La semana pasada nuevamente una persona sufrió la pérdida de ojo en el marco de una protesta en Santiago de Chile. Un fotoperiodista, que se encontraba realizando registros de las manifestaciones, se suma a la vergonzosa lista de centenares de víctimas oculares desde el inicio de la revuelta de octubre de 2019. Esto sucede poco después del regreso del ministro de Relaciones Exteriores, Andrés Allamand, quien se paseó por distintos países de Europa intentando lavar la imagen internacional que ha dejado el gobierno de Sebastián Piñera. Loas al proceso constituyente, la inevitabilidad de estallidos sociales en países que “progresan” y la imagen positiva del país en el exterior fueron parte de la batería discursiva desplegada por el canciller. De más está decir que los cuatro informes sobre violaciones a los derechos humanos acaecidas en el país en el último año no fueron parte central de su periplo.

Actualmente, gracias a la movilización popular, el país se ha involucrado en un proceso constituyente de características inéditas. Existen y continuarán surgiendo, como es de esperar, discusiones que hegemonizan el debate público, como quiénes podrán participar en el proceso, cómo se elegirán los constituyentes, la implementación de la paridad, cupos reservados para indígenas, la elección de las candidaturas, formación de coaliciones y alianzas, entre muchos otros tópicos.

Sin embargo, a pesar de este tránsito democratizador que busca cambiar la Constitución, parece no sólo necesario, sino imperativo, aprender de nuestro pasado reciente. Que la derecha heredera del pinochetismo niegue, banalice o invisibilice violaciones a los derechos humanos no es nuevo. Pero no deja de ser llamativo que en pleno siglo XXI las características distintivas de la respuesta estatal sean la utilización de la violencia y las violaciones a los derechos humanos.

El extensivo uso de prácticas represivas se creía cosa del pasado. Al menos para el común de la población, quien consideraba que las actuaciones policiales que dejaron un triste saldo de muerte, tortura, mutilación y represiones masivas se habían erradicado y eran incongruentes con la democracia. Esto para la mayoría, ya que hace varios lustros que las comunidades y organizaciones mapuche activas políticamente vienen denunciando el acoso, la militarización, la criminalización y el racismo que sufren sistemáticamente por los Carabineros.

En la guerra imaginaria contra el enemigo interno, también imaginario, que declaró el presidente Piñera el 21 de octubre de 2019, no se han escatimado recursos en proteger de manera vehemente y violenta el statu quo, recurriendo a las Fuerzas Armadas, a la Policía de Investigaciones, pero principalmente a Carabineros como institución a la cabeza de la represión. El actuar éticamente reprochable o directamente delictivo de la policía, no obstante, no es nuevo y ha resultado en un progresivo y lapidario descrédito ante la ciudadanía.

Tampoco son nuevos los conceptos y las prácticas ideológicas de la guerra y el enemigo interno que ya usara la dictadura y que tuvo como resultante una miríada de asesinatos, desapariciones y torturas.

Pese a ello, en la transición que se pactó con la dictadura, poco de justicia hubo. Gran parte de las violaciones a los derechos humanos perpetradas por los organismos de seguridad quedaron impunes y utilitariamente en el olvido, dejando para el recuerdo transicional frases como “justicia en la medida de lo posible”, del ex presidente Patricio Aylwin. O las advertencias acerca de la imposibilidad de investigar las torturas ocurridas en dictadura, como afirmaba el entonces ministro José Miguel Insulza.

En un país que lleva décadas mostrándose como epítome de calidad democrática, la reincidencia discursiva negacionista sobre la violación a los derechos humanos y la posibilidad de impunidad de los crímenes cometidos no es aceptable.

Sin embargo, gracias al persistente trabajo y a la dedicación de organizaciones que eran parte del entonces fuerte movimiento por los derechos humanos, el Estado se vio presionado a hacer dos importantes aportes a la memoria histórica del país. El informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (Informe Rettig), que abordó ejecuciones, desapariciones y violencia política después del golpe militar, y el informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Informe Valech), que abordó las abyectas torturas y tratos degradantes que llevaron a cabo agentes de la dictadura durante sus 17 años.

Ambos informes fueron relevantes, pues desnudaron muchas de las falsedades construidas desde la dictadura para justificar los horrores cometidos. Empero, ninguno de los informes entregó datos sobre los autores de las violaciones, esto pese a los numerosos testimonios recogidos. Hubo verdad parcial, pero no justicia. Hubo memoria, pero no justicia.

En un país que lleva décadas mostrándose como epítome de calidad democrática, la reincidencia discursiva negacionista acerca de la violación a los derechos humanos y la omnipresente posibilidad de impunidad de los crímenes cometidos no es aceptable. Es de vital necesidad intervenir a Carabineros, institución que según la encuesta CEP ha pasado de tener niveles de confianza institucional relativamente altos (57% en 2015) a ser una de las que más desconfianza producen (17% en diciembre de 2019).

Esto se debe a la exposición mediática del millonario caso de corrupción que involucró a altos mandos de la institución, donde un grupo de fuerzas especiales intentó ocultar el asesinato de un comunero mapuche en 2018 y el montaje para incriminar a ocho dirigentes mapuche apresados con pruebas falsas, en 2017. Esto sumado a la actuación de la institución en el marco de las protestas desatadas desde octubre, en las que para 88% de los chilenos Carabineros violó los derechos humanos.

Esto nos lleva a preguntarnos: ¿en qué momento estas situaciones dejan de ser “sólo casos aislados”, como se argumenta desde el gobierno, y no son sino representativas de un mal sistémico? O, dicho de otra manera, ¿no debería Carabineros ser intervenido urgentemente por el poder civil o ser directamente refundado? Posiblemente esta sería la única forma de que la institución, u otra que la suceda, goce de legitimidad ante la ciudadanía.

El miércoles 14 de diciembre, un periodista sorprendió al presidente Sebastián Piñera preguntándole: ¿cómo se puede seguir gobernando con 7% de aprobación? Más allá de los iterativos lugares comunes de su respuesta, cabe preguntarse si no son los balines, el gas y la represión de Carabineros. Todo lo cual es inaceptable en una democracia de calidad.

Víctor Tricot es profesor externo en la Universidad de Girona y doctor en Procesos Políticos Contemporáneos por la Universidad de Salamanca. Este artículo fue publicado originalmente en www.latinoamerica21.com.