Hace ya muchos años, en el milenio pasado, recuerdo haber leído, en El País de Madrid, un artículo con la firma de Gabriel García Márquez, titulado “El cuento de los generales que se creyeron su propio cuento”1.

Viene hoy a mi recuerdo aquel título, en ocasión de los sucesos recientes relativos a las confesiones de un represor de la dictadura cívico militar que sufrió Uruguay entre 1973 y 1985.

Entre ruidos de campaña y especulaciones sobre el tránsito de expedientes de Tribunales de Honor Militar, emerge la crudeza de los hechos: en 1973, un militar en actividad trasladó el cuerpo de un joven prisionero desde Montevideo hasta Paso de los Toros, envolvió los restos de su víctima en tejido de alambre con piedras y lanzó este amasijo de carne, metal y rocas al Río Negro. De esta forma, iniciaba la consumación del delito de desaparición forzada.

Roberto Gomensoro Josman se llamaba la víctima; Marta Josman, su madre. Una de las madres que, durante años, dieron su vida por saber la suerte de sus hijos desaparecidos. Como Luz, como Violeta, como Hortencia, como Cacha. Y tantas y tantas, con quienes compartimos desvelos y anhelos. Muchas otras hijas e hijos, padres, hermanos y compañeras desaparecieron, como parte de un plan sistemático de eliminación y terror.

Durante años, en este país y en la región, muchos militares y civiles favorecieron o practicaron el ocultamiento. Y durante décadas, uruguayas y uruguayos seguimos reclamando verdad, justicia y memoria, para construir el “nunca más”.

Por detrás -por dentro- de los expedientes administrativos de los Tribunales de Honor Militar que hoy se conocen, late la realidad de la barbarie, del silencio, del ocultamiento, de la impunidad.

Frente a ella, otros militares de hoy, no fueron en la ocasión capaces de asumir la historia. Dejaron pasar, una vez más, la oportunidad de dignificar su profesión, despojándose de las ataduras corporativas, para ayudar a alumbrar la verdad. Faltaron otra vez a la cita con las mejores tradiciones de las Fuerzas Armadas: el legado de los militares constitucionalistas; de Seregni, de Licandro, de Zorrilla, de Lebel, de Aguerre, de Halty. En ellos, otros oficiales y soldados que en todo tiempo defendieron y defienden la tradición artiguista.

Ante la confesión y las omisiones, el Presidente, en expresión de la institucionalidad de la República, asume con dignidad, el ejercicio legítimo del mando civil por sobre el poder militar.

Cuando en otras comarcas, incluso aquí cerca, se reivindican los golpes de Estado, las rupturas democráticas, en Uruguay tenemos el deber y el desafío de reafirmar la democracia. La defensa de los derechos humanos -de todos los derechos humanos- como clave de la construcción política de las sociedades contemporáneas.

No nos quedemos en la superficie de los expedientes y su trámite. Invito a la sociedad toda, y especialmente a los partidos políticos, a reflexionar sobre los episodios recientes, porque lo que está en juego hoy, aquí, vuelve a ser el grito indignado, comprometido: NUNCA MÁS.


  1. El País de Madrid, 9 de diciembre de 1980. Accesible en https://elpais.com/diario/1980/12/09/opinion/345164401_850215.html