Existen al menos dos definiciones muy diferentes de lo es que la economía, pero todos los cursos introductorios de las universidades del mundo usan una sola: la economía es la asignación de recursos escasos que son pasibles de múltiples fines. Lo interesante es que la elección de esta definición no es casual; detrás de ella late la enseñanza de una visión única y mercantil de cómo debe funcionar la economía. Incluso podría afirmarse que bajo esta perspectiva, cualquier forma de economía que no se parezca a la de mercado no es buena economía, o, lisa y llanamente, no es economía.

Tal vez el lector piense que estoy exagerando, así que vamos a examinar el asunto. El énfasis de la definición está puesto en el proceso de asignación de recursos: economía es asignar recursos escasos. Ahora bien, podríamos imaginar modos muy diferentes de asignar estos recursos, pero sin lugar a dudas, dado el supuesto de escasez, buscaremos que la asignación sea lo más eficiente posible. Muchos desarrollos posteriores de los economistas liberales se han encargado de “demostrar” que el mercado es la forma de asignación más eficiente de recursos. O, lo que es lo mismo, que sólo un sistema de precios aplicado a rajatabla y a casi todo ‒como el que rige una economía de mercado liberal‒ permite que cada agente económico valore los bienes y evalúe qué comprar, qué vender y cómo asignar sus recursos.

Muy bien, pero... ¿cuál es el precio de la vida? ¿Qué sucede si por un tiempo el funcionamiento libre del mercado pone la vida en riesgo? ¿Cuánto vale cada vida en estas condiciones? Un viejo y olvidado economista, llamado Karl Polanyi, hacía notar algo de disparatado en la definición de economía de los liberales: un jugador de ajedrez, al escoger qué pieza mover, asigna recursos escasos a fines múltiples, y una monja de clausura, mientras ordena su tiempo y eleva sus plegarias al cielo, hace lo mismo, colocando su pensamiento y oración en una cosa o en otra. ¿Dirán entonces los liberales que el jugador de ajedrez y la monja están haciendo economía? El coronavirus nos coloca hoy frente a un ejemplo mucho más desgarrador: por todas partes circulan los testimonios de trabajadoras y trabajadores de la salud ‒sobre todo en los hospitales desbordados de Europa‒ que se encuentran ante la terrible tarea de elegir a quién atender y a quién dejar morir. Nadie se atrevería a decir que están haciendo economía.

La perspectiva de la muerte coloca a la definición de economía liberal frente a sus límites, muestra una vez más que un sistema de precios no sirve para dar valor a lo más importante. Y es entonces cuando surge con fuerza la otra definición, la olvidada, acuñada por Polanyi: la economía es un proceso institucionalizado por el cual los seres humanos buscan satisfacer sus necesidades materiales. Se trata de una definición sustantiva, no formal como la anterior. Atiende a lo que la economía nos proporciona en última instancia, la satisfacción de necesidades materiales, y coloca el acento en el ser humano, protagonista y destinatario de lo económico. Además destaca que no hay un funcionamiento natural o único de lo económico, porque la economía ha variado a lo largo de la historia, dependiendo de las instituciones que le dan funcionamiento. El intercambio del mercado es una forma, pero también existe la redistribución estatal y hasta la reciprocidad generosa que aún hoy rige en algunas comunidades, en la economía solidaria dentro de las familias.

No es de extrañar que hoy, con la cercanía de la muerte, las prioridades sean otras para casi todas y todos. Que las definiciones formales salten por los aires y nos demos cuenta de lo que la economía realmente es. Pero algunos pueden empecinarse. El bueno de Boris Johnson, por ejemplo, dividió primero a Europa agitando el temor a los inmigrantes pobres y se negó al principio a tomar medidas contra el coronavirus, por temor a las pérdidas económicas. Lo mismo hicieron sus derechos amigos de derecha, Donald Trump y Jair Bolsonaro. El brasileño, mostrando la lógica del sacrificio en el altar del mercado, exclamó: “El pueblo quiere trabajar; y algunos van a morir, lo siento, pero así es la vida”.

La redistribución estatal y la reciprocidad comunitaria son los principales puntos de apoyo con los que cuenta la humanidad entera en estos días de incertidumbre. ¿No es increíble?

Sospecho que desde una posición de poder debe ser más fácil ordenar que el mercado continúe funcionando sin respiro. “Brasil no puede parar”, agita entonces Bolsonaro, pero con seguridad cuenta con ciertas garantías de que la “asignación eficiente de recursos” le terminará brindando una cama de hospital y un respirador en caso de necesitarlos. Y claro que el pueblo quiere trabajar, pero porque no tiene opción, no es libre de otra cosa, ni por un rato. Incluso lo hace arriesgando su vida, porque para vivir trabaja, como la viejita de más de 80 años que me encontré acomodando coches ayer en la esquina de mi casa.

Nunca como ahora vemos que la economía de mercado no es un fenómeno natural autosuficiente. Las instituciones de mercado están incrustadas en un aparato público que las respalda y que tiene que salir a dar la cara cuando las ineficiencias del mercado se hacen más patentes y graves. Frente a la urgencia, cuando las instituciones del mercado se resquebrajan, surgen entonces las otras formas de proceder que mencionaba Polanyi. La redistribución estatal y la reciprocidad comunitaria son los principales puntos de apoyo con los que cuenta la humanidad entera en estos días de incertidumbre. ¿No es increíble? ¿Cómo sería posible sostener el aislamiento sin el seguro de paro, sin el cobro de impuestos, sin las transferencias de renta no condicionada que aparecen en todas partes del mundo ‒¡incluso en Estados Unidos!‒? Y aun así, tantos quedan sin protección. Y surge entonces la solidaridad recíproca en forma de ollas, de canastas de alimentos y vestido, que son entregadas sin pedir nada a cambio, procedimientos organizados usualmente por los trabajadores y dirigidos a los más pobres.

Mientras tanto, los empresarios más fuertes, los señores del mercado, despiden de a miles y reclaman el fin del aislamiento, como hizo la semana pasada el magnate argentino Paolo Rocca, que dejó en la calle a 1.500 personas. Seguro que el fin del aislamiento que reclama es para los otros, para los que trabajan, no para él o su familia. Este anciano que tiene suficiente dinero para vivir miles de vidas ha puesto la sede de su empresa en Luxemburgo para pagar menos impuestos y proclama que “el mercado va a derrotar al Estado”. Menos mal que eso no ha sucedido aún, porque su país ‒como el nuestro‒ enfrenta a esta pandemia con profesionales y avances tecnológicos que se han formado, en su mayoría abrumadora, en universidades e instituciones públicas.

En fin, se dirá que se trata de un caso extremo, de una pandemia, pero que el mercado funciona bien salvo estos casos excepcionales. Pues no. Sólo cuando nos toca a todos, cuando todos quedamos encerrados en nuestras casas, preocupados por la salud y nuestro sustento, vemos lo que en realidad les pasa día a día y en condiciones normales a tantas otras personas cuya voz no escuchamos. Son miles de millones los que cada día, y en “condiciones normales”, no consiguen satisfacer sus necesidades básicas. No entran en la asignación eficiente de ninguna ecuación de recursos, y entonces no tienen para comer o curarse, para vivir su vejez o su infancia, o ni siquiera encuentran un trabajo donde emplear sus manos para conseguir su sustento y el de los suyos. Sólo hoy, que somos muchos más los afectados, es que podemos verlo. Ahora que lo vemos, que sea una oportunidad para corregir el futuro.

Federico Traversa es doctor en Ciencia Política e investigador del Instituto de Ciencia Política de la Universidad de la República.