Este es un relato sobre la vivencia subjetiva de una generación que sufrió y fue moldeada por el miedo inculcado por la dictadura militar. Ahora que el desafuero de Guido Manini Ríos desapareció de la agenda pública y se calmó el ruido enfervorizado en las redes sociales, con toda su carga emocional, fugacidad y superficialidad, comparto una reflexión que tal vez resuene en algunos coetáneos y les muestre una perspectiva algo distinta a las nuevas generaciones sobre la dictadura y sobre lo que vivimos los que la vivimos como niños y jóvenes.

Hasta ahora los aspectos políticos de la dictadura son los que han predominado o los que han sobrevivido a través de recuerdos, crónicas y relatos. Ninguna versión es ingenua y esta tampoco lo es, y eso tiene que quedar claro desde el principio. Las interpretaciones y versiones de los hechos no son ajenas a las distintas visiones del mundo en conflicto en aquella época de finales de los 60 y principios de los 70.

La Guerra Fría era el telón de fondo de un mundo profundamente convulsionado. Guerras como la de Vietnam eran alimentadas por aquel conflicto latente y global. En América Latina, Estados Unidos trataba de evitar perder el control de su “patio trasero” mientras ocurrían intentos revolucionarios y antiimperialistas en distintos lugares, como en Cuba. Hechos similares pero de signo opuesto ocurrían también en la zona de influencia del bloque soviético. En Uruguay, el modelo socioeconómico vigente desde mediados del siglo XX se agotaba, y el malestar social y político sobrepasaba la capacidad del sistema político de negociar y ofrecer salidas institucionales.

Muchas posturas y visiones se manifestaron en ese contexto tratando de responder a aquel fracaso institucional: desde movimientos armados como el de los tupamaros hasta la articulación de organizaciones sociales y políticas como la Convención Nacional de Trabajadores (CNT) y el Frente Amplio. Cualquier visión simplificadora y lineal de aquel caldo de cultivo singular y complejo es un error, así como lo es atribuir responsabilidades y causas en forma simplista y a la ligera. Esta nota no va por el lado de hacer un análisis político de aquellos años, pero esta breve reseña me resultaba necesaria para dar un contexto al evento que fue el principio del fin de aquellos tiempos revueltos y contar luego el principio de una historia de miedos profundos, de abuso del poder y de un intento feroz de sometimiento y aplastamiento de la libertad de ser y de expresarse de aquellas generaciones que duró diez años. Esta visión que pretendo transmitir no se contrapone a la historia más conocida de los actos de torturas, desapariciones, proscripciones y persecuciones de quienes eran militantes políticos en aquellos años.

Los protagonistas de mi nota fueron (fuimos) escolares y liceales o simplemente niños y jóvenes que en ese momento de la historia querían hacer lo que cualquier adolescente en el mundo quiere hacer: conocerse a sí mismo, conocer a los otros, pensar y experimentar el mundo con libertad, hacer deporte, escuchar música, bailar, tener sexo, enamorarse y todo lo demás que define esa etapa vital tan rica y crucial de nuestras vidas. También en esos años ocurrían en el mundo cosas como el movimiento hippie, la explosión del rock and roll, la revolución sexual y los movimientos de rebeldía estudiantil como el emblemático mayo francés de 1968.

El principio del fin de esa época fue el golpe de Estado militar, con complicidad de parte del sistema político y de poderosos actores económicos nacionales y transnacionales. Tuvo lugar el 27 de junio de 1973, un año después de la derrota militar de la guerrilla tupamara. La dictadura fue un intento de imponer “orden”, funcional al poder económico, patrocinado por Estados Unidos y ejecutado por los sectores más retrógrados y conservadores de las Fuerzas Armadas en alianza con parte del sistema político y la tácita aceptación del empresariado y los productores rurales, que tuvieron una mirada distraída, cuando no claramente cómplice (el aplastamiento y la proscripción de los sindicatos y sindicalistas que habían sido tan activos por aquellos tiempos es un hecho relevante en ese contexto).

Junto con los aspectos represivos más conocidos, y que han sido reportados en la extensa literatura sobre ese período triste de nuestra historia, se dieron los hechos a los cuales yo quiero referirme principalmente, que son menos sonoros y tal vez menos dramáticos en una primera mirada apurada. También más subjetivos. Las víctimas de esta historia son la sociedad uruguaya en su conjunto y, en particular, los jóvenes.

La dictadura prohibió ideas, libros, costumbres, formas de vestirse, formas de usar el pelo. Prohibió las reuniones, la posibilidad de discutir, de manifestarse o de disentir con las “buenas costumbres y hábitos” que se promovían desde el gobierno dictatorial. No eran sólo declaraciones o intenciones sin consecuencias prácticas. Se instalaron en Uruguay, en todos los centros educativos, mecanismos de control estrictos: al entrar al liceo éramos cotidianamente revisados para comprobar que nuestro uniforme se atuviera estrictamente a las reglas. A los varones se nos controlaba que el pelo no tocara el cuello de la camisa y no cubriera las orejas y que estuviéramos bien afeitados. A las mujeres se les imponía que tuvieran arreglos “recatados” con el pelo recogido, polleras que cubrieran las rodillas y que no usaran maquillaje. En los recreos se vigilaba que no hubiera reuniones numerosas y se alentaba la delación de aquellos que manifestaran ideas “subversivas”. Lo “subversivo” podía ser escuchar “rock progresivo” o leer libros que estuvieran en el “índex” de la censura y que no eran solamente los libros de Marx, Engels o Lenin.

El miedo era permanente y omnipresente. No se sabía quién podría ser un delator o un “tira”, y todos nos autocensurábamos.

También se condenaban y perseguían fuertemente las conductas que denominaban “inmorales”, vinculadas a cualquier manifestación con connotaciones sexuales (sin mencionar cualquier atisbo de homosexualidad, que era visto como algo directamente pervertido y enfermo). El estrecho rango de conductas e ideas permitidas era extremadamente opresivo y antinatural para aquellos jóvenes, que éramos nosotros, llenos de curiosidad y necesidades que no podíamos experimentar sin miedo. El miedo era permanente y omnipresente. No se sabía quién podría ser un delator o un “tira”, y todos nos autocensurábamos. Las historias reales de encarcelamiento, torturas, muertes y desapariciones era suficiente amenaza para disuadirnos de transgredir. El miedo y la desconfianza se volvieron parte de nosotros. El miedo era asfixiante y angustioso al principio, y luego anestesiante y desmotivador. Como estudiantes vimos y sufrimos docentes que se sentían cómodos en aquel mundo restrictivo y ordenado, incluyendo los no pocos militares que daban clase e iban a los centros educativos de uniforme e incluso armados. Pero también hubo docentes que merecen ser recordados con admiración y agradecimiento porque, venciendo su propio miedo, se arriesgaron y, jugando en el límite, se esforzaban por hacernos pensar. Lograban por breves pero inapreciables momentos hacernos salir de aquel mundo oscuro, empobrecido y sin imaginación.

Quien me parece que mejor captó ese clima oprobioso y las vivencias de los que viven y sobreviven en esos mundos fue el checo Milan Kundera en novelas como La insoportable levedad del ser y La broma, paradójicamente refiriéndose al comunismo estalinista. Todavía hoy, más de 40 años después, me siento inseguro si salgo de mi casa sin la cédula de identidad. En aquellos años, en que se realizaban todo el tiempo chequeos y revisiones arbitrarias por parte de piquetes militares o policiales, el no tenerla podía ser causa de detención y de pasar alguna noche en la cárcel. También recuerdo, ya en los 80, en los años que a la postre resultaron ser el final de aquella larga pesadilla, las miradas de terror de mis compañeros cuando les pedía que firmaran una petición para terminar con el injusto examen de ingreso a la Universidad que la intervención había impuesto. Yo entendía ese miedo profundo que los dominaba por dentro y les sacaba la posibilidad de pensar y decidir como personas libres.

Todos esos fantasmas del pasado vuelven hoy a mi mente cuando escucho hablar a Manini, a Guillermo Domenech y a algún otro de los personajes siniestros reunidos en torno a Cabildo Abierto. Cuando opinan defendiendo corporativamente a quienes fueron responsables directos de aquella pesadilla infame, cuando hablan con soberbia y desprecio de quienes opinan distinto o se comportan distinto, cuando menosprecian al Poder Judicial o cuestionan el orden institucional y la pluralidad democrática, reavivan en mí el miedo experimentado en aquellos años. Resuenan en mi mente los nefastos comunicados de las “fuerzas conjuntas” emitidos todas las tardes, precedidos por la marcha “25 de Agosto”, de triste memoria. La misma retórica conservadora, nacionalista y populista.

Están envalentonados y siguen pensando que tienen derecho a imponernos el orden del mundo que ellos creen correcto. Quieren que se acabe el recreo. El recreo son los nuevos derechos conquistados, la alegría de los jóvenes siendo jóvenes y teniendo toda la libertad para pensar y expresarse. El recreo es la muy concurrida Marcha de la Diversidad, que revela el amplio abanico de opciones sexuales y de relacionamiento entre las personas que existe hoy en Uruguay. El recreo son los jóvenes tatuados, con piercings, con pelos arreglados y teñidos de las formas más diversas y creativas. El recreo es no tener miedo de ser o pensar diferente.

Los que tenemos memoria de la pesadilla tremenda que fue la dictadura tenemos que defender el recreo. El recreo es la vida desbordando, transgrediendo y poniéndole color al mundo. El recreo es la frustración de quienes quisieran poder restaurar el orden conservador y pacato que nos impusieron por diez tristes años.

Leonel Gómez es profesor agregado del Laboratorio de Neurociencias de la Facultad de Ciencias.