mostraba que por debajo de las evasiones en el metro que llevaban adelante los jóvenes en señal de protesta por el aumento del valor del transporte había causas más profundas: salud precaria, pensiones indignas, educación de mala calidad, deuda universitaria vitalicia o empleos precarios, además de las abultadas remuneraciones de la elite política. Ya en medio del vendaval, un ama de casa indignada le explicaba a un movilero de televisión: “Los parlamentarios brillan por su ausencia, los ministros hablan puras estupideces y el presidente con sus demonios internos de la guerra. Porque no son 30 pesos del metro, es la suma de cosas, es la suma de cosas”. A miles de kilómetros del país, al finalizar la presentación de la obra Paisajes para no colorear en el Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz y en el punto más caliente de las protestas, una joven actriz chilena le habla al público: “Esta es una función muy especial, muy conmovedora, muy triste y con mucha rabia para nosotres. Porque nuestro país está pasando por un momento de crisis, por un momento muy doloroso, en el que el pueblo salió a las calles a luchar por la desigualdad económica, por la pobreza, por los sistemas de salud precarios, porque tenemos una educación de mierda, en la que sólo los que tienen plata llegan arriba y todos los pobres se quedan abajo”, disparó con voz quebrada la integrante del vanguardista colectivo teatral La-Resentida. Finalmente, un enunciado ideal para un grafiti se escuchó y se leyó en las crónicas: “No son 30 pesos, son 30 años”.

En las redes, en las expresiones artísticas o en la calle se encontraron explicaciones más profundas que muchas de las que surgieron al calor de los acontecimientos que sacuden a un país inesperadamente levantisco y que encasillan las causas de la crisis en factores de coyuntura o elementos superficiales. Entre las lecturas urgentes, algunos sostienen que estamos en presencia de una mera “crisis de representación”. Según esta mirada, una elite política tecnocrática encabezada por el presidente Sebastián Piñera cometió errores inexplicables en la gestión de un aumento mínimo del transporte y luego agravó la situación con represión, toque de queda y el envío del Ejército a las calles. Otras lecturas, hasta cierto punto complementarias de la anterior, aseguraron que la protesta es la expresión del estancamiento en el ascenso de las denominadas “clases medias”.

La realidad es que las manifestaciones de descontento que recorren el país por estas horas son el punto culminante de una serie de expresiones producidas en la última década y que develaron una crisis de legitimidad del neoliberalismo chileno. Por otro lado, más allá de los discursos ideológicos de un sentido común dominante y de más de 40 años de narrativa estatal neoliberal, la configuración social de los protagonistas habla más de la irrupción de una nueva clase trabajadora flexibilizada del siglo XXI antes que de una clase media frustrada. Una nueva clase ambivalente, ultraprecarizada, muy diferente del movimiento obrero tradicional al que vino a aniquilar el golpe cívico-militar del 11 de septiembre de 1973 y su larga noche de 17 años, pero también distante de cualquier estamento que pueda denominarse fácilmente “de clase media”.

El modelo chileno es un experimento pionero y una variante extrema de neoliberalismo salvaje, fundado bajo la férrea bota dictatorial y sostenido luego por la gestión civil. En el período militar se aplicó un ajuste estructural que modeló un Estado autoritario a los pies del mercado en la vida económico-social del país. Con una reforma constitucional fraudulenta realizada en 1980, incorporó a la ley de leyes los postulados jurídicos del dogma neoliberal. La democracia tutelada instaurada desde 1990 llevó a cabo un control de daños en el terreno social, pero no se limitó a la asistencia de los pobres, sino que se encargó de responsabilizarlos de su situación y convertirlos en emprendedores de sus propias vidas. No fue un mercado activo contra un Estado pasivo, sino un Estado muy diligente para mercantilizar todas las esferas de la vida pública (educación, salud, jubilaciones o pensiones, entre muchas otras). Así nació la patria del consumidor endeudado, de trabajo y vida insegura, de incertidumbre permanente y privatización universal.

La Concertación de Partidos por la Democracia, fundada en 1988 como una coalición de partidos de diversas orientaciones que se oponían a la dictadura de Augusto Pinochet y que alternó a sus referentes en el poder hasta 2011, fue la encargada de la gestión de este “neoliberalismo rosa”. Fueron políticamente antipinochetistas, pero administraron el país de acuerdo con sus coordenadas ideológicas y su legado económico-social. En 2011 el empresario multimillonario Sebastián Piñera ganó las elecciones con pretensión de formar una “nueva derecha” moderna; en 2013 perdió la contienda frente a Michelle Bachelet, pero volvió a triunfar en 2018 hasta que su país le estalló en la cara.

El sostenimiento de lo esencial del orden social y constitucional que, por ejemplo, impide al Estado realizar actividades empresariales, salvo que una ley de cuórum especial lo permita, y contiene un código de trabajo radicalizadamente antisindical se mantuvo durante los años de Concertación y, lógicamente, también en los años de gobierno de la derecha tecnocrática.

Desde la apertura democrática hasta la primera década del nuevo siglo, el país quintuplicó su ingreso per cápita, disminuyó la pobreza (de 38,6% en 1990 a 14,4% en 2015) y una parte de la población accedió a determinados bienes gracias a su nuevo estatus consumista tan efectivo como endeble. La expansión económica lograda a fuerza de un salto descomunal en la superexplotación de la fuerza de trabajo (en los últimos 20 años, la productividad del trabajo –Producto Interno Bruto sobre horas trabajadas– aumentó en 90%, pero las remuneraciones sólo 20%) y a la apertura indiscriminada de la economía permitió ocultar el despojo de las protecciones sociales que llevó adelante el régimen militar.

La vida a crédito se transformó en la única forma de vida posible (70% de los hogares está endeudado) y nació el ciudadano credit card. La fragilidad se evidenció cuando la economía enlenteció su ritmo y se cumplió una de las sentencias del inefable Warren Buffett: “Sólo cuando la marea baja descubres quién se está bañando desnudo”.

Los resultados contradictorios mostraron una expansión sostenida de la economía, pero en un país en el que los súper ricos se llevan el grueso de la torta: 1% de la población acumula 30,5% de los ingresos, según un estudio del Departamento de Economía de la Universidad de Chile. Otras investigaciones arrojan resultados similares. El país está dentro del penoso ranking de los 15 más desiguales del mundo.

Las múltiples oleadas huelguísticas que tuvieron lugar en la última década y el movimiento estudiantil que irrumpió, primero en 2006 con los secundarios y luego en 2011 con los universitarios en reclamo de una educación pública y gratuita, actuaron como caja de resonancia de los malestares de toda la sociedad no con un gobierno, sino con una forma de vida.

La crisis actual no tiene lugar por errores o excesos fácilmente enmendables, sino por el colapso de un modelo y el hartazgo popular con las reformas estructurales del trabajo, la salud, la educación, el saqueo extractivista y la precarización.

La democracia vaciada o degradada es la consecuencia y no la causa de esta orientación general. En la última elección presidencial asistió a votar sólo 46% de los habilitados para hacerlo. A Piñera lo atrapó la paradoja de las sociedades neoliberales “exitosas”: su principal triunfo, la atomización de la sociedad y la destrucción de muchas de sus mediaciones, también puede transformarse en su peor pesadilla. En el neoliberalismo chileno no hay un “Estado ausente”, como afirma cierta idea vulgar del progresismo, sino un Estado presente y en profunda hibridación con las elites económicas, conformando una casta alejada de la sociedad a la que tenían por derrotada.

Por otro lado, hay que relativizar el país de clase media y el mito de la “mesocratización” chilena. Como registra el politólogo Franck Gaudichaud: “Con sólo un tercio de la población ocupada en actividades de servicio, la sociedad chilena se encuentra lejos de una ‘economía moderna de servicio’. Más aun, el grupo de trabajadores manuales, que representa otro tercio de la estructura socio-ocupacional chilena está compuesto mayoritariamente por trabajadores sin calificación (cerca de 20%). El contraste entre los trabajadores en actividades de servicio y los trabajadores manuales muestra el alto contraste en las ocupaciones no agrícolas. [...] Finalmente, las clases populares, compuestas por trabajadores manuales calificados y sin calificación, pequeños propietarios y trabajadores agrícolas, comprenden 47% de la población. Esta pirámide social se asemeja a la de otros países de la región, en los cuales los sectores populares representan gran parte de la población, con una clase media exigua y una elite aun más reducida”.1

Existen nuevas configuraciones de clase, pero también la presencia de las clases populares que sustentan con su labor el deteriorado edificio neoliberal. Con una extensión del trabajo asalariado a grupos intermedios y a muchos jóvenes precarizados, que configuran un “nuevo proletariado en el siglo XXI”, más que una imaginada nueva clase media emergente, cuya nominación ya implica un posicionamiento político.

Más allá de los resultados de las vertiginosas batallas de la coyuntura –los retrocesos de Piñera tomando medidas de una “agenda social” que van en contra de su universo de ideas confirman la quiebra del paradigma–, habrá un antes y un después del octubre caliente chileno. Una irrupción de lucha de clases inesperada, novedosa, híbrida e ideológicamente ambigua, pero en disputa desde el punto de vista estratégico. Una disputa que empieza con llamar a las cosas por su nombre.

Fernando Rosso es periodista argentino.


  1. Franck Gaudichaud, Las fisuras del neoliberalismo maduro chileno. Trabajo, “democracia protegida” y conflictos de clases. Clacso, 2015.