En una consulta me preguntan: “Virginia, ¿vos tenés hijos?”. Una adulta mayor, en el control de su hipertensión, me dice: “¿Y el bebé para cuándo?”. Caminando por Casavalle, una pareja a la que le controlé su embarazo me pide que pase a su casa porque quieren hacerme una consulta, y me preguntan, curiosos: “Virginia, ¿vos sos madre?”. La insistencia de estas preguntas a lo largo de los años me hace cuestionarme qué presupuestos, qué imaginarios, qué mandatos las generan. Me di cuenta de que me devuelven los mismos mandatos que desde el sistema de salud, como tecnologías del género, producimos sobre las personas.
En el imaginario social, ser madre tiene connotaciones muy fuertes. Ser madre es ser buena, dulce, abnegada, paciente, amorosa, desinteresada, cuidadora, atenta; atributos que es imposible tener totalmente y –menos aun– al mismo tiempo. Son mandatos más fuertes si les agregamos que desde el momento en que nacemos nos dicen que son elementos instintivos, naturales, innatos. Pero si recordamos la famosa frase de Simone de Beauvoir “no se nace mujer, se llega a serlo”, por la fuerte asociación entre ser mujer y maternidad podríamos decir: “no se nace madre, se llega a serlo”: es una construcción socio-político-cultural. La construcción de la maternidad tal como la entendemos hoy en el neoliberalismo no es la misma que en la época colonial: los hijos e hijas de las mujeres esclavas eran considerados bienes materiales del dueño; las mujeres blancas encargaban a mujeres indígenas o afrodescendientes el cuidado de niños y niñas. Cada época construye su concepto de maternidad.
Los sistemas de salud han jugado un rol muy importante en la concepción actual de la maternidad y en la privatización de la decisión sobre nuestros úteros. Silvia Federici describe este proceso en El Calibán y la Bruja; con el surgimiento del capitalismo, la medicina profesional, ejercida inicialmente por hombres, se apropia del control de la reproducción de las mujeres y, por lo tanto, de un conocimiento que previamente era manejado por ellas mismas. Es en esta etapa que se genera la marcada división sexual del trabajo, por la que los hombres se dedican al trabajo productivo o asalariado y las mujeres al trabajo reproductivo o no asalariado. La autora sostiene que el capitalismo es el sistema social de producción que no reconoce la reproducción de la fuerza de trabajo como una actividad socioeconómica y lugar de reproducción de valor, y en cambio lo mitifica como recurso natural o un servicio personal, al tiempo que saca provecho de la condición no asalariada del trabajo involucrado.
Desde este lugar se romantiza la maternidad sin describir que es también una etapa de muchos cambios y exigencias, en la que surgen miedos y situaciones estresantes. Es una etapa en la que aumentan las tareas de cuidado y la responsabilidad principal recae sobre la mujer. Esto no niega que la maternidad tiene un rol placentero. La neurobiología aporta a la comprensión de los circuitos neurológicos de placer y motivación involucrados en la maternidad. Pero no debemos perder de vista que la presión social en esta etapa requiere desmitificar cosas como que “está mal que no quieras estar siempre con tu hijo”, “está mal que quieras salir con unas amigas”, “está mal que te irrite el llanto”; cada mujer experimenta la maternidad con distintos matices. Generar políticas de salud que acompañen a las madres en sus distintos matices aportaría a experimentar una maternidad de mejor calidad.
¿Cómo abordamos esto desde las consultas médicas? ¿Asumimos que la maternidad es una etapa llena sólo de amor y de flores? ¿Consultamos sobre la sobrecarga de cuidados? ¿Sobre la corresponsabilidad de los cuidados? ¿Sobre las culpas y preocupaciones que genera esta etapa? ¿Indagamos sobre los mitos y la presión social en la maternidad? ¿O hacemos de la consulta médica una presión social más, un espacio extra de juicios de valor?
¿Nos preocupamos por las intervenciones que hacemos? ¿Nos preguntamos si reafirmamos los mandatos de género en torno a la maternidad o si generamos espacio para dialogar sobre esto con mayor libertad? Cada vez que va una mujer a controlar a su hijo o hija a la consulta y en vez de llamarla por su nombre la llamamos “madre”, la envolvemos con todos estos mandatos como un corsé que se hace cada vez más apretado, negándole su individualidad, su subjetividad y su carácter de persona que trasciende las tareas maternales. Después de todo, no es tan difícil llamarla por su nombre.
¿Cómo aportamos a deconstruir este camino y a generar la libertad que nos permita crear otro lugar para el amor? Recuerdo que una vez que respondí que no sabía si quería ser madre me respondieron a su vez: “Nunca pensé que fuera una opción”. Hace años, cuando le dije lo mismo a una niña, ella me contestó, convencida: “No importa si querés: vos crecés, menstruás y después quedás embarazada”. La maternidad como imposición social inconsciente dificulta esta libertad de elegirla y reinventar así el amor.
Si no hay libertad ocurre, como dice Paul Preciado, que el amor deja de ser un sentimiento y se transforma en una tecnología de gobierno de los cuerpos, una política de gestión del deseo que captura la potencia de actuar y de gozar, y los pone al servicio de la reproducción social.
Las mujeres tenemos dentro de nosotras un espacio público, cuya jurisdicción se disputan no sólo los poderes religiosos y políticos, sino también las industrias médicas y farmacéuticas.
En las lógicas capitalistas, algunas madres son más felicitadas que otras. No reciben la misma reacción del sistema las madres blancas, en parejas heterosexuales, universitarias, de clase media alta, que las madres o padres trans, las madres afrodescendientes, las madres pobres, las madres lesbianas, las mujeres en situación de discapacidad o las mujeres que deciden ser madres solteras y que no vinculan la maternidad con un proyecto de pareja. Vemos así cómo lo importante no es reproducir niños o niñas, sino reproducir la norma que permite la perpetuación de las redes de poder del sistema heteropatriarcal.
Las mujeres tenemos dentro de nosotras un espacio público, cuya jurisdicción se disputan no sólo los poderes religiosos y políticos, sino también las industrias médicas y farmacéuticas. Todo el mundo opina y cree que puede influir en lo que pasa en nuestros úteros. Ante esto, Preciado nos llama a hacer huelga de úteros. Tenemos también la alternativa de corrernos del lugar de la tecnología del género que busca la normalidad, y denuncia toda forma de disenso o desviación. Podemos abrazar la desviación.
Es desde esta concepción que el deseo de no maternidad puede ser una declaración política que exige justicia reproductiva. La justicia reproductiva tiene tanto que ver con el apoyo necesario para tener y criar niños o niñas en condiciones seguras y libres como con la decisión de impedir nacimientos indeseados.
Tenemos que cuestionarnos desde la medicina cómo aportar a que la ciencia nos permita la libertad de controlar nuestros propios úteros. Métodos anticonceptivos, testosterona, estrógenos, misoprostol, mifepristona, fertilización asistida, copa menstrual, etcétera. Cómo hacemos de la ciencia y la técnica una herramienta para redibujar los límites de lo que es y será un cuerpo humano vivo. Podemos ser varones con útero, mujeres que no menstrúan, personas que no precisan relaciones sexuales para tener hijos o hijas. Una ciencia que permita la ficción para reinventarnos a nosotras mismas. Una nueva ciencia que precisa una nueva producción de conocimiento, contra el negocio médico y de las farmacéuticas. ¿Cómo, desde el feminismo, nos apropiamos de la ciencias y las biotecnologías como herramientas para darles nuevas utilidades a nuestros cuerpos?
Tenemos que renegociar el cuerpo, y para esto es urgente una política feminista relacionada con la ciencia de la salud. Al final de cuentas, es impostergable resignificar la maternidad en estos tiempos en que pueden formarse embriones en laboratorios.
Virginia Cardozo es doctora en Medicina, especialista en Medicina Familiar y Comunitaria y diplomada en Género y Políticas de Igualdad. Integra el Secretariado Ejecutivo del Partido por la Victoria del Pueblo, Frente Amplio.