¿Qué necesidad existe para que gobernantes y políticos tradicionales estructuren su discurso público incorporando el permanente “reconocimiento” a policías y militares, la “significación”, “la importancia de su sola presencia en las calles”, el “valor demostrado” por sus subordinados constitucionalmente?
Las menciones de halago son justas y necesarias si se trata de resaltar públicamente acciones concretas de arrojo, sacrificio o iniciativas, que sin dudas existen entre el personal de los cuerpos armados. Pero otra cosa distinta es cuando la alabanza y las palabras gratas son un modo permanente de relacionamiento del gobernante con los institutos y su personal, previo a las actuaciones y conductas o al resultado de las nuevas políticas; dicho de otra manera, cuando la deferencia o la alabanza hacia policías y soldados pasa a ser un componente constitutivo del discurso político-ministerial. Aquella disputa que Maquiavelo planteaba sobre “si es mejor ser amado que temido”, y la respuesta de que sería deseable ser ambas cosas, el gobierno la resuelve haciéndose temer por los delincuentes y venerar por sus soldados.
Esa actitud de los políticos no significa una muestra de afecto personal hacia los uniformados, porque el discurso de los gobernantes es un discurso institucional pronunciado a través de la investidura estatal. Y los políticos tradicionales se han encargado de desterrar los sentimientos personales de las políticas públicas, asociándolos a lo peor del populismo irracional o al político demagogo. “¿Dónde van a llorar los liberales?”, le preguntaba a Julio María Sanguinetti en un artículo de Brecha de hace muchos años, luego de la sentencia condenatoria de la CIDH a Uruguay por el caso Gelman y ante la reiteración mecánica durante 30 años de su mismo discurso sobre los detenidos desaparecidos. Los liberales no lloran en público por dolores sociales.
Tampoco parece que las fuerzas armadas y policiales estén pidiendo a los políticos que las reconozcan públicamente a cada rato. Desde mediados de los años 60, en el marco de un proceso de despartidización de la conducción de las fuerzas del orden, estas incorporaron a su cultura institucional un fuerte componente de subestimación de la “clase política”, así que su halago permanente no necesariamente rinde réditos de fidelidad institucional o amistad personal a largo plazo. Por el contrario, demasiada dulzura puede ser traducida como una “debilidad” del que homenajea sin que se lo pidan o puede envanecer a quien lo recibe sin que lo necesite.
Recordemos que después de las enormes concesiones políticas, legislativas, de recursos presupuestales y exaltación discursiva que las mayorías gubernamentales y legislativas conformadas por los partidos tradicionales otorgaron a las Fuerzas Conjuntas en el período 1968-1973, al final de cuentas el proceso autoritario que recorrió el país y el mismo golpe de Estado militar tuvieron un fuerte componente antiliberal y antipolítico.
Podría ser que la opinión pública no estime suficientemente la labor policial o militar en el presente, y entonces no se cumpla aquella otra máxima de que el orden público no puede asegurarse si la Policía no es aceptada. Pero no es esta la situación actual en nuestro país ni tampoco la que indican las encuestas hacia los institutos armados. Por otra parte, las críticas y denuncias sobre el desempeño de los organismos de seguridad, ya sea en Uruguay o en el mundo, están asentadas en los desbordes y arbitrariedades en el uso de la fuerza, sin que laudatio política alguna las haga olvidar en el sentimiento popular, tanto respecto a sus prácticas en el pasado (años 60 y durante las dictaduras) como en el presente (ver la baja estima de la opinión ciudadana sobre los Carabineros en Chile).
Gratificar y agradar con palabras va a la par de legislar y aprobar distintos artículos de la ley de urgente consideración que conceden y/o refuerzan las atribuciones y medios de las instituciones militares y policiales.
Ahora bien, la política del gobierno a través de los discursos de reconocimiento hacia militares y policías es parte de la política militar y policial del gobierno. Gratificar y agradar con palabras va a la par de legislar y aprobar distintos artículos de la ley de urgente consideración que conceden y/o refuerzan las atribuciones y medios de las instituciones militares y policiales, no precisamente discursivas: la legítima defensa en cuanto sea posible, la presunción de inocencia, la sanción penal a quien injurie a la autoridad policial, la localización de llamadas sin orden judicial, la ampliación del plazo de detención, el aumento de la pena máxima de prisión para adolescentes en caso de delitos graves, la autorización al derribo de aviones, el despliegue de militares en las fronteras, la excepción a la provisión de vacantes para el ejército, el porte de armas a militares y policías retirados, la autorización a intervenir en delitos en flagrancia, la disolución de reuniones o manifestaciones que perturben el orden público o cuando participen personas con conductas violentas o tiendan al ocultamiento de su identidad.
En todo caso, el efecto de realidad logrado mediante el discursivo del halago no es compensatorio de la falta de políticas gubernamentales y medios otorgados a los militares y policías, sino que es suplementario a las políticas y medios que con exceso se les otorgarán por fuerza de ley.
Si observamos, además, que uno de los principios que vertebran el mensaje oficial hacia la opinión pública es el “ejercicio de la autoridad gubernamental” (el “yo me hago cargo” reiterado del presidente), entonces se podrá ensayar una explicación política de las razones del halago. El reconocimiento discursivo exacerbado se inscribe dentro de un discurso de la autoridad gubernamental como un “plus” de poder simbólico y gestual dado por añadidura a las instituciones del Estado que monopolizan la violencia armada y garantizan el orden interno, a la vez que aseguran el respeto a las autoridades constituidas.
Ahora bien, los símbolos y gestos del poder político no son transitivos hacia el poder militar-policial. Manini no es Aguerrondo. No asistimos actualmente a un proceso como aconteció a principios de los años 70 del siglo pasado de “autonomización” del poder militar-policial del poder político-partidario, sino todo lo contrario: vivimos un reforzamiento de la política institucional y de la autoridad gubernamental-presidencial como poder soberano.
En ese reforzamiento, la fraternidad discursiva prefigura una alianza entre las demandas de las fuerzas y las decisiones de los políticos, entre las acciones policiales y las valoraciones ministeriales, sin la suficiente distancia entre la política y las armas, entre la crítica y los posibles excesos, entre los ministros y sus subordinados.
En síntesis, el respaldo verbal a la “fuerza pública” es un reforzamiento del mismo poder político-gubernamental, es ese “algo más” necesario cuando las leyes urgentes dejan “algo menos” de realidad social fuera del control estatal, y las sanciones vuelven cada vez más obligatorias las conductas personales.
Más aún, cuando a los tiempos actuales del gobierno sanitario de la población le sobrevengan los tiempos gubernamentales de gestión de los conflictos heredados de la pandemia, lamentablemente, y entonces ya no sea tan necesario cuidar la salud sino garantizar el orden estatal.
Álvaro Rico es docente universitario, ex decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.