Los uruguayos gozamos internacionalmente, al menos entre quienes pueden ubicarnos en un mapa, de una fama de mansos y humildes. Sin embargo, detrás de ese aparente bajo perfil, tenemos una llamativa tendencia a la megalomanía como Estado. Siendo un pequeño país, coqueteamos con proyectos como el puerto de aguas profundas más al sur de América, o la mina a cielo abierto más grande, o la mayor planta de celulosa del mundo. Ahora a esta lista se suma ser el primer país de América del Sur, y tercero en el mundo, en implementar masivamente la tecnología 5G.1

Esta noticia, anunciada por las autoridades el mes pasado en tono de celebración, fue levantada tal cual por los medios de comunicación masivos, sin ningún análisis adicional. Por esta razón quisiera poner algún matiz, con la modesta intención de iniciar un mínimo debate, en el contexto de hecho consumado al que ya deberíamos estar acostumbrados cada vez que Uruguay se embarca en un proyecto pionero que nos coloca en el delgado límite entre líderes emprendedores y conejillos de indias.

En el mundo de hoy estamos rodeados de ondas electromagnéticas, principalmente señales de wifi y de telefonía celular. Estas ondas, que podemos agrupar como “microondas no ionizantes”, atraviesan nuestros cuerpos en todo momento, mientras permiten nuestra conexión con el mundo vía dispositivos electrónicos. Los tenemos en nuestras casas, lugares de trabajo, plazas y centros educativos. Ya casi ni recordamos cómo nos comunicábamos, llegábamos a nuestros destinos o averiguábamos cualquier información antes de que existieran. Y, sin embargo, no existe la certeza de si son o no nocivas para la salud. La red 5G implica una mayor exposición a este tipo de microondas, además de ser de una frecuencia mayor (o sea, con un impacto potencial más alto).

La pregunta que quisiera poner a consideración es: ¿realmente necesitamos aplicar esta tecnología ya, sin ningún pero? ¿Sin cuestionar nada?

¿Qué ganamos?

La red 5G promete una internet mucho más rápida y la conectividad entre dispositivos a un nivel de ciencia ficción. Si bien esto tiene aplicación en la vida cotidiana en lo que refiere a nuestras formas de comunicarnos y también a cómo ocupamos nuestro tiempo libre, posee otras potencialidades más “sociales”, como la posibilidad de controlar centralmente el tránsito de las ciudades, además de abrir un mundo de posibilidades al estilo Los Supersónicos, donde podremos controlar en un futuro cercano, desde nuestros celulares, cualquier electrodoméstico o vehículo y quién sabe qué más.

Por otro lado, la investigación sobre las microondas de nuestros dispositivos electrónicos, si bien no es concluyente por dificultades metodológicas varias, sugiere que probablemente existe una relación entre la exposición a estas ondas y la probabilidad de manifestar algunos tipos de cáncer, tanto en adultos (ver The Interphone Study de la ONU)2 como en niños y adolescentes (ver Proyecto MOVI-KIDS de la Unión Europea)3. Respecto de la red 5G ya existen algunas experiencias potencialmente preocupantes sobre efectos negativos de esta tecnología, como una mortalidad de aves que llevó a que Holanda posponga la masificación de esta tecnología hasta 20204 (tal vez hasta que otros países con menos sensibilidad por la salud pública prueben a ver cómo les funciona).

¿Quiénes ganamos?

Otra pregunta que corresponde hacernos es si todos nos vamos a beneficiar de la misma forma con esta tecnología, teniendo en cuenta que todos estaremos expuestos a los potenciales efectos negativos.

En el país del one laptop per child y donde el servicio de internet es relativamente barato, se asume que la conectividad es universal. Gran cantidad de trámites de la vida cotidiana, para desgracia de los analfabetos digitales, se hacen casi exclusivamente a través de aplicaciones y portales de internet. Sin embargo, es obvio que el acceso a esta tecnología (como todo) será más aprovechado por la población con mayor poder adquisitivo. Los sectores que no accedan a los equipos de todas maneras se verán rodeados de las antenas necesarias para que el sistema funcione correctamente (no vaya a ser que nuestros autos que se conducen solos dejen de funcionar en un barrio marginal, mientras estamos avisándole a nuestra caldera eléctrica que nos espere con el agua caliente para el mate al llegar a nuestra casa). Y más allá de los usuarios, por supuesto tenemos a las empresas multinacionales, que ganarán millones a lo largo del planeta mucho antes de que se sepa con certeza si las microondas causan cáncer o no. De la misma manera que nadie le preguntó a los charrúas si estaban de acuerdo con la propiedad privada de la tierra, en ningún momento se nos consultó si queremos estar expuestos a nuevos factores potencialmente nocivos. Las decisiones se toman en otros ámbitos, y por unos pocos.

¿Vale la pena arriesgar nuestra salud, aun mínimamente, por unas supuestas ventajas a futuro a las que no todos accederemos, y que no son necesidad sino lujo y confort? No soy ingeniero ni experto en telecomunicaciones; quizás todo esto sea paranoia y no pasa nada. Pero de la misma manera que se descarta la opinión de quienes preferirían seguir un camino más cauto con las nuevas tecnologías, deberíamos ser más críticos frente a las imposiciones que nos aplican las empresas que se verán beneficiadas sin importar el efecto que tengan sus productos. Llámenme conservador, pero la esperanza de vida debería ser prioritaria sobre la velocidad de nuestros celulares.

Daniel Hernández es biólogo y magíster en Ecología.