Cuando termine 2020, la educación uruguaya habrá profundizado inequidades y se habrá alejado un paso más de la visión ideal que alguna vez tuvimos de nosotros mismos. En un comunicado reciente, la Sociedad Uruguaya de Pediatría alzó prudentemente su voz para señalar, al pasar, algo que no queremos ver. No sólo no asistir a clases es malo para niños, niñas y adolescentes; además, se avizoran importantes inequidades entre el sistema educativo público y el privado. La menor concurrencia a clases se registra principalmente en el sistema público, donde no casualmente asisten en mayor proporción los alumnos de menores recursos y donde son muchísimas las escuelas en las que la normalidad no ha retornado.

Si al lector no le gusta la foto, mucho menos le gustará la película. Es que muchas uruguayas y uruguayos han perdido su trabajo o experimentan restricciones económicas producto de la crisis; en consecuencia, si sus hijos asistían a la educación privada, serán también muchos los que deban migrar obligadamente al sistema público. Mientras tanto, también algunos otros saldrán, pero en la dirección opuesta. Se trata de aquellos alumnos que asistían a la educación pública y que pudiendo solventar la educación privada, decidirán asegurarse mediante el pago la mayor concurrencia posible durante 2021. Como se ve, el flujo de alumnos tiene dos sentidos, pero una misma lógica que se profundiza: las diferencias económicas entre los sistemas público y privado con seguridad serán cada vez más notorias en el futuro.

En el camino fue que madres, padres y familias del sistema público se las han arreglado para ejercer su voz, cumpliendo con la obligación y el derecho que establece la Constitución de la República. La respuesta de las autoridades de la educación, en cambio, parece menos proactiva en el cumplimiento de las obligaciones que el ordenamiento jurídico les asigna (cabe recordar que nuestro país ha declarado a la educación un derecho humano y fundamental que el Estado uruguayo debe asegurar a todos sus habitantes).

En este contexto, los protocolos de las autoridades educativas pueden (in)cumplir un doble papel. El primero de ellos es circunstancial y subsidiario de las directrices que las autoridades sanitarias establecen para combatir la pandemia. Así se establece, por ejemplo, el uso del tapabocas, la regulación de la distancia social, la entrada y salida a los locales educativos tanto públicos como privados, etcétera. El segundo rol, mucho más sustantivo, está relacionado con la gestión del sistema público de educación en medio de la pandemia. Esto implica asegurar la gestión y gobernanza de las instituciones educativas públicas para que cada centro educativo pueda responder de mejor forma a las directrices sanitarias extraordinarias. De este segundo papel depende que el Estado uruguayo cumpla con la función que le encomienda la ley.

En los últimos tiempos, da la sensación de que el primero de los roles, el regulador, se cumple a cabalidad, pero las interrogantes surgen cuando nos trasladamos a las iniciativas para la gestión sustantiva del sistema público. En tiempos de emergencia, el deber fundamental de brindar educación gratuita y de calidad podría sintetizarse en al menos extremar los esfuerzos y recursos materiales para que los niños, niñas y adolescentes que estudian en la educación pública tengan clase todos los días. Pero se está muy lejos de conseguir esta situación y los datos más fehacientes para el monitoreo de la situación ni siquiera han sido provistos por las autoridades educativas, sino que son construidos artesanalmente por el Colectivo de Familias Organizadas de la Escuela Pública.

La consigna de las autoridades parece ser dejar que los centros educativos reinicien su actividad exigiéndoles cumplir con un protocolo que en muchos lugares, a todas luces, no puede satisfacerse: “tomá la pelota, cumplite este protocolo”. Como se aprecia, esto profundiza diferencias entre centros públicos y privados, pero también dentro del sector público, porque los recursos y la capacidad de organización dependen mucho del contexto en el que se encuentra cada centro. Ya pasaron muchos meses desde que se autorizó la vuelta a clases, y el colectivo de familias organizadas debió ejercer una fuerte presión pública para que finalmente las últimas directivas de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) reflejen algo de la proactividad que desde los usuarios se les reclama para el cabal cumplimiento de los deberes del Estado uruguayo en materia educativa.

Cuando termine 2020, la educación uruguaya habrá profundizado inequidades y se habrá alejado un paso más de la visión ideal que alguna vez tuvimos de nosotros mismos.

Al menos se estableció que la educación pública debe coordinarse entre sí y con otras organizaciones públicas y privadas para asegurar la máxima presencialidad posible. Sin embargo, sigue sin ser frecuente la difusión pública de información por parte de las autoridades y del gobierno respecto de los límites y dificultades que están enfrentando en este proceso, que para las familias se trata de una verdadera emergencia educativa. No existe o no se ha comunicado un plan coordinado a nivel central para responder materialmente a las necesidades de los centros, que incluso no sabemos a ciencia cierta si de algún modo monitorean centralmente y ayudan a resolver. Es imprescindible idear alternativas, proveer carpas, alquilar salones, lo que fuere necesario para reactivar al cien por ciento la educación pública y así paliar algunos efectos de la pandemia, incluso económicos.

El principio de autoridad no parece funcionar para solicitar planes de retorno o brindar ayudas. Aquí existe importante libertad para los centros –tal vez demasiada dadas las carencias existentes– y muy pocos recursos, ayuda o ideas para facilitar la vuelta a la presencialidad. Sin embargo, en este mismo contexto de pandemia sí existió principio de jerarquía y autoridad para asegurarse de que en ningún centro educativo existieran tapabocas con leyendas políticas. ¿Las jerarquías están priorizando adecuadamente el tipo de asuntos a los que deben dedicar con mayor ahínco sus energías y donde deben aplicar su autoridad? Algo similar parece suceder con la fuerte represión pública de las aglomeraciones en algunas zonas de Montevideo y lo que se ha señalado como un accionar tardío en fiestas privadas en el este del país.

Estos problemas no son casuales. “No le pidas peras al olmo, ni servicios públicos a un liberal”, reza un antiguo y curioso proverbio, acuñado tal vez por algún viejo batllista. Para alejar un poco el ojo y las críticas de nuestra política, pondré un ejemplo de la vecina orilla. Hace tres o cuatro años, el liberal presidente Mauricio Macri sinceró una opinión de desprecio velado –o más bien explícito– respecto de lo público: “Existe una terrible inequidad entre aquel que puede pagar la escuela privada y aquel que tiene que caer en la educación pública”. Luego fue secundado por su ministro de Educación, que dijo que se pensaba a sí mismo más como un “gerente de Recursos Humanos” y que el objetivo del sistema educativo en los niños y niñas es crear dos tipos de personas que “o bien sean aquellos que crean empleos o sean argentinos y argentinas que sean capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla, que entiendan que no saber lo que se viene es un valor”.

Macri se refería a las jerarquías de su propio gobierno como una selección o dream team de gerenciadores (que, a pesar de todo, terminó desbarrancando). Aristóteles habría advertido este final: en la república, que significa “cosa de todos”, debemos convivir en espacios de igualdad. Por eso el buen gobernante debe saber mandar y obedecer, y los ricos, que están demasiado acostumbrados en su vida sólo a mandar y no a transitar por lo público, no suelen ser buenos gobernantes. El Uruguay batllista es bastante diferente en esto, y la propia educación pública ha sido una gran escuela de republicanismo, aunque a ciencia cierta no sabemos qué fuerza tienen estos anticuerpos hoy en día. Pero en la cancha se ven los pingos, y en la pandemia las vacunas, así que serán estos los tiempos que sirvan para chequear la vigencia de aquel ideal de Uruguay integrado y de clases medias. Y hay señales que preocupan.

La educación pública está hoy en un plano de desventaja material, que además se extiende al plano simbólico, en la medida en que muchos sectores –al estilo Macri– parecen fomentar activamente un discurso de ataque a la educación y a todo lo público en general. Si estamos llegando a los límites de la permanencia de los sectores medios como usuarios de lo público, entonces las voces de los usuarios y su capacidad para exigir derechos serán cada vez más tenues en el futuro. Muchas veces los más desfavorecidos no tienen los recursos ni la organización necesaria para alzar su voz y reclamar sus derechos. La situación enciende una alerta, porque de la visibilidad pública de los servicios y del capital social de sus usuarios depende parte de la resonancia política de lo que allí ocurre.

Pero nadie crea que si la educación pública o cualquier otro servicio experimentan un deterioro nuestra vida no se verá afectada. Por más que no seamos nosotros los beneficiarios directos de una política social, o los trabajadores implicados, las señales de deterioro que hoy ya se avizoran nos afectarán tarde o temprano. No se construye identidad común, solidaridad y república si no cuidamos el valor de los espacios públicos. No es casual la identificación de Uruguay con el ideal de escuela vareliana. El aula, pero también el sanatorio, la calle, la plaza, la playa, el territorio, son los espacios que construyen finalmente lo que somos. Si no hay mínimos márgenes de igualdad en su uso, si no frecuentamos ninguno a lo largo de nuestra vida o de nuestra cotidianidad y si no los cuidamos, será difícil que haya república.

Federico Traversa es doctor en Ciencia Política e investigador del Instituto de Ciencia Política de la Universidad de la República.