Ser de izquierda no significa necesariamente tomar determinadas medidas, en cualquier momento y más allá de las condiciones históricas concretas. Ser de izquierda es algo mucho más profundo y complejo. Por ejemplo, a principio del siglo XIX, los gobiernos de José Batlle y Ordóñez llevaron adelante una política que implicó transformaciones democráticas y avanzadas para su época y el contexto del continente y del país. Esta política no tenía un contenido revolucionario; por el contrario, se proponía evitar la agudización de la lucha de clases y toda perspectiva de una revolución obrera y popular. Los bolcheviques, en cambio, tras la victoria en la guerra civil dejaron de lado el “comunismo de guerra” (para algunas miradas infantiles y superficiales, el camino directo, la antesala del socialismo) para pasar a otra política económica que incluía, entre otras medidas, posibles inversiones extranjeras y empresas mixtas, la propiedad privada y el intercambio mercantil en el campo sobre la base política de la dirección de las fuerzas revolucionarias y la alianza obrero-campesina. Esto lo hacían, precisamente, para consolidar la revolución y avanzar al socialismo.
Así, el problema no son tanto las medidas aplicadas, sino cómo, por quiénes y con qué perspectiva se llevan adelante. Es decir, la cuestión a resolver para realizar una transformación social profunda –o sea, para alcanzar los objetivos de toda izquierda– es la hegemonía sobre la cual establecer un nuevo consenso ético-político. Pero el problema de la hegemonía no es, como lo han intentado transformar todos aquellos que han abandonado cualquier objetivo de transformación social profunda y real, un asunto abstracto, “cultural”, propio de disquisiciones intelectuales y bien alejado del rudo conflicto y la lucha social real. No, es un problema político práctico, un ingrediente inescindible de la lucha de clase o, mejor dicho, la cuestión en la que se define el devenir de esta. Entonces podemos afirmar que el objetivo de la izquierda ha de ser hacer avanzar incesantemente el proceso de desalienación de la política como actividad particular de las clases dominantes minoritarias y de sus elites de “profesionales”, para devolverle su carácter esencialmente humano, propio de las masas populares, de los pueblos. La izquierda debe provocar el proceso por el cual la política deviene actividad cotidiana de los pueblos por medio de la elevación de los niveles de organización, conciencia y cultura.
Tenemos la sana costumbre de recordar con cierta frecuencia al compañero Liber Seregni; sería bueno tener presente que durante el proceso de formación del Frente Amplio (FA) y el surgimiento de los comités de base, Seregni decía algo así como que estos expresaban el retorno del pueblo a la acción política permanente. No como fuerza de trabajo organizada para sacarnos de apuros, sino como expresión de un nuevo tipo de democracia y concepción política radicalmente opuesta a la política “tradicional”.
Entonces, si el FA es el producto de un duro y complejo proceso de construcción de la fuerza social y política para la transformación del país, si su base social es la alianza de la clase obrera y las capas medias, el movimiento estudiantil, la intelectualidad, la cultura, los pequeños y medianos productores de la ciudad y el campo, etcétera, ¿es posible avanzar y que el FA sobreviva como fuerza transformadora si descuida o, peor aun, si provoca el resquebrajamiento de este nuevo consenso político-social, de su base social? Con el FA en el gobierno, ¿era imposible evitar que esto ocurriera? Si la respuesta es afirmativa, la conclusión es evidente: la transformación político social del país es imposible. De lo contrario, estamos ante la necesidad de un sesudo análisis de lo ocurrido y de un profundo y colectivo debate autocrítico, honesto, valiente, sin concesiones, no contra la unidad sino, precisamente, para salvarla.
La creación de este movimiento social-político-cultural a partir de la construcción y unidad del movimiento popular y la fuerza política es el “hecho filosófico” (en el sentido más genuino de la palabra) más importante en la historia de Uruguay desde la revolución artiguista; un aporte teórico y político sustancial para los pueblos hermanos y, sin exagerar, para los pueblos del mundo.
Pero este “filósofo colectivo” debe aprender a pensar con sus propios conceptos y a hablar con su propio lenguaje, que debe expresar su nueva concepción del mundo, de la sociedad, del ser humano. Si, sobre la experiencia consciente y organizada de las masas, estos instrumentos mentales no se crean y verbalizan, se practican, es imposible transformar la realidad porque no se opone otra “verdad” a la hegemonía dominante y su “sentido común”, no se crea una nueva hegemonía.
Fuimos una enorme y maravillosa usina de elaboración teórica y provocadores de la confluencia de diversas ideologías avanzadas, democráticas, revolucionarias, que configuraron un consenso ideológico capaz de transformarse en “arma espiritual” del “arma material” corporizada en el movimiento popular y la fuerza política (aún contamos con los frutos, las reservas, de aquella concepción política, ¿hasta cuándo?). Pero hace tiempo, particularmente, en estos últimos 15 años, que esta actividad político-práctica fue erradicándose de nuestro accionar. El nuevo “filósofo colectivo”, en lugar de transformarse en el sostén e inspirador de una nueva intelectualidad y una nueva academia, devino reflejo cuasi pasivo de la concepción política “tradicional”, más o menos maquillada (sin excluir esporádicas expresiones radicalizadas y superficiales), sustentada y fundamentada en los dogmas liberales.
¿Los compañeros creen que la corrupción es un problema ético-individual? No; es un problema político e ideológico. No existe una ética en la sociedad. Existe una ética predominante que expresa los intereses y la ideología de la clase dominante. Las clases subalternas deben elaborar su propia ética a partir de la toma de conciencia de sus intereses y, en consecuencia, de la elaboración de su propia e independiente concepción de sociedad y del ser humano, de su propia ideología. Por ejemplo, en La política, un genio de la humanidad como Aristóteles explicaba la esclavitud; un esclavo consciente la condenaría y la consideraría irracional, injusta y antiética.
Esta ausencia de elementos ideológicos y teóricos en el “estado mayor” de un ejército en pleno combate se vuelve particularmente grave y peligrosa cuando esta fuerza política llega al gobierno de un Estado que no es un Estado popular, sino un Estado burgués, núcleo duro de la superestructura de la sociedad capitalista, hegemonía y blindaje coercitivo al mismo tiempo. Los pensadores y dirigentes revolucionarios más destacados (y la propia experiencia de las masas populares y las organizaciones que luchan por el cambio social) advierten y enseñan sobre los miles de vínculos y coartadas mediante los cuales el Estado burgués puede comprar, corromper y persuadir a los dirigentes y gobernantes populares. Mucho más cuando se transita la deseada vía democrática, por la cual, en períodos prolongados, se transitan caminos en los que la fractura social y el conflicto se presentan vedados al ojo inexperto o desideologizado. Los dirigentes populares sólo tienen dos antídotos contra estos riesgos: 1) el conocimiento teórico y la formación y firmeza ideológica con los valores éticos correspondientes; 2) el apoyo y el control del colectivo militante y organizado con poder de resolución y sanción. Desgraciadamente, en nuestro caso, ambos están notoriamente debilitados.
Se ha dado en llamar al Partido Colorado y al Nacional partidos “tradicionales” o “fundacionales” y, sintomáticamente, a los partidos de izquierda, “partidos de ideas”. Esto no quiere decir, por cierto, que aquellos no tengan ideología. ¡Vaya si la tienen! Pero mientras que esta es consciente para los sectores dominantes y sus “intelectuales”, a nivel de masas deviene “fuerza espiritual” de manera difusa, no sistemática, inconsciente, como dogma, prejuicios y sentido común. Para la izquierda, por el contrario, si se propone seriamente tener éxito en sus objetivos, la nueva concepción político-social debe ser necesariamente consciente, sistemática, provocar el juicio crítico, una concepción del mundo no espontánea y mecánica, elaborada conscientemente, producto de una nueva forma de vivir y organizarse. En el primer caso, la clase dominante consolida su hegemonía perpetuando las relaciones sociales burguesas, su consenso político y las viejas prácticas políticas que garantizan su dominio.
Ahora tenemos menos elaboración teórico-política y un programa más laxo, ¡pero más candidatos! ¿Creemos que el pueblo sólo verá las inconsecuencias en los partidos tradicionales?
¿Qué ocurriría si la izquierda se mimetiza, se transforma en un reflejo más de las concepciones teórico-ideológicas y de las prácticas políticas de las clases dominantes? ¿Qué ocurrirá si la izquierda no es portadora de una concepción del mundo y de una práctica política absolutamente nueva, portadora de una “buena nueva”? Algunas de las posibles consecuencias pueden ser (¿o son?):
- Su concepción del mundo subalterna pero cargada de porvenir en la voluntad y la conciencia de las masas se tornará difusa, dispersa, reseca como la política de la clase dominante y, consecuentemente, se apagarán el entusiasmo y la esperanza que suscitó en las masas populares.
- El programa de cambios profundos devendrá hojas secas, letra muerta, y quedará a merced de dirigentes y gobernantes. Sería irresponsable, superficial e incluso injusto considerar un “desliz personal” la polémica afirmación del compañero Daniel Martínez sobre el programa en la campaña electoral. Es el producto “natural” de un proceso político.
- El desarrollo de una erosión progresiva del “filósofo colectivo”, del nuevo consenso ético-político, de las relaciones entre la fuerza política y su gobierno y el movimiento popular, de la alianza social que es el sujeto de la transformación.
- Estos 15 años han presentado un fenómeno realmente nuevo y preocupante en el país. No deberíamos ocultar ni subestimar la aparición a nivel juvenil de expresiones de apatía política, con la excusa de que se trata del grupo etario que más vota a la izquierda, sino atender y revertir esta tendencia.
- Peligroso tránsito de una nueva política cultural promotora de una transformación profunda en este ámbito (ingrediente insoslayable de todo cambio social), al oportunismo cultural expresado en la vieja “cultura de masas”. “¡Es lo que la gente quiere, lo que consume!” (olvidan que el productor también produce al consumidor).
- Tránsito de la comprensión política madura de la conveniencia y potencialidad de la vida democrática y la lucha electoral a la politiquería “tradicional” y el electoralismo burgués, que desacredita y vacía la democracia. Apenas estamos asumiendo y recuperándonos de una derrota electoral, y, al ritmo y la “agenda” que nos imponen los grandes medios y los “técnicos en política” mediáticos, hay compañeros que explican la derrota por la supremacía de este o aquel candidato, y no faltan aquellos que ya están “estudiando” y “pensando” sobre el mejor candidato para 2024.
- Cuestionamiento e incomodidad con la estructura y organización consciente, responsable y disciplinada de los militantes. Donde antes el FA se encontraba en su hábitat, como “pez en el agua”, hoy teme naufragar. Los comités de base no sólo sirven para sacarnos de apuros, por ese camino ellos también corren riesgo de extinción y, con ellos la cultura frenteamplista y, con ella, el FA.
- Se acusa a la estructura de base de falta de representatividad y supuesta partidización (pero cuando esta estructura “saca las castañas del fuego”, tales acusaciones se relegan para “mejores momentos”). Esos males se remedian con la “adhesión simultánea”, que es la peor de las partidizaciones y genera una representatividad ficticia, irreal, de tipo puramente liberal, en una organización que pretende promover una “nueva forma de hacer política”.
- Se trata de las consecuencias lógicas de toda una concepción política. Se pierde toda relación justa entre cantidad y calidad, entre amplitud y profundidad. Ya no estamos en un proceso de acumulación de fuerzas, sino en un proceso mecánico de “engorde”. Pero hoy se “engorda” sin asimilar y mañana se “adelgaza”. Se puede caer en el peor de los oportunismos: una fuerza política en que la se hacen difusos el “adentro” y el “afuera”, y una dirección que no se atreve a dirigir.
- En cambio, se hacen cada vez más comunes fenómenos como el arribismo, la burocratización, el caudillismo, la corrupción (incluso poniendo en riesgo batallas político-electorales, en ocasiones por la lucha personal ajena a toda concepción ideológica y estratégico-táctica, que cada vez se asemeja más a la “política tradicional”).
- El FA nació con un mensaje de unidad y ética política y electoral: “un solo programa, un solo candidato”. Resulta ser que la realidad superó este valor ético-político, esta cultura de unidad, búsqueda del consenso y transparencia electoral que hace a la esencia misma del FA. Ahora tenemos menos elaboración teórico-política y un programa más laxo, ¡pero más candidatos! ¿Creemos que el pueblo sólo verá las inconsecuencias en los partidos tradicionales? ¿Que se puede prescindir en política de una conducta consecuente y coherente?
- La construcción de consenso es un acto de libertad, de voluntad política. Argumentar la imposibilidad del consenso porque me lo impone la “realidad” es negar a la izquierda misma, su esencia transformadora. Es un problema de conciencia y voluntad política.
- Los riesgos de degeneración del FA se expresan, finalmente de manera nítida en la cantidad creciente, asombrosa, de grupos políticos y listas. ¡Cuando menos elaboración, debate ideológico-teórico y estratégico-táctico existe! El “educador” ya no sólo se abstiene de educar, de dirigir, sino que “deseduca”. Retrasa el progreso. Una vez más, vale la pena recordar a Seregni cuando indicaba la necesidad de simplificar, de disminuir la cantidad de partidos, grupos y listas en el FA. Es difícil encontrar otra explicación a este fenómeno que el ansia de poder y protagonismo personal, o la existencia de una profunda crisis ideológica y política.
Quien asuma estas palabras como un ataque o un agravio gratuito al FA aún no entendió nada y no ve lo que está ocurriendo ante sus ojos. Quien escribe estas palabras es frenteamplista casi de nacimiento, el FA atraviesa toda su vida y vertebra su identidad.
Recientemente se inició una serie de merecidas actividades en homenaje a Germán Araújo. El Petiso murió allá por marzo de 1993, haciéndonos un llamado político, una reafirmación de su entrega, de su lucha y fidelidad a los principios: por favor, no permitamos que nos rompan el FA.
Aldo Scarpa es profesor de Historia, militante del movimiento popular y de la izquierda uruguaya desde los 13 años.