En un artículo publicado en El País de Madrid en 2007, el arquitecto español Iñaki Ábalos reflexionaba acerca de la necesidad de examinar el concepto de sostenibilidad que por ese entonces venía extendiéndose en el ámbito de la arquitectura. De manera sagaz, el autor lo tituló “Bartleby, el arquitecto”, llamando a la disciplina a repensar cierta forma de renuncia, al modo del famoso escribiente de Herman Melville. La sostenibilidad, tal como se estaba concibiendo en el entorno disciplinar y se había irradiado desde la academia norteamericana, era un tipo de abracadabra de otra parafernalia técnica en el hacer y cuyas consecuencias acarreaba renovadas formas de superintervención y superdiseño. Esa “palabra mágica”, decía, hábilmente absorbida por la industria de la construcción, se había terminado por convertir también en una nueva forma de negocio.
No fuimos pocos los que recordamos al personaje del escritor norteamericano en agosto, tras la propuesta de un memorial de la pandemia en la bahía del Puerto del Buceo elaborada por el estudio de arquitectura Gómez Platero, y de una manera muy semejante a como lo traían a escena las palabras de Ábalos: “Cuestionando la necesidad misma de toda acción”. Sin embargo, para que el planteo dejara de ser una mera ocurrencia proveniente del ámbito privado y saltara al mundo de lo concreto debía entrar en un proceso de discusión institucional. Muy especialmente, en este caso, resultaba obligatorio su estudio por parte de la Comisión del Patrimonio Cultural de la Nación, dado el carácter particular del emplazamiento elegido: la rambla montevideana, espacio público patrimonial declarado Monumento Histórico Cultural en 1986 y propuesto en 2010 para integrar la lista de la UNESCO en carácter de Patrimonio Mundial.
El 29 de octubre el semanario Búsqueda informaba que la mencionada comisión le había otorgado su aprobación por mayoría y nuevamente no fuimos pocos los que nos sentimos sorprendidos por la noticia. Ante tal pronunciamiento, que deja un flanco para su posible construcción, se hace entonces necesario un análisis del proyecto y, sobre todo, de los discursos que lo impulsan desde el ámbito de sus diseñadores. Y aunque bien valdría examinar la pertinencia de este futurial –tal es la forma que usamos algunos arquitectos y paisajistas para denominarlo– vinculándolo al momento histórico que dice ser su excusa, analizar algunos paradójicos nudos conceptuales de la memoria escrita por el estudio, en los que diseño del objeto y lugar de emplazamiento se estrechan como leit-motiv, necesita minuciosa atención.
Discurso y objeto
En la web de Gómez Platero se nos informa que el objeto-memorial ideado sería formalmente una lámina cóncava y circular a modo de cuenco, técnicamente resuelta en hormigón armado, de 40 metros de diámetro, sostenida por un sistema de costillas y apoyos puntuales de idéntico material y con diez metros de diámetro de horadación en el centro. Se posaría sobre el conjunto rocoso denominado Isla del Mono y se podría acceder a él desde la rambla por medio de un brazo proyectado como rama del espigón existente ubicado hacia el este de la ensenada. Al intentar calcular las proporciones que posee con respecto al tamaño de la isla, se puede observar, según los modelizados expuestos por la oficina, que ocuparía, aproximadamente, 30% de su superficie. Digamos, poco más, poco menos, una tercera parte. Por otro lado, no parece ser más alto que la línea peatonal del espigón mencionado y no superaría la cota de la vereda de rambla, aunque es cierto que no hay ningún 3D desde ese punto de vista, ni siquiera desde la vereda de enfrente. La idea parece interesante, aunque algo perturbadora cuando se observan los renders. Sobre todo porque no deja ver ningún sistema de seguridad, asunto en el que no voy a detenerme. Quizás sea algo que una simple baranda, mejor o peor lograda desde el punto de vista del diseño, resuelva en su momento. Si esto sigue, por supuesto, en caso de que el resto de las áreas competentes lo valoren de manera similar a la expuesta por el director de la Comisión de Patrimonio, el arquitecto William Rey: como un artefacto capaz de agregar valor a la rambla. Aunque no se conocen detalladamente los motivos que sustentan dicha afirmación, sí sabemos que lo ha juzgado como “bello”, porque así lo ha expresado en alguna entrevista. Esa sola valoración estética, aunque meramente objetual, parece conjurar el resto del paisaje. Y digo paisaje y no naturaleza, que de eso también se trata el espacio costero montevideano.
Sería algo así como que aquí estamos nosotros, los que necesitamos reflexionar acerca de nuestra pequeñez frente a la naturaleza, pero parados sobre un cuenco hecho nada menos que con hormigón armado.
Ahora bien, el texto que acompaña la propuesta expresa que el proyecto fue pensado como “un espacio público orientado a la reflexión” para construir “una conciencia colectiva que nos recuerde que el hombre no es el centro del ecosistema en que vivimos, ya que siempre estará subordinado a la naturaleza”. Ante esta noble declaración de motivos una no puede evitar sorprenderse: el acto reflexivo que intenta provocar el proponente acerca de nuestro entorno natural y la supuesta subordinación del hombre a él parece necesitar del volcado de una cantidad elocuente de cemento con hierro justo sobre las rocas y el agua, si bien no sabemos cuántos metros cúbicos exactos, puesto que carecemos de algunos datos para ese cálculo. Sería algo así como que aquí estamos nosotros, los que necesitamos reflexionar acerca de nuestra pequeñez frente a la naturaleza, pero parados sobre un cuenco hecho nada menos que con hormigón armado. Curiosa y paradojal elección matérica para tamaña aspiración: ¿no son ya el espigón y nuestra propia rambla artificios capaces de ponernos en una relación de igual tipo con el río y las rocas?, ¿es necesario para ello construir justo allí este memorial?, ¿es este el valor que se agrega a la rambla del que habla el director de la Comisión de Patrimonio?
Pero volvamos a los proyectistas, quienes por medio de una animación con vista aérea simulan la manera en que pleamar y bajamar dejarían el cuenco, según el caso, aislado o unido a tierra, bajo el análogo fenómeno por el que la Isla del Mono queda muchas veces inaccesible y casi completamente sumergida. Hoy la marea alta la esconde y deja ver apenas algunas rocas y el imperio del agua desde la situación de un observador apostado en la rambla. En la animación ya mencionada se deja entrever como en pleamar la concavidad de hormigón, inaccesible para su recorrido en tal situación, se mantendría escondida parcialmente, aunque no deberíamos descartar la posibilidad de un ocultamiento total. Parece que el acto reflexivo pasaría también por observar cómo un cuenco de hormigón armado puede quedar sumergido. ¿Es necesario que este memorial nos recuerde tal poder de la naturaleza, cuando la marea alta ya lo hace, ocultando gran parte de la propia isla e impidiéndonos acceder a ella? Si no alcanzase, cualquier sudestada nos permitiría entender esa potencia tanto en este como en cualquier otro tramo de la cinta costera montevideana. En algunos, incluso, a niveles de experiencia sublime. Y esto lo digo porque en cierto render se insinúa un paseo por el espigón ya mencionado con un mar algo embravecido.
“El hombre no es el centro, el ojo de este espacio lo ocupa un vacío en donde aflora la naturaleza en estado puro, lo que nos recuerda su omnipresencia y nuestra frágil condición”. De esta forma, el hueco en el centro de la concavidad se presenta como argumento, una vez más, de nuestra mentada finitud, y con sus diez metros de diámetro funciona como una «mirilla» simbólica de nuestro descentramiento como especie. Ese lugar específico, el centro, no puede ser ocupado por el hombre sino por los elementos naturales, y esta experiencia reflexiva, en el lugar que los proponentes entienden de máximo recogimiento, parece que no es posible si no es conquistando con hormigón armado un fragmento de rocas sobre el río, que, además, resulta ser uno de los pocos relictos naturales que aún conserva la costa capitalina.
Ese renovado trastorno de acumulación compulsiva
La pretenciosa retórica delata que para dar forma a la memoria de un evento aún en curso y que mantiene en vilo al globo –algo que también resulta una contradicción, incluso desde la perspectiva de quienes lo ponen en sospecha desde variopintos puntos de vista– hace falta un artificio que despliegue ante nosotros la necesaria subordinación del hombre a la naturaleza, aunque eso implique imprimir una marca matéricamente contundente en el paisaje de la costa. Una y otra vez, propuesta y sitio parecen oponerse entre sí a través de sus mismas premisas.
El objeto podrá ser “bello”, o así lo juzga Rey, pero podemos afirmar con vehemencia que la rambla, en los términos en que lo conciben sus artífices, no lo necesita. Creada y construida con el esfuerzo de generaciones, sabemos que no es un producto estático, como ningún paisaje ni la misma ciudad lo son; sin embargo, la repetición abusiva de un aparente horror vacui la tensa de manera constante. Sin siquiera utilizar mecanismos de concurso público de ideas y un deseado consenso ciudadano, además, algo que estaría presente en cualquier concepción políticamente sana de la ciudad cuando se trata de cuestiones que involucran al espacio público. Especialmente, aquel con un alto grado de afectación patrimonial. Aunque, claro, no si se lo entiende, y este es un problema central, eminentemente político y velado de ideología, como bazar de regateo, en el que un acto filantrópico alcanza como excusa para hacer y deshacer donde y como se quiera. En definitiva, la rambla siempre codiciada, siempre como especie de “juntadero” de donaciones y caprichos de particulares, de vírgenes y terminales marítimas, de coreanos color celeste. En resumidas cuentas, no importa cómo sea lo de “agregarle valor”, el asunto termina siempre en la fuerza del postor.
Sería bueno retomar el artículo de Ábalos ya mencionado y repasar, sobre todo, el pasaje en el que el arquitecto relata una anécdota acerca de un encargo realizado al estudio francés Lacaton & Vassal. Contratados para remodelar una plaza de la ciudad de Burdeos, los arquitectos sencillamente se restringieron a recomendar el mantenimiento de la gramilla y el arreglo de algún equipamiento ya presente en el sitio. Porque a veces es así, como repetía Bartleby: I would prefer not to.
Laura Alonso es arquitecta, docente de Historia en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de la República, y docente de Historia del Paisaje en la Licenciatura en Diseño de Paisaje del CURE.