Hace algo más de dos meses que la covid-19 irrumpió en nuestras vidas, cancelando toda planificación y proyecto previsto. El debut de la enfermedad en Uruguay, el 13 de marzo, provocó dos medidas inmediatas por parte de las autoridades: la exhortación al aislamiento y la suspensión de las clases presenciales. En este sentido hay un sinfín de acciones que llevaron adelante los centros educativos y los colectivos docentes en forma espontánea para continuar sosteniendo el vínculo pedagógico con los niños, niñas y adolescentes. Los docentes uruguayos demostraron tener un gran compromiso y un alto caudal de creatividad y decisión como para salir al encuentro de sus estudiantes y, aun sin planificación previa, dar respuesta en una circunstancia inédita y trabajar en la virtualidad, apostando al mejor uso posible de herramientas variadas.

Luego de dos meses ‒tiempo de “interludio epidémico”, al decir de Alain Badiou‒, el 21 de mayo el gobierno anunció la “vuelta a clases”, y más allá de la incorrección de la expresión si esta no va acompañada del adjetivo “presenciales”, ha aparecido en esta convocatoria un rasgo a nuestro juicio preocupante, que es la condición de comparecencia voluntaria, que deja en manos del estudiantado y sus familias la opción de concurrir a escuelas y liceos.

Si bien consideramos que es natural que el regreso a la presencialidad esté condicionado por los requisitos que la prevención del contagio impone, nos llama poderosamente la atención la explicitación del regreso voluntario a las aulas.

La educación obligatoria es un rasgo de las sociedades democráticas. El español Gimeno Sacristán dice que se trata de un “rasgo antropológico”. La educación es un derecho universal porque encierra la posibilidad de dignificar a todos y a cada uno de los seres humanos, al tiempo que contribuye a la construcción de una sociedad más integrada y justa. En 2015, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas adoptó la Agenda 2030 y los 17 Objetivos para el Desarrollo Sostenible (ODS), un plan de acción mundial transformador centrado en las personas, basado en los derechos humanos, con la intención de poner fin a la pobreza, luchar contra la desigualdad y la injusticia y hacer frente al cambio climático. El ODS N°4 establece garantizar una educación inclusiva y de calidad, promover oportunidades de aprendizaje para todos y todas a lo largo de la vida, generar entornos saludables, crear una cultura de la innovación y construir sociedades cohesionadas.

El Estado es garante principal de los derechos de todos, y el comunicado del gobierno legitima los “pretextos” para que niños, niñas y jóvenes no vayan a clase, desestimando su derecho a la educación

Entonces, es claro que la no obligatoriedad de asistencia a los centros no es una medida acertada. ¿Quiénes no irán a las clases presenciales? Los niños, niñas y adolescentes que en algunos casos proceden de familias que pueden tener temor al contagio, pero la mayoría seguramente proceden de familias que no pueden advertir el valor de la educación en la formación de sus hijos. Hay muchos niños, niñas y adolescentes que se ven comprometidos con los quehaceres domésticos y con las tareas laborales de padres y referentes, los que proceden de entornos carenciados, y de estos últimos casos sabemos mucho los educadores.

El Estado es garante principal de los derechos de todos, y el comunicado del gobierno legitima los “pretextos” para que niños, niñas y jóvenes no vayan a clase, desestimando su derecho a la educación. El Estado no debería “correrse” de su lugar de garante que asegura a cada uno de sus ciudadanos el acceso a lo “común”. El ejercicio y el acceso a todo lo que en el campo de las políticas de adolescencia (y niñez) se define como derechos debería ser común a todos, dicen Diego Silva Balerio y Carmen Rodríguez.1 Cuando el Estado abandona ese lugar de garante, condena de manera directa a aquellos sectores de la sociedad más deprimidos social y económicamente, y renuncia a sus deberes, pues “lo común” como principio y no como adjetivo calificativo es inapropiable y por lo tanto inexpropiable: nadie nos lo puede sacar, nadie debería tomarlo todo, porque no le pertenece más a unos que a otros.

Entonces, corresponde preguntarse: si el Estado abandona a la decisión de cada familia la concurrencia, ¿qué otros mecanismos abrirá para sostener el derecho a la educación de aquellos niños y jóvenes cuyos padres decidan no enviarlos? La obligatoriedad significa no conformarse con abrir la escuela a todos, sino obligarse a hacer reales las oportunidades que promete ese derecho: su disfrute en condiciones de igualdad, el respeto a las diferencias no discriminadoras y su capacidad en la distribución de saberes y desarrollo de la cultura. Nos preguntamos, entonces: ¿qué se hará para asegurar el desarrollo educativo?

Algunos estamos convencidos de que estas decisiones no se juegan en el tablero de “lo familiar”, sino, por el contrario, en el terreno de lo social, para que todos puedan recorrer los escenarios educativos, más allá del lugar de origen y de la familia en la que les ha tocado nacer, para conocer otras versiones del mundo, establecer vínculos con personas diferentes y apropiarse de la herencia que les corresponde.

Lo común no forma parte de ningún horizonte utópico de un proyecto político o incluso educativo ‒dicen los autores ya citados‒; es un punto de partida, el germen de toda relación entre generaciones. ¿Cómo accederán a lo común aquellos que proceden de entornos carenciados? ¿Cómo evitaremos que queden circunscriptos a la endogamia familiar? ¿Será que es en el orden de lo familiar que debe tomarse la decisión de que un chico/a asista o no a un centro educativo?

Celsa Puente es profesora de Literatura y fue directora del Consejo de Educación Secundaria. Marcelo Rey es profesor de Educación Cívica, Sociología y Derecho


  1. Adolecer lo común, Ministerio de Desarrollo Social, 2017.