Los horrendos hechos confesados por José Gavazzo tuvieron lugar en marzo de 1973. Roberto Gomensoro fue una de las primeras víctimas de las prácticas de desaparición forzada y asesinatos “antisubversivos” en Uruguay; antes de él, en 1971, Abel Ayala y Héctor Castagnetto fueron secuestrados en acciones atribuidas al Escuadrón de la Muerte, que el mismo año se cobraron la vida de Manuel Ramos Filippini y de Ibero Gutiérrez.

El decreto de disolución de las cámaras y creación de un Consejo de Estado tuvo lugar en junio de 1973, firmado por el propio presidente de la República. Para ese entonces, las fuerzas represivas y los grupos paramilitares acumulaban decenas de muertos y denuncias sobre las extendidas prácticas de secuestros y torturas.

En setiembre de 1971, el gobierno encomendó que “los Mandos Militares del Ministerio de Defensa Nacional, asuman la conducción de la lucha antisubversiva [...] conjuntamente con la policía” bajo la dirección de las Fuerzas Armadas (FFAA). En abril de 1972 el Parlamento, a solicitud del Poder Ejecutivo encabezado por Juan María Bordaberry, aprobaba el Estado de Guerra Interno, consagrando el gobierno de excepción y el pasaje de toda una zona de la represión penal a la jurisdicción castrense, estableciendo que “los detenidos serán sometidos a la jurisdicción penal militar”.

El 13 de mayo de ese año, el ministro de Defensa Nacional informó en la Asamblea General sobre el saldo de 27 días desde la aprobación del Estado de Guerra Interno: 18 muertos y 256 detenidos. En ese balance se contaban los ocho militantes asesinados por la Policía en la Seccional 20 del Partido Comunista del Uruguay. El mismo Parlamento aprobó por mayoría la prórroga en dos oportunidades del Estado de Guerra Interno y de las garantías individuales; cinco meses después, aprobaba la Ley de Seguridad del Estado, en medio de discursos anticomunistas, contrarrevolucionarios y de “defensa de las instituciones” contra la sedición.

Los demonios y la unidad nacional

Un discurso político hegemónico durante las décadas posteriores a la salida de la dictadura cívico-militar tendió a ubicar la ruptura en junio de 1973, para lo cual colocó el foco en la disolución del Parlamento y no en la represión, el asesinato, las torturas, la persecución política y la guerra declarada contra un sector de la población bajo la dirección de las FFAA. Esta operación narrativa (política) hacía énfasis en las rupturas y no en las continuidades entre la dictadura cívico-militar y el régimen de excepción y guerra interna inmediatamente anterior.

Fue acompañada desde sus primeros pasos por la llamada “teoría de los dos demonios”, un nombre que se utilizó para etiquetar la construcción narrativa del gobierno de Raúl Alfonsín en Argentina y el prólogo al documento del Nunca más. En Uruguay, uno de los principales defensores de esta lectura del pasado reciente ha sido el ex presidente Julio María Sanguinetti, quien ocupó un lugar central en el proceso político desde principios de la década de 1980. En su interpretación, “nos encontramos con una desasosegada sociedad uruguaya, que fue arrastrada al enfrentamiento por un núcleo pequeño de jóvenes descreídos del valor superior del Estado de derecho democrático, lanzado a una conquista del poder por la fuerza revolucionaria. A ellos, a su vez, les respondió una institución del Estado a la que otra minoría, embriagada por la victoria, condujo mesiánicamente a la dictadura”.1

La “teoría de los dos demonios” o de “las dos demencias” acompañó la construcción del discurso que justificó la salida pactada y la unidad nacional bajo tutela militar. Las representaciones del pasado se readecuaron en esos años, dando lugar a una narrativa en la que los militares se habrían impuesto a los partidos políticos y usurpado el poder, quebrando la democracia ejemplar que había caracterizado históricamente a nuestro país. Esta construcción memorial conllevaba olvidos necesarios. En esta versión, que se transformó en memoria oficial, los partidos políticos gobernantes, defensores y representantes de la democracia, habrían quedado atrapados, junto con el resto de la sociedad, en el enfrentamiento irracional entre dos fuerzas autónomas. De esta manera, la mayoría de los políticos que ejecutaron, aprobaron o dejaron pasar la instauración del terrorismo de Estado y el poder militar se presentaban como opositores a la dictadura, dejando de lado su casi nula resistencia al golpe de Estado, que estuvo en manos de los sectores populares y, en particular, de la clase obrera.

La reconciliación de los partidos gobernantes con las FFAA, por medio de la política de pactos e impunidad, garantizó que los apellidos que gobernaban en los años previos al golpe de Estado (y algunos durante) hayan tenido un papel protagónico como personal político del Estado a partir 1985.

La casa está en orden

Los asesinatos y torturas en “democracia” nos colocan frente a la necesidad de repensar las responsabilidades políticas del horror y de la guerra feroz contra el pueblo trabajador y las organizaciones de izquierda. Al mismo tiempo, nos obliga a reflexionar sobre el régimen que le abrió las puertas y le dio sustento político, económico e ideológico.

El Estado de Guerra Interno y las prácticas de persecución política se desenvolvieron en el marco de la legalidad constitucional. Las medidas “de excepción” y la utilización de las armas del Estado contra el pueblo trabajador no aparecieron en el país en 1968: las medidas prontas de seguridad, las doctrinas anticomunistas, la represión a conflictos obreros y a movilizaciones populares tenían una larga historia.

En el “Uruguay próspero”, atravesado por el anticomunismo de la Guerra Fría, el colegiado, con Andrés Martínez Trueba a la cabeza, decretó medidas prontas de seguridad en 1952, mientras combatía las huelgas con represión y disolución de gremios, un camino que ya había transitado Tomás Berreta en 1947.

Por otra parte, la instauración del terrorismo de Estado en nuestro país acompañó el recorte de conquistas sociales y políticas, la violación sistemática de las libertades, la quita de derechos y garantías, y un paquete de medidas de guerra contra las condiciones de vida y de trabajo. No se trata solamente de las medidas implementadas, sino de la orientación social de estas medidas: los intereses de clase y el régimen social a los que respondieron.

En la situación política actual, estas reflexiones sobre el pasado reciente podrían contribuir a repensar el carácter de esa democracia que parió la dictadura cívico-militar, así como el papel de las FFAA y de los aparatos represivos en la actualidad.

Martín Girona es licenciado en Ciencias Históricas.


  1. Sanguinetti, Julio María (2008), La agonía de una democracia. Montevideo: Taurus.