En la soleada mañana del sábado recibí, como todos, la triste noticia de la muerte de Jorge Brovetto.
Hay una primera y fundamental valoración que me importa resaltar: es dable hallar en muchas personas rectitud, compromiso, amabilidad, inteligencia, pero no he conocido, personalmente, ninguna otra que tuviera la generosidad de Jorge.
Su realización y disfrute en la esfera pública parecía provenir más de la contemplación del crecimiento de sus colaboradores que de su propio protagonismo, al que parecía renunciar al solo efecto de obsequiar a otros compañeros o funcionarios de menor rango oportunidades y lucimientos. Algo tan lindo como poco frecuente en política y en todo quehacer humano.
Alguien podría decir, con razón, que este que estamos destacando es un rasgo distintivo de todo buen educador, del docente con mayúsculas; el atributo por antonomasia del maestro, de aquel que busca, a la manera rodoniana, promover y estimular al discípulo que “lo venza con honor”. Aun así, la exacerbación con la que Jorge cultivaba esta arista continúa siendo misteriosa y absolutamente inusual. Recordarlo emociona.
Esta gentil nota, de grandeza y desprendimiento, hoy luce casi como un anacronismo, práctica elegante pero caída en desuso; propia de un caballero antiguo. Es que antes, en siglos pretéritos, fue virtud postulada por las religiones y, a posteriori, tras el desencantamiento del mundo, por las preceptivas laicas pero no menos estrictas de las viejas izquierdas: aquellos primeros socialistas, anarquistas o luchadores obreros que eran también, a su modo, ascetas. Ese modo de ser, el cultivo del autocontrol, el dominio del ego, la anteposición responsable y altruista de lo común, lo colectivo, lo nacional; el ciudadano o la compañera, pensados como prioridad y nunca pospuestos por mero deleite narcisista; todo ello fue seña de identidad y rasgo constitutivo del talante de Jorge Brovetto.
La otra característica que quiero recordar de Jorge es su fino y omnipresente sentido del humor, que ayudaba a sortear situaciones difíciles y tensos momentos, tornándolos algo más distendidos. Si por regla el humor suele ser indicador de inteligencia, a Jorge lo volvía, además, especialmente entrañable. Nadie, absolutamente nadie dejará de recordar que Jorge dispensaba a todos un trato que siempre era cortés y afectuoso, así fuera su interlocutor una renombrada autoridad, una figura internacional o el más humilde de los ciudadanos o trabajadores. Elegancia espiritual que algunos podrían reputar fuera de época, lo que no habla, por cierto, bien de la época, afectada por esa “pérdida de amabilidad” tempranamente visualizada por Bertrand de Jouvenel; pérdida que priva a la gente de pequeñas alegrías y consuelos que hacen de la vida algo más cálido y acogedor.
La última nota que se me representa, en forma recurrente, al evocar a Jorge Brovetto es la peculiar mezcla de astucia y sabiduría que caracterizaba su estilo: ambas fogueadas a lo largo de décadas, ya de estudio, ya de actuación pública. Era interesante (¡y toda una experiencia de aprendizaje!) verlo medir el alcance de las palabras, sopesarlas, analizar las consecuencias, beneficiosas o adversas, que cada una de ellas traía consigo: templanza, distancia de toda crispación, recelo de cualquier ligereza. La función pública, concebida como misión sagrada, aunque abrazada por un laico.
Jorge no era precisamente un líder carismático. Su estilo era sobrio, poco espectacular; no lograba exaltar auditorios pero tampoco lo buscaba; se orientaba a la reflexión serena y ponderada; priorizaba el trabajo en equipo, delegaba con arrojo pero sin perder, nunca, el control estratégico; empujaba y zurcía, como corresponde no sólo a la buena política sino a la peculiar idiosincrasia nacional. Sostenía a las compañeras y compañeros en la adversidad levantándoles el ánimo y siempre infundía optimismo.
Ninguna de las realizaciones (y fueron muchas las de su etapa) hubiera sido posible sin su impulso y respaldo. Para referirme sólo al área en la que tuve el privilegio de acompañarlo, la administración Brovetto concretó en materia de política cultural, entre muchos otros logros e iniciativas: la implementación de los Fondos Concursables, los Fondos de Incentivo (mecenazgo) y los Fondos para la Recuperación de Infraaestructuras Culturales en el interior del país; la puesta en marcha de los mecanismos que permitieron reabrir el Auditorio del SODRE en 2009; la aprobación de la Ley de Cine; la apertura de los Centros MEC; la obtención de recursos para Ibermedia, Iberescena e Ibermuseos; la ejecución del plan para el impulso de las industrias creativas que daría lugar al Departamento de Industrias Creativas; la aprobación de la primera Ley de Seguridad Social de los Artistas; la puesta en marcha del programa Uruguay a Toda Costa. Todo ello en tres años de actuación al frente de la cartera.
Hemos tenido tiempo de apreciar las luces y las sombras de la política, aun de la política de izquierda, otrora tan idealizada y hoy, ya sin ingenuidades, puesta en su justo término; esto es, en términos humanos.
Hemos conocido, también en la izquierda, quienes, ante asuntos ásperos, organizan rápidamente su deslinde, buscan y obtienen los aplausos a la manera oportunista y dejan solo a otro compañero en la hora de las dificultades y reprobaciones. La actitud de Jorge era exactamente la opuesta.
Para acometer el programa ambicioso que Jorge llevó adelante en sólo tres años, él conjugaba coraje y prudencia, atributos difíciles de balancear en forma armónica.
Guardo en mi memoria y en mi corazón anécdotas y aprendizajes infinitos que le debo.
Pero de todos ellos emerge siempre la figura de un maestro, un imprescindible, una persona de bien que hizo al país aportes extraordinarios y que estaba dispuesto a hacer los mayores sacrificios personales para salvaguardar valores y proyectos colectivos.
Ya en estos últimos años, junto a otros compañeros de muy destacada trayectoria, salvó al Frente Amplio de la degradación y el abismo inminentes. Un fallo ejemplar del Tribunal de Conducta Política obligó a poner fin a un interminable chapoteo en el pantano, justo cuando el miasma comenzaba a sumir a todas y todos en el más triste de los abatimientos.
Fue este uno de sus últimos aportes públicos, nada menor si se piensa que son las trincheras de ideas, afectos y valores las que auguran futuros posibles y dan pie a los necesarios resurgimientos en medio del paisaje que emerge después de la batalla.
Jorge vivió una vida larga y provechosa, con innumerables y gravitantes realizaciones. Se ajustó enteramente al viejo precepto, tan simple como exigente: “Vivir la vida de tal suerte, que viva quede en la muerte”.
Su franca sonrisa y su apretón de manos, gestos con los que transmitía fuerte y afectuoso respaldo, nos acompañará siempre, en buenos y malos momentos, invitándonos a persistir.
Luis Mardones fue director nacional de Cultura.