¿Cuál es el sentido de generar una movida familiar (muchas veces próxima al estrés) que permita a nuestros niños ser vestidos como hombres del Montevideo antiguo y las niñas (ataviadas de pañuelo, pollera y peinetón), representar a adustas señoras coloniales?

¿Para qué se insiste en presentar, año a año, pregones más o menos repetidos y bailes tradicionales que ya no se practican en ningún espacio privado, y cantar canciones que no se van a escuchar en las emisoras más populares?

¿Qué significa que un niño, una niña o un o una adolescente prometa o jure “honrar y respetar” el Pabellón Nacional? ¿Para qué hablar del ideario artiguista, convocar a las familias, organizar la fiesta que año a año se repite a sí misma?

Básicamente por una razón: porque desde que somos una especie basada en la cultura y vivimos en sociedad, los humanos construimos ritos que nos llaman a estar y sentirnos más juntos y ser parte de algo más grande y trascendente que los avatares cotidianos.

No importa dónde estemos, ya sea en las democracias nórdicas (que hasta reyes siguen teniendo hoy en día) o en las tiranías más totalitarias, la bandera, el himno y la nación son representaciones que siguen viviendo (y hasta acentuándose) en esta globalización.

El rito del 19 de junio sin duda podría ser un mero trámite administrativo o una escenificación de corte marcial o fascista. Pero no lo es. Afirmar eso es una profunda subestimación de las miles de maestras y profesoras que año a año, hasta en los momentos más duros del país, generaron y generan la convocatoria al acto patrio como una instancia para seguir apostando a un Nosotros.

En Artigas se encarnó el proyecto político republicano más radical de las revoluciones anticoloniales del siglo XIX. Con luces y sombras, llegó a concretarse como un personaje democrático y promotor de la soberanía de los pueblos. Abogó por una vida pacífica y confederada con las provincias hermanas. Terminó su vida política en la absoluta austeridad.

Nuestro pabellón nació trabajosamente en un siglo atravesado por guerras civiles entre hermanos. Corrió la sangre de nuestros tatarabuelos en el siglo XIX, pero fuimos capaces de ir construyendo un país moderno, educado, laico e integrador. Es cierto que nuestra bandera la empuñaron tiranos. Pero también es cierto que bajo su manto se cubrieron quienes lucharon por los derechos, la democracia y la justicia social. Hoy no está solamente en el estadio: ondea donde se cura, se educa, se investiga y se cuida.

¿Cuánto pierden nuestros niños y jóvenes si como adultos no asumimos la tarea de señalar estos conceptos e intentar formar a “los nuevos”, al decir de Hanna Arendt, en los principios que vale la pena mantener y sostener?

El rito laico y republicano de homenaje a los símbolos patrios es una oportunidad para estar más juntos, pensarnos en clave de derechos, recordar nuestras obligaciones y honrar lo mejor de nuestra herencia. ¿Qué mejor lugar que el patio de nuestros centros educativos para encontrarnos y recordarnos como un proyecto que puede y debe contemplarnos a todos?

Ese es el sentido por el que para muchos de nosotros, educadores en tiempos de complejidad y cierto desconcierto, concebimos que celebrar el 19 de junio es una gran oportunidad y una irrenunciable responsabilidad.

Juan Pedro Mir es maestro.