En marzo de este año apareció en nuestro país un proyecto de ley sobre eutanasia y suicidio médicamente asistido, presentado por el diputado del Partido Colorado Ope Pasquet. Es una intención muy pertinente desde el punto de vista jurídico, en tanto procura clarificar y precisar responsabilidades sobre los procedimientos y los recursos de la ciencia médica aplicados en los límites de la vida ante sufrimientos insoportables. La idea de este breve artículo es aportar a la reflexión, teniendo en cuenta fundamentalmente los trasfondos conceptuales que suelen sostenerse para sustentar las diferentes posiciones.
Autonomía individual y elecciones colectivas
En la apelación a las relaciones interpersonales como determinante del rechazo a la autonomía individual de las decisiones, particularmente desde algunos sectores religiosos se parte de la base de que hay instituciones, como la familia, que poseen una objetividad de derecho enraizada en la misma revelación divina y de validez objetiva y universal. Se atenúa y hasta se rechaza la autonomía individual en nombre de una norma objetiva preconstituida, denominada comúnmente “natural”. El individuo debe reconocerse a sí mismo como objetividad propia ya dada, de manera que no puede constituirse a ocurrencia suya, so pena de transgredir esa realidad. Hacerlo amenazaría con disolver la convivencia civil y hasta su misma personalidad individual. En esta visión, el Estado no sólo regularía la compatibilidad de decisiones autónomas diferentes, sino que las encuadraría sobre la base de principios propios de una filosofía de la naturaleza. Para esa concepción, la ley divina regula a la perfección las cosas necesarias para vivir rectamente, de manera que la ley divina se enlaza de una manera casi automática a la norma humana. Y es obvio que quien dictamina y decide cuál es la ley divina es la institución religiosa que sostiene esa concepción.
Por otro lado, para Martín Lutero, reformador alemán del siglo XVI, y a partir de él, del protestantismo en términos generales, la convivencia familiar es un dato insuperable que la vida humana encuentra como necesidad práctica, al igual que la religión y el Estado. No son realidades objetivas inmutables, definidas a priori, sino condiciones prácticas del vivir. Para Lutero, la casa (hogar) es la fuente de cualquier Estado. Pero esta no es una afirmación teológica, sino una observación tradicional. Lo que cuenta es que no se puede tener vida sin un elemento de construcción y de constricción contrapuesto a la confusión y al desorden disgregante. De hecho, la vida es una lucha permanente contra las consecuencias del mal. A diferencia de la familia y el Estado, que corresponden al ordenamiento mundano, la iglesia –para Lutero– está en un plano espiritual diverso. De allí la diferencia fundamental con la concepción anterior. A partir de Lutero, entonces, entre la ley divina y la norma o ley humana queda un campo abierto de relación, en el que no se puede superponer una a la otra en forma objetiva, de tal manera de hacer de una norma humana “una cuestión de fe”, o a la inversa. Esta visión considera que toda posición tiene origen en una opción que aparecería como arbitraria para otras posiciones, y en la que la salida es la búsqueda de negociación y consensos entre las varias posiciones.
¿Cómo conciliar la autonomía de una persona con elecciones válidas para todas las demás? ¿Qué pesa más, la autonomía de la persona individualmente o un dato primordial precedente a cada manera de ser individual? Si bien son diferentes principios que no pueden imponerse en abstracto, la elección definitiva, valoradas las circunstancias, puede esperarse sólo de la autonomía individual.
Desde la ética cristiana
Los argumentos que generalmente se dan para oponerse a la eutanasia y al suicidio asistido, desde el punto de vista de la ética cristiana, derivan de la relación con Dios creador y redentor. Pues el valor de la vida individual no reside en sus prestaciones o funcionalidad y menos en su autonomía, porque aun la vida fragilizada permanece siendo una vida amada y sostenida por Dios. El derecho de toda persona, cualquiera sea su situación, de ser protegida contra toda forma de destrucción, violación e instrumentación se funda sobre la dignidad humana. Sobre ella también se funda el deber de hacerse cargo de quien sufre. La potenciación de las curas paliativas es un reflejo de esta exigencia. Del mismo principio de dignidad humana se deriva la licitud de la suspensión o de la no activación de un tratamiento terapéutico para pacientes que sostienen que tales medidas no contribuirán más y de ninguna manera a mejorar su bienestar y calidad de vida.
Sobre el principio de la dignidad humana se funda el rechazo de los dos argumentos principales que defienden quienes son favorables a la eutanasia y el suicidio asistido: la autodeterminación individual y el principio de la beneficencia. Contra la autodeterminación individual se argumenta que va contra la concepción cristiana del ser humano, que no está fundada en una libertad subjetiva, sino sobre una idea de libertad intrínseca a la creación definida y hecha posible a partir de la relación con Dios y con los otros seres humanos. Contra el principio de beneficencia se argumenta que las solicitudes de morir no son exclusivamente de origen físico, sino psicológicas y existenciales. Razones que la sociedad está llamada a reducir drásticamente a través de los cuidados paliativos de sostenimiento psicológico y acompañamiento existencial, y garantizando equidad económica y social.
Ahora bien, ¿la solicitud de anticipar la muerte debe ser siempre considerada en contradicción con una existencia moralmente responsable vivida en la fe? ¿No puede ser entendida como una respuesta responsable al mandamiento del amor a Dios y al prójimo? La teología de las iglesias protestantes históricas prefiere colocarse en el horizonte de una reflexión, constantemente en búsqueda, teniendo en cuenta los contextos y las situaciones contingentes dentro de las cuales suceden las elecciones morales, renunciando a los principios absolutos de carácter teológico-racional, así como a una rígida aplicación de una norma bíblica interpretada de manera literal. Es necesario pensar en una ayuda a morir, que nace de situaciones bien específicas en contextos también particulares, incluyendo, por supuesto, las curas paliativas de sostenimiento psicológico y espiritual puestas a disposición del paciente.
La elección de morir, que en ciertos casos puede efectivamente ser interpretada como rechazo del don, en otros casos puede ser comprendida como la expresión de su aceptación.
Pensar que pedir ayuda para morir debe ser considerado un rechazo al don de Dios y, por lo tanto, a Dios mismo parece fundarse sobre una concepción difícilmente justificable desde la lógica de la vida como un don de Dios, en la cual se concibe el don como algo siempre disponible para quien es donado y aún más, implica la idea de un uso grato y responsable del bien recibido que tenga en cuenta la relación que a través suyo se ha instaurado.
La solicitud de personas enfermas que en situaciones de sufrimiento extremo expresan el deseo de no pasar los últimos días en la inconsciencia inducida por tratamientos analgésicos necesarios para aliviar los dolores no soportables no debe necesariamente ser considerada la expresión del deseo de absolutización de la propia libertad frente a la muerte ni una negación de la relación con Dios. Puede ser la consecuencia del deseo de disponer de manera responsable del don de la vida recibida y de la confianza en una gracia que recibe lo oprimido y agotado, de parte de un Dios que no pide un tributo de sufrimiento, que no impone condiciones y obligaciones y que no somete a la persona a determinados principios, sino que libera gratuitamente, poniendo en sus manos también la posibilidad de renunciar a continuar la existencia terrena.
La elección de morir, que en ciertos casos puede efectivamente ser interpretada como rechazo del don, en otros casos puede ser comprendida como la expresión de su aceptación; puede ser un acto de conciencia del límite de la existencia humana, una asunción del límite de la propia capacidad de tolerar el sufrimiento y una expresión de amor hacia el prójimo.
¿Tiene la vida un valor absoluto?
En la tradición cristiana, la vida misma no es un bien del cual no se pueda disponer. Ya desde los primeros siglos, la convicción de que la vida humana puede estar en riesgo, o ser llevada a su conclusión, en nombre de un bien superior es expresión de la idea según la cual la vida natural no puede ser considerada un bien o un valor absoluto. En el texto bíblico la vida como valor absoluto viene relativizada. Hay afirmaciones de Jesús que dan a la vida y a la muerte un significado que trasciende lo que podemos conocer. Como por ejemplo cuando dice en el evangelio de Juan (11,25-26): “El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá para siempre”. También en las epístolas de Pablo surge que “muerte” y “vida” tienen un significado intensivo que supera el plano de la experiencia física. Aquí aparece un vínculo entre la vida en sentido histórico y contingente y la vida considerada en sentido escatológico.
Ante situaciones particulares y como casos límite, la muerte voluntaria puede ser admisible, aunque desde la óptica cristiana no puede ser comprendida como la concreción de la libertad y de la autonomía individual que se expresaría de manera ejemplar en la posibilidad de decidir el momento de la propia muerte, sino que va considerada sobre todo como una elección, aunque legítima, que es comprensible a la luz de una noción de responsabilidad compleja, hacia Dios, hacia las otras personas y hacia sí misma.
Espero haber podido cumplir mínimamente con el objetivo de aportar a la reflexión. Toda difusión y profundización que se realice sobre el tema planteado y sobre todo en relación a nociones más generales como vida, muerte, sufrimiento, enfermedad, cura, desde los diversos planos y puntos de vista –científico, jurídico, ético (secular o religioso)– no dudo que va a contribuir con una maduración de carácter cultural y espiritual favorable para toda la sociedad.
Hugo Armand Pilón es pastor valdense.