La semana pasada, la emocionante apertura de la puerta de hierro, cerrada por decenios, entre el Dique Mauá y el área de la ex Compañía del Gas, trajo consigo un vendaval que obligó a los jóvenes arquitectos de la Universidad de la República a cubrirse el rostro y asegurar velozmente los postigos con pesadas barreras. Sin dudas era un presagio que anunciaba la necesidad de aires nuevos y propuestas innovadoras para esos enormes predios. Sus encantadores edificios, y su resistente biodiversidad, con palmeras y vegetación agreste, estuvieron en un letargo silencioso e invisible, a pocos metros de uno de los puntos de mayor afluencia de ciudadanos de la rambla Sur de Montevideo.
La Asamblea por la Rambla Sur se conformó espontáneamente en agosto de 2018 ante la aprobación de un proyecto de ley que aspiraba a vender los padrones de la ex Compañía del Gas, afectados a patrimonio histórico, para una iniciativa privada que apuntaba a la construcción de varias intervenciones de gran escala, como un shopping, un hotel cinco estrellas y una terminal fluvio-marítima-puerto, para pasajeros de la empresa Buquebus. El debate que se generó a raíz de esta iniciativa posibilitó un análisis sobre las condiciones, costos y beneficios que el Estado uruguayo tendría con la instalación de un nuevo puerto artificial en esta zona. Teniendo un puerto natural equipado y un flujo de pasajeros que permanecerá allí por los cruceros, lo único que se destacaba de la ecuación, en lo que parecía ser un favor del empresario al Estado uruguayo, era la conveniencia de la instalación de un shopping y un hotel.
Para salir del debate “puerto sí” o “puerto no”, veamos cuál sería el impacto en la trama urbana de estas otras actividades que parecían “complementarias”.
En Barrio Sur, por ejemplo, podemos observar un fenómeno de sustitución de oferta de vivienda accesible por un número importante de edificios costosos, con amenities (facilidades comunes, gimnasios, piscinas, cowork, cafés y restaurantes, etcétera). Nada tiene de malo que nuevos pobladores ocupen espacios de casas abandonadas y vuelvan a dar vida a la ciudad; nada impide que sectores de diverso poder adquisitivo vivan en el mismo barrio: esto es lo deseable. Un fenómeno de repoblación podría ser positivo, en la óptica de revitalizar económicamente los barrios del centro con pequeños comerciantes, emprendedores, negocios que den empleo justo a sus habitantes, reactiven oficios y servicios, y aumenten los espacios de socialización y cuidados necesarios. El problema es cuando no hay reactivación de la trama urbana, ya que en lugar de tener actividades recreativas, deportivas, etcétera, en locales a la calle, están a uso personalizado en la azotea de los complejos y no interactúan con la ciudad alrededor.
En segundo lugar, para adecuarse a este crecimiento demográfico y ser accesible para personas de medianos o bajos ingresos, el barrio tendría que asegurar, además de vivienda accesible, servicios gratuitos y públicos en educación y salud, así como lugares de compras, esparcimiento y oferta cultural, acordes a diversas posibilidades. Sin embargo, estas adecuaciones son más lentas, porque implican inversiones estatales de gran porte en estructuras públicas, o apoyo a comerciantes y planes de desarrollo urbano local –por lo tanto, difíciles en tiempo real–. Es en este punto que el mercado privado, que no tiene ataduras burocráticas ni planificaciones condicionadas a presupuestos nacionales, etcétera, puede proponer los servicios que faltan. Si a los edificios con amenities sumamos lugares de esparcimiento y consumo concentrados en un único lugar, como en el caso del shopping propuesto por Juan Carlos López Mena, estamos –con gestos que pueden parecer de regeneración urbana positivos, pero que en realidad vuelven a concentrar la población– distrayendo los flujos que podrían dinamizar las calles con actividades y oficios de proximidad, y que podrían embellecerlas, mantenerlas vivas, seguras y promover el encuentro social. Los estudios urbanos llaman “gentrificación” a este fenómeno, que está afectando a la mayoría de las ciudades del mundo.
El “tiempo” y los “modos” de construcción de la ciudad
De este proceso queda claro que hay diferentes tiempos y velocidades en la construcción de la ciudad, que para comprender si lo que parece ser un negocio brillante traerá beneficios y verdadera calidad de vida urbana es necesario tener un tiempo de debate público, estudio y análisis de lo que los proyectos en esa área podrían representar para sus pobladores.
Durante 2019 el Ministerio de Industria, Energía y Minería (MIEM) se puso a estudiar el tema y propuso a la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de la República hacer un concurso de ideas urbano-arquitectónicas para los predios. Asimismo, lanzó una encuesta pública nacional sobre los posibles usos deseados por la población, que alimentaron también las bases del concurso. El llamado fue un éxito: se presentaron más de 50 propuestas que fueron premiadas y presentadas a la ciudadanía en ocasión de Abre Mauá. Estas propuestas pueden ser la base de un proyecto definitivo, que deberá empezar a tomar cuerpo durante 2020.
El evento “Abre Mauá” deja la tarea de unir esfuerzos en un proyecto definitivo que sea promotor de otras economías, otras formas de vida social, cultural y de relación con la naturaleza.
Sobre los “modos”, el arquitecto húngaro recientemente fallecido Yona Friedman, autor de Utopías realizables, señalaba que el momento de construcción del proyecto urbano debe implicar un proceso colectivo en el que la misma arquitectura se sitúe en el devenir de las situaciones sociales y políticas de los contextos. Para él, las formas de fantasía y las propuestas provocadoras estaban dirigidas a suscitar el debate y la reflexión sobre usos no tradicionales posibles que habilitan actividades y relaciones nuevas, o nos hacen comprender la necesidad de anticipar fenómenos extremos, como posibles riesgos climáticos. Pero advertía que las personas no deben adaptarse a los diseños abstractos y alejados de los arquitectos, y agregaríamos de los inversores que quieren determinar un único uso del espacio con beneficios privados, sino que los arquitectos, junto con otros, deben comprender las formas de autoorganización presentes en el lugar, interpretarlas y cristalizarlas en formas espaciales, para que sean parte de un legado realmente trascendente. Se puede observar cómo la gente habita los espacios e intensificar su uso, sobre todo en lugares históricos que por alguna razón estén depreciados, así como pensar en una arquitectura flexible-móvil que permita dar respuestas desde el diseño de los espacios hasta futuras realidades.
Construir un Área Mauá como bien común
A partir de su apertura la semana pasada, y de frente a la constatación de que el área es transitable en el estado actual y de que el mismo MIEM declaró que considera factibles proyectos por sectores para su recuperación total, debemos preguntarnos con qué modalidad trabajamos ahora hacia una apertura definitiva del espacio. Si queremos liberarnos de necesitar grandes operaciones económicas, que condicionan su carácter público, necesitamos creativamente considerar que, por un lado, existe una población deseosa de activarse en su cogestión, modalidad que ya funciona muy bien en otros espacios públicos de Montevideo, y, por otro lado, encontrar aliados con formas graduales de inversión, con acciones incrementales y constantes en la recuperación del espacio.
El evento Abre Mauá renueva las energías de este proceso y deja la tarea de unir esfuerzos en un proyecto definitivo que sea promotor de otras economías, otras formas de vida social, cultural y de relación con la naturaleza, que no sea la forma alienante de consumidores que nos propone el mercado. Se habilita, de esta forma, la posibilidad de que se genere un nuevo espacio público que otorgue a Barrio Sur y a la Ciudad Vieja un bien común que embellezca y refuerce la identidad de estos dos barrios y de ese rincón tan significativo para Montevideo.
Adriana Goñi es antropóloga.