El acercamiento de Cuba y Venezuela pareció reconciliar pasado y futuro. El socialismo del siglo XXI venía al rescate del del XX para, además, mejorarlo. Pero no fue así y hoy, a 20 años de la Revolución bolivariana, Venezuela se encuentra en una crisis de su modelo de populismo petrolero crecientemente autoritario. Y Cuba transita su propia forma de restauración capitalista. Pero Cuba y Venezuela comparten también una certeza: no hay paraísos a los que regresar. Ni la Cuba pre-59 ni la Venezuela pre-Chávez eran la panacea que hoy algunos creen.
Si queremos, como pretende este artículo, mirar a Venezuela desde Cuba y junto a Cuba hay que retroceder hasta diciembre de 1994, cuando Hugo Chávez, recién liberado de la prisión a la que fue condenado por su conato golpista, llegó a La Habana y fue recibido por Fidel Castro con un ritual a la altura de una promesa heroica. Chávez, quien no rebasaba los 40 años, hizo un discurso antiimperialista encendido que anunciaba al caudillo de masas en ciernes, pero aún arrastraba la verticalidad adusta de los cuarteles. Su visita a Cuba, dijo, estaba dirigida a la formación de “un proyecto revolucionario latinoamericano mutuamente alimentado”, lo que se conseguiría cuando él accediera al poder por la vía electoral para abrir otro período republicano que dejara atrás las muchas frustraciones acumuladas.
Por supuesto que esto no era el comienzo de las relaciones entre ambas sociedades. Desde que los comerciantes de La Guaira comenzaron a rellenar sus botes en La Habana en el siglo XVI, Venezuela y Cuba han estado compartiendo economía, cultura y política, en una relación agitada de encuentros y desencuentros. Pero a partir de ese momento, y sobre todo de 1998, cuando Chávez logró una holgada victoria electoral sobre los escombros de la república montada sobre el Pacto de Puntofijo, Cuba se hizo imprescindible en el análisis del paisaje venezolano. En ocasiones para denostar a sus asesores militares y de seguridad o para ensalzar sus profesionales de la salud.
Para los cubanos comunes Venezuela dejó de ser buena música de salsa, para devenir una suerte de reverdecimiento revolucionario en momentos en que la revolución propia había perdido todo sex appeal y en que la persistente mediocridad económica demandaba a gritos otro apoyo financiero solvente. La relación fue tan cercana que algunos líderes chavistas –convirtiendo, como decía Umberto Eco, el exceso de virtud en desenfreno del pecado– hablaron de una federación política que los dirigentes cubanos se ocuparon de desechar, como recordando precavidamente que una cosa era andar juntos y otra pernoctar revueltos.
Es por estas razones que para hablar de Cuba hay que hablar de Venezuela y viceversa. No hacerlo es una omisión imperdonable, pero hacerlo sencillamente puede conducir a ilusiones, usuales en el escenario cubano, sobre todo si el tema cae en el campo de las pasiones políticas. Cuando se homologan las experiencias de ambas sociedades desde Cuba se tiende a ver a Venezuela a veces como pasado, y otras veces como futuro. En el primer sentido, dirían los partidarios de la teleología castrista, Venezuela atraviesa ahora un momento de clivaje y ruptura conducente a la consolidación de un régimen político revolucionario, tal y como Cuba lo vivió en los lejanos años 60. En el segundo sentido, dirían los siempre inflamados opositores, Venezuela muestra un camino de insurgencia cívica que Cuba no tardará en remontar para conseguir la restauración de un orden democrático-liberal.
Dos crasos errores, pues aunque los discursos oficiales se encargaron de acercar ambas experiencias todo lo posible y de remitirlas en conjunto a un solo contexto histórico, habría que reconocer que junto con similitudes visibles también han existido diferencias que definen la naturaleza y el itinerario de sus procesos.
Cuba vivió una auténtica revolución social –que finalizó básicamente a mediados de los años 60– y dio lugar a un largo período posrevolucionario que ha atravesado diferentes fases. Al erigirse sobre los escombros de una dictadura militar (aunque también de una república devaluada por la corrupción y la inequidad), pudo maniobrar exitosamente en función de un sistema político totalitario que reprimió y exportó la disidencia con el invaluable apoyo de la injerencia imperialista estadounidense.
Al mismo tiempo, el sistema cubano consiguió articular un sistema eficaz de provisión de servicios sociales, organizador del consumo personal regimentado y que promovió la movilidad social de amplios sectores populares. La existencia de este sistema es clave para entender la capacidad del Estado cubano de sortear las mayores crisis, como ocurrió entre 1990 y 1994, cuando la economía se redujo 50%. El sistema de provisiones pudo seguir funcionando aun en los peores momentos y sembrar la idea legitimadora de una revolución-que-no-abandona-a-su-pueblo. Todo ello condimentó el control político con fuertes dosis de consenso que aun hoy manifiestan franjas importantes de la población.
El chavismo, en cambio, no fue una revolución –no cambió la estructura de propiedad y poderes sociales, ni destruyó al viejo sistema político– sino una briosa (y estridente) experiencia populista de izquierda llamada a convivir con la burguesía y la propiedad privada capitalista. Y que haya afectado a unos u otros con medidas radicales fue más el resultado de fugas hacia adelante que de planeamientos para el futuro.
Su dinámica dependió siempre de los precios del petróleo, como casi todo en Venezuela desde hace 60 años, donde discursivamente tanto la democracia como el socialismo han aparecido asociados a la bondad petrolera. Aunque el sistema fue evolucionando hacia formas políticas autoritarias y caudillistas, nunca eliminó la oposición organizada ni consiguió el ensamblaje monocéntrico cubano. Sus programas sociales –que tuvieron un efecto positivo en la eliminación de la pobreza y la inclusión social entre 2003 y 2012– se organizaron en “misiones” de manera voluntarista y asistémica, directamente subordinados al caudillo. Y el apoyo económico a gobiernos y movimientos afines en aras de una revolución continental bolivariana no produjo tal revolución, pero alteró la geopolítica regional y erosionó dramáticamente los recursos nacionales.
En la misma medida en que tanto el chavismo como el castrismo se originan desde la disrupción política y prometen un nuevo ordenamiento que denominan socialista, ambos funcionan mediante la sobredeterminación de la política. Pero mientras el castrismo garantiza su sobrevivencia navegando sobre ella, el chavismo se deshace en jirones, sencillamente porque el régimen cubano aprendió a usar la política como recurso económico, mientras que el venezolano hizo lo opuesto. Si los dirigentes cubanos cultivaron una particular habilidad para hurgar en los monederos ajenos, los venezolanos convirtieron a su país en uno particularmente pródigo.
Desde el siglo XVI la sociedad cubana aprendió a convertir a la política en mercancía, y no creo que exista, a excepción de Puerto Rico, otra sociedad que haya disfrutado de cuotas mayores de subsidios a lo largo de su historia. Y la nueva élite posrevolucionaria se apropió exitosamente del legado al mismo tiempo que combinaba de manera equilibrada acumulación y gobernabilidad. En consecuencia, nunca tuvo una época económica dorada, pero pudo evadir el desastre.
El chavismo sí tuvo su época dorada. Fue cuando, con el petróleo a más de 110 dólares el barril, organizaba elecciones libres con 75% de participación y más de 60% de votos favorables, reducía la pobreza significativamente e interfería en toda la política continental. Aunque Hugo Chávez, con esa elocuencia tan propia de los caudillos populistas, juró en una ocasión que ni siquiera con “el petróleo a cero” se detendrían sus programas revolucionarios, no hubo que esperar tanto: el sistema se hizo añicos cuando el barril bajó a menos de 60 dólares.
La dulce convivencia del Estado corrupto con el mercado especulador se convirtió en una mezcla letal para los venezolanos medios. Actualmente, la economía venezolana no es capaz ni siquiera de beneficiarse de los precios ascendentes del petróleo. Esa cualidad populista que pretende resolver las crisis agregándoles más crisis ubicó al país en el umbral de la hecatombe.
Cualesquiera que sean los resultados en sus detalles, tanto Cuba como Venezuela parecen haber llegado al final de un itinerario.
Nada indica una ruptura en Cuba. La isla sigue ofreciendo –aunque cada vez de manera más deficitaria– una vida segura aunque mediocre en un sistema político severamente controlado y una oferta creíble de mejoría en otras latitudes. La oposición –no importan ahora sus quilates morales y políticos– es débil y poco influyente. La clase política posrevolucionaria experimenta un proceso de recambio que implicará a una nueva generación política dirigiendo la restauración capitalista (y su propia metamorfosis burguesa) y rearticulando los pactos que la hacen posible, tanto internos como externos. En Venezuela todo indica, en cambio, una ruptura que debe poner fin a un gobierno indigno y obsceno. Ello podrá ocurrir de muchas maneras –unas política y humanamente más lamentables que otras–, pero no parece que el nivel de polarización actual pueda resolverse en una mesa con los mismos actores.
Pero, saltando las coyunturas, lo que puede resultar verdaderamente importante es que ambas sociedades y sus élites emergentes entiendan que no hay paraísos a los que regresar. Cuba no era –como imaginan los emigrados cuando desempolvan fotos amarillas– un lugar envidiable por su pulcritud, desarrollo y libertad. Cuba era una república siempre frustrada, con niveles angustiantes de corrupción, desigualdad y exclusión sociales y una permanente injerencia estadounidense. Tampoco Venezuela lo era, cuando, a pesar de su riqueza petrolera y de la opulencia de su clase media, convivía con niveles altos de pobreza y desigualdad, una corrupción alarmante y una erosión política que se expresó con fuerzas en los años 90.
Las masas populares que apoyaron a la Revolución cubana en 1959 y al desafío chavista en 1998 no eran sujetos desorientados y carentes de discernimiento. Eran personas, eso sí, que buscaban la esperanza –como anotaba Bertolt Brecht– en callejones sin salida. Y lo hicieron rompiendo lo que fuese necesario para acceder a la dignidad. Ello podría seguir sucediendo si no entendiéramos que, como anotaba Ernesto Laclau, el capitalismo neoliberal puede ser un enemigo peor de la democracia que el populismo.
Haroldo Dilla es sociólogo e historiador cubano, profesor de la Universidad Arturo Prat y la Universidad Católica en Chile.
Esta columna fue publicada originalmente en la revista Nueva Sociedad.