Hace unos días, cuando los ex presidentes José Mujica y Julio María Sanguinetti renunciaron juntos a la Cámara de Senadores, con luminoso republicanismo y exacerbando justificadamente el uruguayísimo ego del sistema político, Sanguinetti señaló en su discurso que la democracia es la ética de la derrota.

La frase de Sanguinetti, bien dicha, claro, resonó impecable y fue muy festejada.

La aceptación de la derrota con humildad resulta verosímil y agradable, pero no explica a la democracia en sí de forma plena, ni al deber ser del comportamiento democrático, sino que prescribe un modo de entender la democracia que, pienso, sólo tiene apariencia de verdad o, a lo sumo, encierra una verdad parcial.

No es la ética de la derrota lo que define a la democracia, sino la ética de la mayoría.

Dentro de las reglas de juego de la democracia, al derrotado en las elecciones se le impone el deber de aceptar el resultado y, más allá de la oposición política que pueda hacer respecto del gobierno –que nunca llegará a su desestabilización, dadas las características de nuestro sistema de gobierno–, su posición necesariamente estará signada por ese deber. Dentro de la democracia, al derrotado en las elecciones no le cabe otra opción.

Lo que define a una democracia como tal es, en realidad, el comportamiento de la mayoría vencedora, y luego transformada en gobierno, sea conformada por un único partido político, sea conformada por una coalición de partidos.

Esa mayoría que se transforma en gobierno monopoliza la integración del Poder Ejecutivo y conforma, simultáneamente, una mayoría parlamentaria que sustenta al gobierno en su correlato legislativo. Más allá de contadas excepciones, tal ha sido la racionalidad política del sistema de gobierno uruguayo desde 1999 a la fecha, luego de operada la reforma constitucional de 1997.

El dilema democrático reside en cómo debe comportarse dicha mayoría. El comportamiento de las mayorías debe entenderse desde el sentido etimológico de la democracia, como bien plantea Giovanni Sartori. Si democracia es gobierno del y para el pueblo, el principio de la mayoría no puede entenderse de forma absoluta y excluyente de la minoría, pues habría un demos y un no demos, es decir, una parte del pueblo se convertiría en no pueblo.1

Así, en democracia, siendo la unanimidad una quimera, el principio de la mayoría vale para construir la voluntad parlamentaria; sin embargo, no implica una carta blanca a favor de las mayorías alineadas al gobierno para avanzar de modo tal sobre las minorías al punto de quitarles todo espacio, asfixiarlas e inhibirlas.2

La mayoría, que gobierna, tiene a su disposición el aparato estatal y el conjunto de herramientas normativas, por lo que su deber democrático es, en esa posición, respetar los espacios que la normativa reserva a la minoría y no avasallarla.

Lo señalado, que tiene múltiples proyecciones, viene a cuento de la ya dos veces planteada destitución del actual fiscal de Corte por Cabildo Abierto, partido que integra la coalición de gobierno. El desmelenado y mediatizado pedido al presidente de la República ha sido claro y concreto: la destitución del fiscal de Corte.

Lo primero que, por elemental, no habría que aclarar, es que el presidente de la República carece de la atribución de destituir por sí al fiscal de Corte.

La Constitución, en sus artículos 149, 160, 168 y concordantes, establece que el presidente no puede expresar la voluntad del Poder Ejecutivo por sí solo, sin sus ministros, sea en régimen de acuerdo o en Consejo. Son muy pocos los actos que quedan reservados a su exclusiva voluntad, y la potestad de cesar funcionarios se acota, únicamente, a aquellos que puede designar por sí mismo, es decir, los ministros y sus subsecretarios, el secretario y prosecretario de Presidencia y el director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP),3 elenco en el que no está el fiscal.

Despejado lo grueso, pasemos a un análisis más fino.

Hay tres datos normativos esenciales para la resolución de la hipótesis de destitución del fiscal de Corte.

En primer lugar, de acuerdo al artículo 168 Nº 13 de la Constitución, el fiscal de Corte es designado por el Poder Ejecutivo con la necesaria venia de la Cámara de Senadores otorgada por 3/5 votos del total de componentes.

Resalta la mayoría calificada exigida para la venia, pues normalmente no estará al alcance de la mayoría parlamentaria alineada al gobierno, sino que exige un esfuerzo de negociación entre mayoría y minorías. Dicho quantum calificado es una técnica de protección e inclusión de las minorías.4

El amplio consenso político se justifica en la necesidad de asegurar un fiscal de Corte políticamente independiente e imparcial, dada su relevancia para el Estado de derecho, como ocurre con otras magistraturas de similar importancia.5

En segundo lugar, a partir de la Ley 19.334, la Fiscalía General de la Nación dejó de ser un órgano jerarquizado del Poder Ejecutivo para pasar a ser un servicio descentralizado cuya dirección corresponde a un director general, cargo que es ocupado preceptivamente por el fiscal de Corte.

La novel descentralización administrativa de la Fiscalía supone un quiebre de la relación jerárquica con el Poder Ejecutivo, por lo que su director general, el fiscal de Corte –al igual que los fiscales y demás funcionarios– no puede ser considerado “empleado” del Poder Ejecutivo. Entonces, no podrá ser destituido de acuerdo al mecanismo previsto por el artículo 168 Nº 10 de la Constitución.6

En tercer lugar, así como la Constitución prescribe la designación del fiscal de Corte a través de una norma específicamente destinada, no ocurre lo mismo respecto de su destitución.

Así, constitucionalmente, la cuestión se encamina, en principio, por el régimen general para la destitución de los directores generales de los servicios descentralizados establecido por el artículo 198. La norma preceptúa que el Poder Ejecutivo puede destituir a los directores con venia del Senado, siempre que opere ineptitud, omisión o delito en el ejercicio de su cargo, o la comisión de actos que afecten su buen nombre o el prestigio del servicio, presupuestos que el Poder Ejecutivo debería acreditar o motivar para lograr la venia del Senado.

La cuestión controversial está en determinar cuál es la mayoría necesaria para la venia de destitución del fiscal, aspecto que vertebra la ratio deontológica de la democracia y al deber de la mayoría respecto de las minorías.

La norma contenida en el artículo 198, que es general, no exige mayorías especiales para la venia de destitución de los directores de los servicios descentralizados, bastando que sea simple.

Ello se corresponde con las mayorías exigidas para la venia de designación de los directores no electivos. La designación del Poder Ejecutivo exige venia de la Cámara de Senadores, primero otorgada por 3/5 de la Cámara de Senadores y si, transcurridos 60 días, la Cámara no la otorga, el Ejecutivo puede formular una nueva propuesta o reiterar la propuesta anterior. En ese caso basta una mayoría absoluta para que el Senado pueda otorgar la venia, según el artículo 187 de la Constitución.

Dado que en nuestro sistema de gobierno la lógica parlamentaria se desarrolla en dos bloques, uno normalmente alineado al gobierno, que tiene naturalmente una mayoría que alcanza el nivel de absoluta, y otro el de las minorías –hablando en grandes líneas y sin perjuicio de quiebres puntuales–, la misma mayoría conformada por el partido de gobierno o por los partidos de la coalición de gobierno que dan la venia para designar al director propuesto en la insistencia del Poder Ejecutivo es la que podrá otorgar por sí la venia para destituirlo.

La relevancia institucional de un fiscal de Corte independiente exige que ni su designación ni su destitución sea arbitrada exclusivamente por una mayoría parlamentaria alineada al gobierno.

Tanto en la venia de designación como de destitución, nuestra Constitución le da la derecha a la mayoría parlamentaria alineada al gobierno en el Senado.

Ahora bien, no ocurre lo mismo con las venias para el fiscal de Corte.

La venia para su designación sólo se alcanza con una mayoría de 3/5 votos del Senado, de acuerdo al artículo 168 Nº 13. Se trata de una norma especial que sustrae la regulación de este aspecto de la norma general de designación de los directores de servicios descentralizados; por lo tanto, la posibilidad de otorgar la venia sólo por una mayoría absoluta, de no lograrse la voluntad de 3/5, no está prevista y no es admitida por esta norma especial que prima sobre la general.

La relevancia para el Estado de derecho de un fiscal de Corte imparcial e independiente, que manifiestamente lo distingue de los otros directores de servicios descentralizados, justifica la amplitud del consenso político exigido para la venia, que hace partícipe a la mayoría y también necesariamente a la minoría.

Así las cosas, aun cuando la destitución del fiscal de Corte corresponde tramitarla por el procedimiento general del artículo 198, a iniciativa del Poder Ejecutivo y bajo los presupuestos de ineptitud, omisión o delito o la comisión de actos que afecten su buen nombre o el prestigio del servicio, no basta para la venia la mayoría del Senado, sino que debe concurrir una mayoría calificada de 3/5.

Así lo establece el artículo 44 de la Ley Orgánica de la Fiscalía General de la Nación, 19.483: “Idénticos requisitos [a los de la designación] se exigirán para proceder a su destitución”.

Claro, ello no surge de una norma constitucional expresa, como sí ocurre con la venia para su designación, y podría ser una tentación para la mayoría parlamentaria alineada al gobierno, en el caso de no lograr los 3/5 votos necesarios para refrendar la voluntad destitutoria del Poder Ejecutivo, recurrir a la posibilidad supletoria de alcanzar la venia por mayoría, de acuerdo a la norma general del artículo 198 respecto de los directores de servicios descentralizados.

Sin embargo, esta tentación debe entenderse impedida por el principio del paralelismo de las formas, que es lo que hace que el derecho, en un Estado constitucional, sea un ordenamiento y no un amontonamiento de normas.

Se trata de un principio inherente a cualquier Estado de derecho constitucional que se precie de tal, tiene una vigencia universal en todos los niveles de la producción normativa estatal y significa que una norma o acto jurídico –la venia lo es– que debe ser dictado o emitido por un órgano, con determinadas mayorías para conformar su voluntad y siguiendo un determinado procedimiento, sólo puede ser modificado o derogado por ese mismo órgano, con la misma mayoría y siguiendo el mismo procedimiento.7

Si a través de una norma especial, la Constitución exige un cuórum calificado y especial para la designación del fiscal de Corte, saliéndose de la norma general relativa a los directores de servicios descentralizados, el mismo cuórum calificado deberá alcanzarse para dar venia a su destitución.

Entonces, si la designación sólo puede ser dada por una venia de 3/5 votos del Senado, sólo con 3/5 del Senado se podrá deshacer esa voluntad y autorizar la destitución que propone el Poder Ejecutivo, lo que sustenta la constitucionalidad del artículo 44 de la Ley Orgánica de la Fiscalía General de la Nación.

Las formas, y su paralelismo, siempre tienen una razón material que las justifica y legitima y que está anclada en el carácter democrático del Estado y de su ordenamiento jurídico.8

La relevancia institucional de un fiscal de Corte independiente exige que ni su designación ni su destitución sea arbitrada exclusivamente por una mayoría parlamentaria alineada al gobierno. La mayoría calificada, que incluye a la minoría o a parte de la minoría en la decisión de la venia, es una medida clave para asegurar la independencia en el juicio, en la acción y en la permanencia del fiscal.

El espacio reservado por el orden constitucional para la participación incidente de la minoría no debe ser inhibido por una acción avasallante de la mayoría, por medio de un uso excluyente y no democrático de la normativa.

Es por esto que la ética de la democracia es la ética de la mayoría.

Luis Fleitas de León es doctor en Derecho y docente de Derecho Constitucional de la Universidad de la República.


  1. Sartori, Giovanni. Teoría de la Democracia 1. El debate contemporáneo. Madrid, Alianza Universidad, 1988, p. 57. 

  2. Hesse, Konrad. Escritos de Derecho Constitucional, Madrid, C.E.P.C., 2012, pp. 137, 138. 

  3. Artículos 174, 168 numeral 26, 183 y 230 de la Constitución. 

  4. Loewenstein, Karl. Teoría de la Constitución, Barcelona, Ariel, 2018, p. 245. 

  5. Por ejemplo, los ministros de la Suprema Corte de Justicia: artículo 236 de la Constitución. 

  6. Jimenez de Aréchaga, Justino. La Constitución Nacional, Tomo III, Cámara de Senadores, 2002, p. 181. 

  7. Pérez Royo, Javier, Carrasco, Manuel. Curso de Derecho Constitucional, Madrid, Marcial Pons, 16ª edición, 2018, p. 124. 

  8. Kriele, Martin. Introducción a la Teoría del Estado, Bs. As., Depalma, 1980, pp. 37 a 39.