la diaria publicó el martes 19 una columna de opinión de Jordi Cuixart, uno de los 12 líderes independentistas que en estos días están siendo juzgados en España, acusados de haber declarado unilateralmente la independencia de Cataluña, organizar un referéndum ilegal y malversar fondos públicos con ese propósito.
Dado que aquí no escasean los dispuestos a consumir el mix de fantasías y mentiras del independentismo catalán –un movimiento reaccionario en el que cierta izquierda alucinada percibe empeños emancipatorios–, conviene no dejar pasar las afirmaciones más grotescas de la columna del señor Cuixart. Cuixart pretende que en este juicio se decide si España es o no una democracia y decora sus afirmaciones con palabras que pueden endulzar los oídos de algunos incautos: libertad, votar, derechos humanos, humillaciones, lucha contra la extrema derecha.
La democracia española cumple con todos los estándares de las democracias contemporáneas. Los jueces tienen independencia y se respetan todos los derechos políticos, incluido el derecho a un juicio justo, a la presunción de inocencia y a una defensa legítima. La prueba de ello son las palabras del propio Cuixart, quien en su columna reconoce explícitamente que, como en todas las democracias, el fallo del juicio es incierto (“sea cual sea el resultado del juicio...”). En los regímenes autoritarios los fallos se conocen de antemano y, por lo general, suelen ser del agrado de los gobernantes. Me animo a conjeturar que no es lo que ocurriría con una eventual condena de los acusados.
Otro despropósito de Cuixart que pretende abonar la tesis de la conspiración autoritaria para silenciar a los independentistas es el ridículo alegato de que a él y a sus pares los están juzgando por haber “defendido los derechos humanos más básicos: el derecho de la gente a votar sobre su futuro político, a manifestarse pacíficamente y el derecho a la libertad de expresión”. Conviene ser enfático en este terreno para que ningún distraído, sobre todo los distraídos de izquierda inclinados a creer que los catalanes son un pueblo sojuzgado, una suerte de rohingyás ibéricos: a los acusados no se los está juzgando por sus opiniones ni por defender los derechos humanos ni otras fábulas deslizadas por Cuixart. Se los juzga por sus actos. Y esos actos han sido violar las leyes fundamentales, la Constitución española y el Estatuto de Cataluña, desobedecer abiertamente una decisión judicial, ordenar a la Policía catalana que desconozca las órdenes judiciales, usar fondos públicos con propósitos ilegales (la organización del referéndum) y, además, incitar a la resistencia contra los cuerpos policiales que se disponían a cerrar los colegios electorales.
Ya se verá si los fiscales logran probar la ocurrencia de esos delitos, pero los acusados no están en la cárcel por defender los derechos humanos ni por ninguno de los bellos ideales que invoca Cuixart, sino, repito, por sus nada irrelevantes actos.
Imagínense que en Uruguay un departamento declarara unilateral e ilegalmente la independencia del Estado uruguayo o que una autoridad política local desconociera una decisión judicial y llamara a los ciudadanos a desobedecerla. ¿Qué dirían si, además, esa autoridad política tiene a su mando un cuerpo armado de miles de hombres, al que le ordena que incumpla las leyes y la constitución vigentes? ¿Y si además los eventos ilegales se organizan con dinero del presupuesto público? No luce nada bien, ¿verdad? ¿Y acaso luciría mejor si todo eso se hiciera en nombre de una causa del tipo “derecho a votar”?
Los catalanes votaron infinitas veces desde el fin del franquismo: en elecciones legislativas, autonómicas, municipales, europeas y también en referéndum para aprobar la actual constitución española. Por cierto, en ninguna de ellas los partidos independentistas sumados alcanzaron 50% de los votos, ¡lo que no les ha impedido atribuirse la representación del “pueblo catalán”! Pero además, Cuixart y los independentistas parecen ignorar nociones básicas de democracia. En primerísimo lugar, que en democracia no todo se decide por votación: por ejemplo, despojar de derechos a una parte de tus conciudadanos, como pretenden los independentistas (que los españoles no catalanes dejen de ser ciudadanos y pasen a ser extranjeros en una parte del territorio) no se puede decidir por el simple criterio mayoritario.
En segundo lugar, cuando se vota, se vota de acuerdo con determinados procedimientos y reglas. No es que voto cuando y en las condiciones que se me ocurran. Da la impresión de que los independentistas no conocen la noción de que la democracia no consiste sólo en votar, sino en respetar reglas y procedimientos que son garantía para todos los ciudadanos, en particular para los más débiles. Creen que por invocar una causa supuestamente noble están dispensados de respetar las leyes.
Por fin, cabe recordarle a Cuixart que el derecho a la autodeterminación que invocan los independentistas está reconocido por la Organización de las Naciones Unidas como derecho de los pueblos a que sus ciudadanos puedan realizarse políticamente, elegir a sus gobernantes y participar en las instituciones. Sólo en situaciones muy específicas ese derecho puede convertirse en derecho a la secesión. Esas excepciones son las de los pueblos sometidos a dominación colonial u ocupación extranjera. Hay que ser muy necio para sostener que Cataluña, que goza de una amplísima autonomía en todos los campos de la vida social, está sometida a opresión colonial.
Ninguna constitución moderna contempla el derecho de un territorio a desgajarse. Y parece lógico. Si no fuera así, cualquier minoría disconforme podría decir “me voy y rompo el pacto que nos une”. Por ejemplo, los ricos podrían amenazar con irse si juzgan que se les cobran demasiados impuestos. Con el criterio de “si no me gusta me voy”, mañana la provincia de Barcelona también debería poder separarse de una eventual república catalana, y así hasta el infinito. Un despropósito mayúsculo.
Irse de un país no es un asunto menor, como irse de una sociedad numismática, por decir algo. No se puede hacer al grito de “nos queremos ir y punto”. No, a mis conciudadanos les debo razones. ¿Qué dirían ustedes si mañana los habitantes de Punta del Este dijeran que se van de Uruguay y no nos dieran más razones que “tenemos derecho a hacerlo”?
Las razones esgrimidas tiempo atrás para defender el proyecto secesionista –ahora sólo se invoca maniáticamente el derecho a decidir– fueron básicamente dos, que no puedo abordar extensamente aquí, sino apenas mencionar: 1) “somos diferentes”, como si los diferentes no pudieran convivir en la misma comunidad política, es decir, pretenden que la ciudadanía se funde en criterios prepolíticos, identitarios (y eso que Cataluña es tan mestiza como el resto de España y como cualquier sociedad contemporánea), y 2) “España nos roba”, que alega un supuesto, indemostrado e indemostrable “saqueo” de Cataluña vía balanza fiscal: los catalanes, con rentas medias más altas que la media de los españoles, aportarían (de nuevo el condicional) más al fondo común de “lo que deberían”. El guion vendría a ser el siguiente: no tenemos por qué ser solidarios con los que no son de los nuestros. Se podrá definir esas “razones” como se quiera, pero desde luego tienen muy poco que ver con ideales de libertad e igualdad.
Jorge Barreiro es periodista y ensayista.