Es frecuente que la oposición política y social haga críticas contundentes sobre aspectos de la realidad económica agropecuaria. Eso tiene cierto impacto mediático, en particular entre los montevideanos, que tienden a manejar poca información del sector. La pregunta es cuánto de veraz hay en algunas afirmaciones y cuánto de posverdad, es decir, de construcción distorsionada de la realidad.

Conocemos ejemplos. En un debate previo a las internas, el precandidato blanco Jorge Larrañaga quiso ser tajante al hablar sobre la disminución del número de tambos en el país. Intentaba documentar las dificultades actuales en la lechería e endilgárselas a los gobiernos frenteamplistas, pero terminó, como se recordará, cometiendo un grueso lapsus que generó innumerables memes en las redes.

Hace unos días Diego Sanjurjo, asesor en seguridad de Ernesto Talvi, cometió su propio desliz. Su tuit que asociaba la disminución del stock ovino ocurrido en el país –pasó de 26 millones de cabezas en 1991 a algo más de seis millones en la actualidad– con problemas de abigeatos generó tal hilaridad que el autor terminó por retirarlo.

Otro asesor del candidato colorado, Eduardo Blasina, afirmó en un programa televisivo, como forma de ejemplificar la crítica situación, que el número de establecimientos agropecuarios había disminuido en el último año en unos 1.400, reiterando lo dicho recientemente por Gabriel Capurro, el presidente de la Asociación Rural del Uruguay (ARU).

En todos los casos –las disminuciones del número de tambos, de establecimientos rurales o de la población ovina– son datos ciertos y son utilizados para demostrar los fracasos de la gestión gubernamental. El tema es que siendo los emisores, salvo en un caso, políticos o profesionales ligados a los temas agropecuarios, no es honesto que utilicen con tal liviandad la información cuando saben, o deberían saber, que esta responde a procesos estructurales y no coyunturales.

En Uruguay se dispone de buena información estadística agropecuaria desde hace tiempo. Cualquier interesado en profundizar sobre producción lechera puede constatar que entre 1987 y 2004 –17 años de gobiernos colorados y blancos– el cierre de tambos fue una constante a razón de uno cada 46 horas. Esa trayectoria descendente se cortó coyunturalmente durante el primer gobierno frentista pero luego retomó su tendencia. El fenómeno, además, ha sido observado en otros países lecheros con estructuras sociopolíticas tan diferente como Argentina o Nueva Zelanda.

¿La oveja les gana?

Tanto Capurro como Blasina criticaron también la reciente valoración del director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP), Álvaro García, respecto de que “la lana había perdido la batalla frente a los sintéticos”, algo constatable con sólo mirar la grifa de una vestimenta. Ambos proyectaron un futuro en el país para la producción ovina sustentada en la fibra natural, si bien el primero descartó que el escalamiento textil, más allá de la producción de tops de lana, como ocurre actualmente, tenga viabilidad. El asesor de Talvi fantaseó con un futuro en el que la lana sea una fuerte alternativa a las dominantes –y contaminantes– fibras sintéticas derivadas del petróleo, desconociendo que las biofibras degradables derivadas de la celulosa vienen ocupando un creciente rol en ese aspecto en el mercado mundial. Como fuente de fibra textil, la oveja tiene un dilema de hierro: o afina su grosor al diámetro cada vez más fino demandado por la industria moderna (menores de 17-19 micras frente a nuestras clásicas de 25-27 micras) para participar en el nicho del 1% mundial de la lana dentro de todas las fibras, o su competitividad internacional seguirá en cuestión.

Por su parte, la producción de carne ovina ha sido –y es– una alternativa; su precio internacional es, además, el más elevado de las carnes. Pero nuestro mercado interno ni tiene demanda ni predisposición a pagar precios superiores a los de la carne vacuna, por tanto se depende del acceso a exigentes mercados en competencia con países históricamente bien posicionados. No obstante, el país ha acumulado experiencia tanto en proyectos de lana superfina como de producción y exportación de corderos pesados, y existe espacio para ambas producciones, pero el stock ovino actual, en competencia con otras alternativas productivas nacionales, es fiel reflejo de esa compleja realidad de mercados.

El declive del número de ovinos ha ocurrido también en otros países. Por ejemplo, en Nueva Zelanda, tan citada por los candidatos opositores, el stock ovino disminuyó de 60 a 27 millones de cabezas en las últimas tres décadas, y en Australia en ese período se pasó de 170 a 70 millones de animales. Nótese que uno es productor fundamentalmente de carne ovina y el otro también de lana. Obviamente el descenso no tuvo que ver con el abigeato. Ni en los países de Oceanía ni en el nuestro. Razones mucho más sólidas y estructurales, algunas generales y otras locales, explican esos procesos, y uno esperaría, dado el perfil de los implicados, que se hicieran aportes a su comprensión en lugar de utilizar frases cortas de alto impacto.

Competitividad o programa social

En relación con el número de establecimientos agropecuarios en el país, las declaraciones juradas recogidas recientemente por el Sistema Nacional de Información Ganadera muestran un descenso pero, como el propio Capurro reconoció tras una consulta específica en un programa radial, eso es una “tendencia histórica y hasta mundial”. Cuando se analizan los datos se observa que la disminución de establecimientos lecheros no ha sido diferente de la trayectoria histórica pero está muy lejos del “cierra un tambo por día” afirmado por líderes opositores y algunos voceros agropecuarios. Lo mismo sucede con los establecimientos definidos como ganaderos. La disminución no va en desmedro del área involucrada ni de la producción total; el tamaño promedio de los establecimientos va creciendo por absorción de las pequeñas propiedades no rentables. Este es un proceso de escalamiento típico de la economía de mercado cuya consecuencia social es el desplazamiento en la radicación de la población rural. Ante esto, el presidente de la ARU sostuvo que “los países se preocupan y generan políticas para mantener la gente en el campo”, ejemplificando que “la Unión Europea destina 35% de su presupuesto a política de apoyo rural”. Esa decisión, que es claramente una política social y no productiva, va acompañada además de componentes proteccionistas a las importaciones de productos agropecuarios de extrarregión, que obviamente todos conocemos y padecemos.

Pero Capurro expuso también en la Expo Prado –y desarrolló en el reportaje radial– su visión de vinculación lineal entre competitividad y programas sociales: “Lo primero es lo primero, la secuencia es esa: competitividad, inversiones, trabajo, crecimiento, recaudación y políticas sociales, no a la inversa”.

El asunto es que si la disminución de productores es un fenómeno estructural –económico y también cultural– y la única forma de contrarrestarlo o atemperarlo es asumirlo y enfrentarlo desde una perspectiva de política social y no de rentabilidad económica, la pregunta subsecuente es cómo atamos, entonces, esos dos conceptos expuestos: los programas sociales deben ser el último eslabón de una cadena iniciada con el incremento de la competitividad, y los programas sociales deben sustentar a los productores que por escala no son rentables.

Lo anterior muestra que ciertos titulares impactantes en los medios, más que reflejar la realidad agropecuaria, terminan escamoteándola, y que lo que aparentan ser irrefutables axiomas no logran sostenerse apenas se los analiza.

Edgardo Rubianes fue presidente de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación.