Un abordaje adecuado de los problemas públicos complejos no admite explicaciones ni soluciones simples. En esa constelación de asuntos que preocupan a la sociedad, quizá pocos sean tan persistentes, tan dramáticos y tan habitualmente simplificados como la cuestión del narcotráfico y el consiguiente abanico de fenómenos relacionados al problema de los mercados de drogas ilegales.

En estas últimas semanas, a partir de la detección de cargamentos de cocaína que pasaron o pretendieron pasar por nuestro país, se reinstaló el debate en torno a la dinámica del tráfico ilícito de esta sustancia. Ese que representa una de las actividades criminales más lucrativas del mundo y que se extiende a través de una compleja red que tiene sus epicentros en la zona andina de Sudamérica (donde se cultiva y fabrica) y en los lucrativos mercados de destino en Estados Unidos y Europa.

Si bien han pasado ya casi seis décadas de la aprobación, en el marco de la Organización de las Naciones Unidas, de un tratado internacional dirigido a erradicar esta sustancia de la faz de la Tierra, su producción ha alcanzado el récord de casi 2.000 toneladas anuales. Por su parte, los cultivos ilícitos del arbusto de coca se extienden a lo largo de 245.000 hectáreas concentradas mayoritariamente en territorios de Colombia, Bolivia y Perú y cosechadas por campesinos muy pobres que habitan áreas con escasísima presencia de servicios públicos y de alternativas de economía legal que les permitan salir del circuito narco.

Para captar mejor el fenómeno es necesario ubicar estas cifras en su evolución cronológica. Entre 2013 y 2017 la superficie cultivada se triplicó, así como la fabricación del clorhidrato de cocaína (producto final que busca un estimado de 18 millones de consumidores en todo el mundo) se multiplicó por dos veces y media. Es este un crecimiento que se ha vuelto irrefrenable a pesar de los enormes esfuerzos de la comunidad internacional, con ejemplos emblemáticos como el del Plan Colombia, que volcó más de 10.000 millones de dólares en el afán de suprimir el abastecimiento de la sustancia hacia Estados Unidos.

Los mercados de drogas ilegales son una combinación de estructuras relativamente estables con mecanismos de funcionamiento y actores en permanente cambio y adaptación. Las condiciones que impone la propia actividad de persecución y represión por parte de los estados impulsa este tipo de dinamismo. Basta con que los esfuerzos de enforcement se concentren en algún punto de la cadena o espacio de actividad para que los grupos criminales reconfiguren sus estrategias. No ha sido excepcional que los desarrollos más decididos y que pretenden ser más sofisticados en este terreno culminen, sin proponérselo, fortaleciendo la actividad criminal. Un ejemplo de esto podemos encontrarlo en el origen del grupo narco Los Zetas, conformado y liderado por ex integrantes desertores de las fuerzas de elite del Ejército mexicano, expertos en diversas técnicas de operación y, por supuesto, profundamente conocedores de las operaciones antinarcóticos.

En el mismo sentido del cambio y la adaptación, se percibe que el tiempo de las grandes organizaciones narco está cediendo terreno a una mayor fragmentación de actores. Durante los últimos años se multiplicaron los grupos relacionados a las actividades de producción de cocaína en Sudamérica, dejando atrás la época del oligopolio de los cárteles por otra donde la diversificación y expansión horizontal de las actividades de producción es la clave. En el caso colombiano, el vacío dejado por el repliegue de la guerrilla en el marco del proceso de paz impulsado por el ex presidente Juan Manuel Santos viene siendo ocupado por bandas emergentes de crimen organizado locales y, en ciertos casos, operado bajo la influencia de los grupos mexicanos e incluso la incursión de algunas mafias europeas.

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Pocas políticas públicas han sido aplicadas de forma tan consistentemente uniforme en prácticamente todo el globo como la prohibición de la producción y comercialización de estupefacientes para usos no médicos. Pero también pocas han tenido un resultado tan pobre. Y no se trata sólo de ausencia de resultados positivos, se trata de la emergencia de un conjunto de consecuencias negativas, muchas de las cuales se cuentan en vidas humanas y arrasamiento de diversos derechos humanos. Estos efectos dramáticos del combate a las drogas no fueron previstos en los diseños iniciales ni en las posteriores normativas que tradujeron en cada país los acuerdos internacionales, a pesar de que existieron advertencias explícitas por parte de expertos en el tema y aunque la fracasada experiencia de la prohibición del alcohol en Estados Unidos, en las primeras décadas del siglo XX, permitía anticiparlos.

Los casos de la cocaína y la heroína conforman los mercados de drogas territorialmente más extendidos en tanto se elaboran, exportan, distribuyen y comercializan por medio de largas cadenas transnacionales. Son producidas en territorios más bien acotados con el interés de colocar el producto final en los mercados más redituables ubicados en Norteamérica y Europa, a miles de kilómetros de los países de origen.

Se trata de cadenas productivas que se estructuran en torno a la actividad de organizaciones criminales que involucran a miles de personas, entre quienes el reparto de riesgos y ganancias se produce de forma descarnadamente desigual. Tomando la imagen invocada por el experto estadounidense Peter Reuter, puede describirse estos mercados con la forma de un reloj de arena. En sus capas inferiores se ubican las tareas de producción (especialmente en el cultivo), mientras que en las superiores las de venta minorista (el contacto cara a cara con los consumidores). Ambas actividades ocupan a la mayor proporción de personas involucradas en el negocio ilegal de las drogas. Por otro lado, en el traslado de los grandes cargamentos y en el ingreso a los mercados de destino hay una cantidad mucho menor de personas (el cuello del reloj). Se trata de los agentes más poderosos del tráfico, ya que al tiempo que acumulan enormes cantidades de dinero, son mucho más difíciles de perseguir para los sistemas de justicia en la medida en que no se exponen directamente y tienen recursos suficientes tanto para que otros hagan el trabajo sucio por ellos como para “premiar” a quienes, en los organismos de represión, decidan mirar para otro lado o cooperar con su operativa.

En los extremos de la cadena la apropiación de renta es ínfima y la exposición al riesgo de la sanción penal es altísima. Estas tareas las ocupan predominantemente personas pobres, sin alternativas, en general abandonadas por las políticas sociales y perseguidas sin descanso por los organismos de seguridad. Son quienes, en la enorme mayoría de los casos, pagan las penas por el tráfico, penas que en general no discriminan cantidades traficadas o responsabilidad sobre la estructura de la organización para definir su dureza.

Los medios de transporte utilizados también son variados y se adaptan a las cambiantes condiciones que imponen las políticas de persecución. Sin embargo, hay una tendencia constante en el uso de la vía marítima en combinación con la terrestre en más de 90% de los casos de transporte de cargas desde Sudamérica. En este último caso el tráfico es realizado por las costas del océano Pacífico, fundamentalmente hasta Centroamérica o México, y de allí introducido a Estados Unidos. Es por esto que países que ni producen ni tienen mercados de consumo interno relevantes sufren dramáticamente los efectos de una actividad que genera enormes montos de violencia y corrupción. Su único pecado es estar ubicados en la ruta de la cocaína. En este sentido, y más allá de lo inconveniente y riesgoso que puede ser una política de derribos, no parece lo más adecuado que los esfuerzos de interdicción se concentren en el tráfico por aire.

En Europa, el mercado de destino al que se dirigen los cargamentos que llegan a pasar por nuestro país, el precio de la sustancia se ha mantenido estable en los últimos diez años, pero la cantidad de consumidores se ha incrementado sostenidamente. La cocaína es el estimulante ilegal más consumido en el viejo continente y en la población de entre 15 y 35 años el consumo activo alcanza a casi 3% de las personas (aunque en Reino Unido y los Países Bajos es de casi 5% de las personas jóvenes). Este incremento se ha mantenido incluso ante la aparición, en las últimas décadas, de otro tipo de estimulantes sintéticos que se fabrican localmente y, por lo tanto, pueden traficarse con una ecuación de costo-beneficio más favorable para las organizaciones. Esto nos lleva a una discusión en torno a la excepcionalidad de la cocaína como sustancia psicoactiva y a la constatación de que nada hace pensar que su demanda vaya a decrecer ni mucho menos, como se ha planteado la comunidad internacional en reiteradas oportunidades, a desaparecer.

Relacionado al vigor que mantiene la demanda en los mercados de destino, hay que agregar el hecho de que el precio de cada kilo de cocaína se multiplica por ocho al atravesar el océano Atlántico y por 50 al alcanzar la venta minorista, todo lo cual supone un enorme incentivo económico para colocar los cargamentos en el viejo continente.

Una caracterización como la que acabo de plantear en este artículo pretende dar cuenta tanto de la complejidad del fenómeno como de la ineficacia e inadecuación de las soluciones de política pública llevadas adelante hasta el momento. Frase conocida pero poco implementada: parece poco inteligente insistir una y otra vez con una misma fórmula y esperar obtener resultados diferentes. Quizá el dilema central no tenga que ver ya con la posibilidad de perder o ganar la guerra contra las drogas, sino con reconocer que la aproximación al tema en clave de combate bélico es inadecuada.

Resulta inminente profundizar un debate, ya inexorablemente abierto, sobre alternativas de política pública en drogas a partir de una valoración crítica e inteligente de los aciertos y, sobre todo, de los errores cometidos. Pero para ello será necesario despojarnos de los viejos ropajes dogmáticos donde todo aquello que no es la prohibición absoluta implica un sacrificio de la salud de la gente.

Pero un debate de este tipo, para ser efectivo, debe ser necesariamente internacional. Las características descritas del alcance del fenómeno imponen que esto sea así. Todo indica que ese camino será largo, porque no hay consensos fácilmente alcanzables en este terreno. Por el contrario, el bloque que se opone a tocar cualquier variable del statu quo es amplio y no está dispuesto a hacer concesiones.

Mientras tanto, no queda sólo deliberar, es posible profundizar un camino al que Uruguay ha realizado contribuciones históricas y que implica humanizar las políticas de drogas desplazando del centro a las sustancias y ubicando los temas del desarrollo humano y la salud integral en el centro de la escena.

Diego Olivera es secretario general de la Secretaría Nacional de Drogas.