Recuerdo estar en una especie de palco viendo una competencia de natación junto a mi hermana. El lugar me parece enorme en la memoria, aunque mi percepción quizás tenga la distorsión de los años, y de la perspectiva de un niño de unos cinco o seis años. También recuerdo participar en alguna clase de recreación. En este caso, el lugar era una cancha con piso de parquet y con las paredes cubiertas de lo que para mí eran parrillas de madera como las de las camas, y que hasta ahora no tengo muy claro para qué están (o estaban) en los gimnasios –yo las usaba para hacer paro de mano–. Finalmente recuerdo estar de campamento en algún balneario que no sabría precisar, y tratando de lograr una excepción en la restrictiva consigna “o helado, o una partida en las maquinitas”, explotando la doble situación de mascota del grupo por ser algo menor que el resto de mis compañeros y por ser hijo de uno de los profes a cargo.

No soy una persona memoriosa, pero estos recuerdos que me quedaron marcados son algunos de los más antiguos que tengo guardados. Y el contexto de ellos son actividades del Club Neptuno, donde mi padre dio clases de natación y recreación especial desde antes de mi nacimiento (creo) hasta que emigramos del país, como tantos otros, a principios de los 90.

La razón por la que escribo estos párrafos de pseudo-biografía intrascendente (excepto para mí) es la tristeza que me generó seguir la historia de decadencia del club, en particular lo que parece ser su probable final de ser sustituido por un emprendimiento inmobiliario. En este punto, quisiera cambiar la escala del relato, saliendo de lo personal y pasando a lo comunitario –¿cuántas personas más tendrán parte de su historia vinculada a esta institución?–, a lo barrial, incluso a todo Montevideo.

Así, la ciudad va perdiendo lugares de uso común, de esparcimiento, o lugares para reunirse con otras personas para algo que no sea gastar y consumir.

¿Existe una planificación del Montevideo de aquí a 20 o 30 años? Se sabe que un emprendimiento puntual de construcción se estudia caso a caso. Pero no queda claro que se tenga en cuenta una visión global del ordenamiento territorial de la ciudad. Existen beneficios fiscales para la construcción de estacionamientos, porque la ciudad tiene más autos de los que tolera su infraestructura. Cada vez que queda disponible un solar o se tira abajo una casa, se proyecta un shopping o monstruosas torres de oficinas y apartamentos, más destinados a la especulación inmobiliaria que a soluciones habitacionales (por ejemplo, pasen de noche por las torres de Nuevocentro y cuenten las luces prendidas). Hay cada vez menos plazas o espacios verdes en relación con la superficie edificada. Viendo esta realidad, se me viene a la cabeza la ciudad de Maldonado, con todos sus grandes edificios vacíos, muchos construidos por la vía de la excepcionalidad, pero que de tanto repetirse deja de ser excepcional.

Así, la ciudad va perdiendo lugares de uso común, de esparcimiento, o lugares para reunirse con otras personas para algo que no sea gastar y consumir. La ciudad es cada vez menos para las personas que viven en ella, y más para los vehículos y los negocios. Este problema es más indignante cuando estos proyectos se realizan con la resistencia de los vecinos afectados, que son considerados palos en la rueda del progreso en vez de ser considerados una voz válida y capaz de tomar decisiones sobre el lugar donde viven (pensemos en el colectivo Al Costado de la Vía o en los vecinos organizados para evitar la transformación del Dique Mauá, por poner sólo dos ejemplos).

Es muy fácil quejarse de la gestión del territorio y de la ciudad. En esta historia del Club Neptuno hay dinero que se les debe a los trabajadores. Hay algún riesgo de derrumbe. Hay necesidad de una gran inversión y poco o nada de dinero para hacerla. Pero también hay comunidad organizada con ideas alternativas para el lugar. Hay una infraestructura en manos municipales (o sea, de todos los montevideanos). Hay cooperativas y colectivos con formas de relacionamiento distintas a la dinámica mercantilista hegemónica. Y hay que pensar las ciudades para sus habitantes.

Daniel Hernández es biólogo y magíster en Ecología.