Recientemente, el diputado Ope Pasquet presentó un proyecto de ley sobre la eutanasia que disparó un proceso de discusión y análisis en diferentes sectores de la sociedad. En estos días conocimos los resultados de una encuesta de opinión sobre eutanasia y suicidio médicamente asistido encomendada por el Sindicato Médico del Uruguay a Equipos Consultores.

Confieso que me sorprendió el alto porcentaje de acuerdo que mostró la encuesta con ambos procedimientos. Naturalmente, más allá de comprobar el altísimo acuerdo con la eutanasia, es necesario un análisis en profundidad de la muestra, su composición social, etaria y educativa, para interpretar con más precisión estos resultados. Llama la atención tan alta aceptación de la eutanasia y, al mismo tiempo, tan bajo uso por la población del derecho de expresión anticipada de voluntad respecto a la aplicación de tratamientos invasivos al final de la vida. Pero creo que el centro del tema es otro, más extenso, más profundo y, al mismo tiempo, más ausente en la consideración de las autoridades y la sociedad en su conjunto. Me refiero a la dignidad en la muerte.

La vida y muerte son un continuo de un mismo proceso biológico, y todos los seres humanos tenemos el derecho de transcurrir por ambos en la plenitud de sus valores. La dignidad ante el proceso de la muerte es el último de los derechos que se debe garantizar a todo ser humano. El final de la vida es un proceso en el cual la muerte es el evento definitorio, pero no el elemento único y central. Es un proceso en el cual el equipo de salud en general y el médico en particular juegan un rol central e intransferible, junto con el paciente y su familia, para lograr paz y dignidad al final de la vida.

La eutanasia estrictamente significa “buena muerte”, la que ha sido definida como “la que está libre de molestias y sufrimiento evitables, tanto del propio paciente como de sus familiares y cuidadores, de acuerdo con sus deseos y los estándares clínicos, culturales y éticos”.1 Pero el problema es que el término “eutanasia” se ha ido cargando históricamente de otros contenidos, lo que ha distorsionado su contenido original y ha generado confusión y polémica.

Hablar de “buena muerte” puede parecer paradójico, porque la muerte no es buena ni mala en sí misma; es simplemente un componente natural e inevitable del proceso biológico de la existencia, que no tiene calificativos propios. Estos van por cuenta de las condiciones en las que ocurre y no por ella en sí misma. La definición más clara, simple y profunda de la “buena muerte” la he encontrado en un texto africano: “Morir en el pueblo, cuando se está colmado de años, se ha cumplido su misión y los hijos son numerosos para llorarnos y sacrificar para nosotros, de manera de morir sin sufrimiento, sin accidentes, sin enfermedad infamante, en paz, sin resentimiento y rencor”. Este debe ser, a mi juicio, el punto de inicio de la consideración de este tema y no uno de sus componentes –la eutanasia–, que lo empobrece y, al mismo tiempo, lo distorsiona. Se puede estar o no estar de acuerdo con la eutanasia, pero no se puede estar en contra de la dignidad en la muerte.

Dice la Sociedad de Tanatología de Lengua Francesa (1966): “La muerte es la certidumbre suprema de la biología; [...] tiene un carácter intemporal y metafísico, pero deja siempre un cadáver real y actual [...]. En la sociedad humana, la muerte es, ante todo, un acontecimiento sociológico”. A modo de ejemplo, en la Edad Media, tan cargada de espiritualidad y subordinación terrenal a una vida eterna, la muerte era percibida como algo cercano y familiar, dictada por las leyes de la naturaleza y, por tanto, aceptada con humildad, por lo que se moría sabiendo que se iba a morir. Ocurría en el hogar, con la persona rodeada de familia, vecinos, amigos. Era el último acto social. Así como se nacía en público, se moría en público. En el siglo XIX la muerte era ajena. Se infantilizaba al muriente, puesto que se le ocultaba la gravedad de su estado para “protegerlo”. Se moría también en un entorno cercano, en el hogar, pero los acompañantes, turbados por la emoción, lloraban y gesticulaban en una gran demostración de dolor. Finalmente, en la sociedad occidental actual, la muerte quedó excluida de la vida diaria. No hay lugar para ella. La ocultamos, la recluimos en los hospitales, la institucionalizamos e incluimos un cambio radical de los ritos funerarios y el duelo: aparecen empresas especializadas y cementerios privados; en fin, la integramos al circuito mercantil de nuestro orden social.2

La urgencia no es, entonces, la legalización de la eutanasia y el suicidio asistido. La real urgencia es garantizar el derecho humano a la muerte digna, en toda su integralidad, particularmente la participación informada y protagónica del paciente en el proceso de toma de decisiones; el acceso universal e igualitario a los cuidados paliativos; el derecho a rechazar tratamientos inconducentes o desproporcionados que afecten la calidad de vida, y, finalmente, el derecho a escoger libremente el momento y la forma de la propia muerte. Punto de la polémica ética, jurídica, religiosa y filosófica.

Nos debemos, como sociedad, el reconocimiento de la dignidad en la muerte como un derecho aún ausente en nuestra desarrollada agenda de derechos.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) define los cuidados paliativos como el “enfoque que mejora la calidad de vida de pacientes y familias que se enfrentan a los problemas asociados con enfermedades amenazantes para la vida, por medio de la prevención y el alivio del sufrimiento por medio de la identificación temprana e impecable evaluación y tratamiento del dolor así como otros problemas, físicos, psicológicos y espirituales”. Destaca que los cuidados paliativos no deben limitarse a los últimos días de vida, sino que debe aplicarse progresivamente a medida que avanza la enfermedad y en función de las necesidades de los pacientes y sus familias.

Continúa la OMS: “Los cuidados paliativos mejoran la calidad de vida de los pacientes y las familias que se enfrentan con enfermedades amenazantes para la vida, mitigando el dolor y otros síntomas, y proporcionando apoyo espiritual y psicológico desde el momento del diagnóstico hasta el final de la vida y durante el duelo [...]. Afirman la vida y consideran la muerte como un proceso normal; no intentan ni acelerar ni retrasar la muerte; integran los aspectos psicológicos y espirituales del cuidado del paciente; ofrecen un sistema de apoyo para ayudar a los pacientes a vivir tan activamente como sea posible hasta la muerte; ofrecen un sistema de apoyo para ayudar a la familia a adaptarse durante la enfermedad del paciente y en su propio duelo; utilizan un enfoque de equipo para responder a las necesidades de los pacientes y sus familias, incluido el apoyo emocional en el duelo [...]; mejoran la calidad de vida, y pueden también influir positivamente en el curso de la enfermedad”.

Los cuidados paliativos están formalmente reconocidos en nuestro país desde 2007, con la creación del Sistema Nacional Integrado de Salud (Ley 18.211) y en la Ley 18.335, de los Derechos y Deberes de los Usuarios de los Servicios de Salud. En 2013 el Ministerio de Salud Pública (MSP) implementó una política nacional en materia de cuidados paliativos desde el área programática respectiva y promovió la participación activa de todos los sectores involucrados a nivel nacional.

Mucho se ha hecho en estos últimos años al respecto. De acuerdo al último informe del Área Programática de Cuidados Paliativos del MSP,3 se estima que cada año 16.250 uruguayos necesitarán de cuidados paliativos en Uruguay, población que se expande a casi 50.000 personas si se considera a los familiares. Desde que se tiene registro, la cobertura de esta población objetivo ha aumentado de 18% en 2011 a 59% en 2019. Un gran avance, sin lugar a dudas, pero aún insuficiente. Se ha mejorado la accesibilidad, ya que hay equipos multidisciplinarios en los 19 departamentos, pero con presencia desigual. El sistema sanitario va por buen camino. Pero ¿la sociedad?, ¿y los propios médicos y otros integrantes del equipo de salud? Lamentablemente, el tema de la dignidad al final de la vida no se ha instalado en la sociedad. Y tampoco, en su verdadera dimensión, en el ámbito médico.

Históricamente el ser humano siempre buscó el “bien morir”, pero es en la modernidad que se genera el debate, cuando el “bien morir” se medicaliza al involucrar al médico en ese proceso, ya que las medidas dirigidas intencionalmente a terminar con la vida son llevadas a cabo por profesionales de la salud, a condición de petición expresa, reiterada e informada del paciente, en un contexto de sufrimiento por enfermedad incurable. En este contexto, complejo y desafiante, se propone entonces la consideración de la eutanasia y el suicidio asistido.

Corresponde a la sociedad en su conjunto definir si la eutanasia debe tener o no un lugar en la práctica médica. Y en caso afirmativo, sin lugar a dudas, debe ser reglamentada para garantizar el ejercicio de ese derecho y, al mismo tiempo, la protección de quien lo aplica. Pero, una vez más, antes nos debemos, como sociedad, el reconocimiento de la dignidad en la muerte como un derecho aún ausente en nuestra desarrollada agenda de derechos.

Raúl Lombardi es médico nefrólogo e intensivista. Fue corredactor del Código de Ética Médica del Colegio Médico del Uruguay.


  1. Selecky P A, Eliasson C A, Hall R I, Schneider R F, Varkey B, McCaffree D R; American College of Chest Physicians. Palliative and end-of-life care for patients with cardiopulmonary diseases: American College of Chest Physicians position statement. Chest. 2005 Nov; 128(5): 3599-610. 

  2. Carolina Evelyn Álvarez. Muerte digna. Aspectos médicos, bioéticos y jurídicos. Instituto Universitario de Ciencias de la Salud. Argentina, 2014. 

  3. Ministerio de Salud Pública. Desarrollo de cuidados paliativos en Uruguay. Resultados de encuesta nacional a los prestadores. 2019.