En un libro que ya cumplió más de 30 años, y refiriéndose a la cultura de la posmodernidad, el géografo David Harvey hablaba de la compresión del espacio y el tiempo. Y vaya si estos se han apretado en estas dos semanas. No sólo quedamos encerrados y aislados en nuestra casas, sino que, aun esforzándonos, nos cuesta pensar en la semana que viene o el mes pasado. Hoy, escuchando un programa de radio, un oyente comentaba, precisamente, que una de las principales causas de su angustia, más que cómo iba a quedar todo después, era no saber cuánto iba a durar la crisis, la incertidumbre. Efectivamente, sorprende que no haya más ejercicios de imaginación, especulación y análisis prospectivo de tipo estratégico. Y, peor, que no se hagan públicos y se discutan abiertamente, de manera transparente. Pues quiero pensar que sí hay muchos grupos especializados que lo estarán haciendo, o deberían hacerlo. Seguramente lo están haciendo el gobierno, la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, las comisiones del Parlamento, el Ejército, las direcciones de las empresas, los médicos y los epidemiólogos, los economistas –el capital, seguro–, los pequeños comerciantes, los partidos, los sindicatos, etcétera. Pero, si lo están haciendo, esas reflexiones no trascienden lo suficiente y, sobre todo, no están impactando en la discusión pública, en las decisiones, en la acción. Una visión de nuestra proyección en el tiempo es necesaria y clave no sólo para reducir la incertidumbre y la angustia, sino también para contextualizar el día a día, poner perspectiva y tomar cada día decisiones alineadas con una estrategia acorde a un futuro deseable, desplegada para intervenir, construir ese futuro.

Volviendo a Harvey, estamos atrapados en el conteo diario de contagiados y muertos (“hoy, 303”, “hoy, 328 y un fallecido”, “hoy,...”), que se anuncia cada día en los noticieros a las 20.00 y se retoma en los programas de radio y los artículos de prensa a la mañana siguiente. Aparte de ese encierro temporal en ese día, en esa hora, en ese número, se generan dos ilusiones. Por un lado, la ilusión o el deseo alimentado, cultivado, de detener los números, de bajar los contagios y las muertes a mínimos imposibles, implausibles. De que la curva sea recta o ya empiece a bajar. Sin embargo, la imagen que nos devuelven Europa y Estados Unidos, con dos meses de epidemia, es que a las dos o tres semanas los contagios suben a miles y decenas de miles, y los fallecidos varían entre decenas, centenas y miles (dependiendo de distintas variables). Por otro lado, la ilusión de que antes la gente no se moría de gripe.

Hace unos días me animé a preguntarme –y a preguntar– qué rangos y metas orientan la estrategia sanitaria y económica del gobierno. Imagino que la meta no puede ser cero contagio, ni una meseta en el “número de hoy”, ni que esta epidemia se desinfle en abril. Y seguramente nadie en sus cabales lo piensa. Pero, entonces, ¿qué escenarios se manejan?, ¿a qué número de contagios, internaciones y muertes se apunta?, ¿entre cuánto y cuánto?, ¿qué sería una estrategia adecuada, razonable? Sobre todo, ¿qué indicaría o confirmaría una estrategia útil, exitosa? (¿Seremos realmente una excepción mundial?) No hay una discusión ni un discurso claro y transparente al respecto. Se consolida un deseo irracional –que se renueva cada día– de que el número se detenga o se mantenga en niveles ilógicamente bajos de contagios y muertes (y luego todo siga igual y vuelva a la normalidad).

Sorprende que no haya más ejercicios de imaginación, especulación y análisis prospectivo de tipo estratégico. Y, peor, que no se hagan públicos y se discutan abiertamente, de manera transparente.

A lo sumo, se escuchan mensajes crípticos, eufemísticos: “apuntamos a atenuar la curva”, “extender los casos en el tiempo”, “las próximas dos semanas serán claves”. Intuitivamente, ello es razonable, pero sigue sin hablarse de escenarios, metas y tiempos, lo que genera falsas expectativas; su otra cara es la desazón, la sorpresa, la alarma creciente, lo que configura una sensibilidad dominante melodramática y grotesca.

El 27 de marzo, Montevideo Portal publicó un estudio de la consultora Data/Media que calculaba un posible ritmo de crecimiento de la cantidad de contagios y muertes en Uruguay, y lo contrastaba con las mediciones actuales (parciales) de la evolución de la enfermedad en nuestro país. Según el estudio, de acuerdo con los parámetros mundiales, el 28 de marzo debía haber 625 casos, el 12 de abril debería haber 1.500 y el 18 de abril, 4.000 (200 personas fallecidas). Haciendo las cosas bien (es decir, siguiendo las recomendaciones que se aplican en todo el mundo), en diciembre habría más de 110.000 contagios y 4.500 fallecidos.

El pronóstico resulta factible a la luz de lo acontecido en Europa y el ritmo del crecimiento exponencial decreciente (en la segunda y la tercera semana los contagios se multiplican por 10 o 20, y pasan primero de 300 a 3.000 y luego a 6.000 o 10.000). Según el estudio, estos números eran un escenario posible deseable en la medida en que los 4.500 casos graves y los fallecimientos fueran espaciados en el tiempo, a un ritmo de 500 por mes, a fin de no colapsar el sistema de salud y el resto de los sistemas. A la fecha, las cifras actuales no condicen con lo que pasa en el mundo, pero no podemos saber si esto se debe a las medidas adoptadas (ojalá), a un tema de rezago o a alguna otra explicación.

En cualquier caso, más allá de la exactitud o inexactitud de ese estudio, sería necesario valorar que empezara a pensarse estratégicamente, que se publicara –aunque no fue mayormente comentado ni discutido–, para disipar la fantasía de que todo va a quedar en 300 casos y una docena de personas fallecidas.

Pero si el apretamiento del espacio y el tiempo en el aquí y ahora de la conferencia de las 20.00, o, peor, en el seguimiento en tiempo real de un aquí y ahora del minuto a minuto extendido infinitamente, resulta en un desdibujamiento del futuro y un pensamiento prospectivo, estratégico, ello no sólo es desorientador y paralizante y conduce a dar palos de ciego, sino que también resulta en la negación del pasado y la pérdida de la memoria.

Del mismo modo que debe producirnos curiosidad la forma en que se va a presentar el futuro –y el papel que debemos jugar en eso–, es preciso levantar la vista y mirar alrededor y hacia atrás. Una nota en Montevideo Portal, del 30 de noviembre de 2016, evidencia que no somos inmortales, que se mueren “normalmente” 30.000 personas por año. Son cifras altas, impresionantes, si se las compara con la de los muertos por la pandemia, actuales y futuros, en cualquier escenario. (A nadie se le ocurriría llevar la cuenta día a día, minuto a minuto). De esos 30.000, 10.000 corresponden a afecciones cardiovasculares; 7.500, a oncológicas; 3.200, a respiratorias; 2.000, a causas violentas, y así sucesivamente. Es decir, cada año ya se mueren por gripes varias y otras afecciones respiratorias y cosas así más de 3.000 personas. Esto no es gratificante ni debe hacer minimizar las posibles muertes por la pandemia actual (¿30?, ¿300?, ¿miles?), pero nos provee un contexto, una figura de fondo. La idea es que llegue a la esfera pública –a la reflexión, a la discusión–, de modo que se disipen las fantasías asépticas acerca de la inmortalidad de los uruguayos y se dimensione mejor esta crisis de todo el sistema (sanitario, económico, social, cultural) para desarrollar mejores estrategias y decisiones en el día a día.

No cabe duda de que esta crisis va a pasar, más pronto que tarde. Tampoco caben dudas de que el mundo será otro, en unos aspectos para peor y en otros para mejor (alguna lección habremos de aprender). Pero, más que en el día después, es crucial situar el día de hoy en el contexto del pasado reciente y en un mapa de futuros posibles (más y menos deseables), para que informe nuestras decisiones y nos lleve a concretar el futuro que queremos. En cualquier caso, es imprescindible disipar el pensamiento mágico-fantasioso; cultivar el pensamiento prospectivo, realista y estratégico; transparentarlo, y hacer de este un objeto de reflexión y discusión entre todos.

Gustavo Remedi es doctor en Literatura Hispanoamericana y profesor en el Departamento de Teoría y Metodología Literarias del Instituto de Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República.