Rondeau y Uruguay. A una cuadra de donde, durante todo el año, salí los lunes después de las diez de la noche del lugar más seguro: Affidamento, un espacio de encuentro para mujeres.
A una cuadra, en esa esquina que crucé como tantas lo hacemos, relojeando los semáforos, fue apuñalada. Por su ex pareja. Sobre quien pesaba una orden de restricción perimetral por ser violento con ella.
Las frases cortadas son porque necesito recuperar el aliento. No es momento para el estilo. ¿Acaso no tienen ganas de salir a buscar a sus amigas para reflejarse en rostros que entiendan lo que pasó, lo que nos pasa? Porque cada una nos duele. Y duele ya perder la cuenta, no saber si se trata de otro feminicidio –u otro intento de–, no saber ya qué ni cómo contar.
Viva te queremos, hermana. Hermana que sobreviviste, que hiciste lo que te dijeron, que denunciaste; que hiciste lo que creíste mejor, vos que ya no sabés dónde buscar ayuda, a quién llamar y a quién no, que te preguntás por qué le tenés que volver a avisar a tu familia para dónde vas y de dónde venís; vos, tan independiente, tan manejando sola viviendo en la periferia sabiendo que la inseguridad no es el barrio, sino el machismo.
¿Cómo nos cuidamos, aun quienes sabemos que la salida es colectiva pero no tenemos a nadie a quién recurrir?
“Cuánto hay que insistir en los pequeños refugios que nos armamos para que sean de cuidado de verdad”, me comenta una amiga. Y cuánto escuchamos atentamente en esos espacios –le retruco–. A veces no se escucha, y otras no se sabe qué hacer con lo que se escucha.
Miro a última hora del día el testimonio de una compañera de trabajo de la mujer apuñalada. La mujer habla de cómo estaban pendientes de ella, que ese mismo día se había reincorporado al trabajo luego de haber estado internada –donde él ya había violado la orden de alejamiento–. Habla de ser mujer y de poner la amistad ante todo, y de luchar para salir adelante. La movilera nombra la “sororidad” que pusieron en práctica, la trabajadora reivindica eso, mi pecho se ensancha. Estamos menos solas si vamos tejiendo este lenguaje en común. Porque el lenguaje pone prácticas en palabras, y viceversa. Somos sororas y ya no rechina, de a poco, reivindicarnos feministas. Que para otros esa reivindicación se lea en clave de amenaza (saben que sus privilegios están amenazados) es algo que les urge pensar y deconstruir a varones y a personas con actitudes machistas. Deseo no autocensurarnos ni tener que medir tanto las consecuencias si nos reivindicamos como sujetas políticas.
El “estamos para nosotras” es una bandera más hermosa todavía cuando nos envuelve en abrazos, en caminatas juntas hasta la parada, en menos juzgamientos y más planes para encontrarnos. Ocupar el espacio público, las calles, las plazas, los bares, sin dar explicaciones ni pedir permiso: eso significa “hasta que todas seamos libres”.
Morimos de disparos en la cabeza, disparos que ejecutan otros. Nos hallan muertas en cañadas llenas de mugre. Estos eufemismos parecen nuestra espada de Damocles: nos recuerdan el ejercicio del poder patriarcal físico y simbólico sobre nuestras vidas. Cada femicida suicidado después de asesinarnos nos recuerda que no quieren dejar de ser guionistas de nuestros latidos, que respiramos o dejamos de respirar en función de sus decisiones. Entiendo que les cueste aceptar su parte de responsabilidad en esta historia, pero no me pidan que los justifique. No mientras nos sigan calificando de “intensas” por cualquier actitud mínimamente empoderada.
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Morimos de disparos muchas veces ejecutados por hombres policías. Más de 400 agentes fueron desarmados en 2017 tras ser denunciados por violencia doméstica.
Se habla de declarar la violencia basada en género como una “emergencia nacional”. No creo que el discurso emergencial ayude en algo, pero no critico a las compañeras que lo proponen. A veces tenemos que acudir a un estado de emergencia para probar si nos prestan atención, si entienden que estamos actuando y pensándonos sobre una herida que no se puede suturar si no hay justicia feminista.
Si hay que declarar emergencia nacional para que se ejecute un presupuesto insuficiente –por no decir inexistente– para aplicar la Ley Integral contra la Violencia hacia las Mujeres basada en Género, bienvenida sea la emergencia. Lo que me preocupa del clima emergencial es, justamente, verlo como emergencia y no como una situación problemática estructural y sistémica que hay que abordar más allá de la urgencia. Pensar en lo urgente es actuar sobre lo inmediato, y aquí hay un problema de larga data, pero “nadie hace preguntas porque la complicidad es enorme”, como escribió otra amiga.
En una escena digna de realismo mágico del horror, una Glock “se disparó”. ¿Qué hace el arma ahí? ¿Qué hacemos con esa orden implícita de ser “24-horas-policía” cargando el arma reglamentaria todo el día? ¿Cómo se aborda la violencia machista dentro de una institución policial que promueve la heroicidad sacrificial reforzando un mandato de masculinidad hegemónica?
Y, por supuesto, ¿qué hace un hombre de 29 años con una niña de 17? ¿Qué hacen las familias de ambos, y el barrio, y las instituciones, bajo el sopor de diciembre?
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En tiempos de amigo invisible, ¿quién nos regalará la tranquilidad, la paz en el pecho, el abrazo-refugio, la querencia?
Han desvirtuado la palabra “seguridad”. Nos han hecho creer que este estado de incertidumbre y miedo por nuestras vidas feminizadas es natural, mientras nos gritan por Twitter que somos punitivas.
Basta. Un poco de respeto.
Han matado a una de nosotras. A una niña de 17 que iba a parir. La han reventado y el tiro llegó hasta las que estamos lejos.
Hace una semana, pasé por el páramo en el que vivías. Las Piedras, Bella Unión, tan cerca del verde, de la caña; un camino marcado por los peludos que tuvieron que bajar hasta acá para que los viéramos. Vuelvan. O mejor, marchemos nosotras para, de verdad, hacernos presente, verbo encarnado frente a la injusticia.
Azul Cordo es periodista y militante feminista.