El viernes 5 de junio, un editorial del diario El País se refirió a la decisión del Tribunal de Apelaciones que reafirmó la declaración de inimputabilidad, realizada en primera instancia, de la persona que asesinó al comerciante en Paysandú en 2016. El editorialista refiere que toda la evidencia apunta a que la persona es terrorista, estima que “su técnica” es la de los “lobos solitarios” del “Estado Islámico”, entre otras consideraciones. En otros medios se realizaron exaltados alegatos en el mismo sentido. Pero quienes realizan un alegato condenatorio de las personas con enfermedad mental que cometen delito no presentan un talante prudente y reflexivo frente a un fenómeno que desconocen.

Como psiquiatra no participé en el caso de la persona autora de este hecho tan desgraciado, por lo que no voy a hablar del caso particular. Mi idea es hacer el esfuerzo por explicar un tema por demás complejo, pero que hace a la manera en que, como sociedad, pensamos la enfermedad mental y el lugar que les damos a las personas que la padecen y su relación con la figura de la inimputabilidad.

La figura de la inimputabilidad está definida por ausencia de responsabilidad penal frente a la comisión de un delito. El sujeto presenta una incapacidad de comprender el carácter de sus acciones y sus consecuencias. Dicho de otro modo, la sociedad no debe condenar a personas que padecen una enfermedad mental, debe darles tratamiento.

Este concepto descansa sobre la distinción que realizaron, ya en el siglo XVIII, los alienistas (así llamados los psiquiatras de la época) entre “la locura, concepto social y cultural, y la alienación mental, término propiamente médico” y sinónimo de enfermedad mental. Esta última es materia de la psiquiatría desde entonces, y sus acciones, como en el resto de la medicina, apuntan al tratamiento como instrumento para la recuperación.

Las enfermedades que llevan al dictamen de inimputabilidad presentan una distorsión del criterio para evaluar la realidad y se agrupan bajo el concepto general de “delirio”. Los delirios, agudos o crónicos, se caracterizan por la presencia de ideas falsas y persistentes, constituyen un conjunto de creencias que afectan la personalidad y dominan en forma casi exclusiva la vida. Por ejemplo, una persona refiere que es vigilado y controlado a través de la televisión o que siente que vino al mundo para cumplir una misión encomendada por Dios, quien le envía mensajes y guía sus acciones. En estos casos la vida está al servicio de la temática delirante, todas las relaciones que se establecen con el mundo están dogmáticamente determinadas por esa creencia, toda la realidad es mirada a través de ese cristal. El pensamiento, los sentimientos y el ánimo están afectados. La rigidez, la “fijeza” inamovible de esas ideas, la irreductibilidad por la lógica cuando intentamos cuestionar esas ideas falsas, son otras de sus características; no hay reflexión posible. Todo esto se acompaña de falta de conciencia de enfermedad.

Esa “vivencia delirante” genera una dificultad para “encajar” en el plano social, de participar en forma funcional en el grupo de pares, de colegas, de correligionarios. La persona termina profesando esas ideas de una forma particular, que sólo tiene un sentido para sí; en los casos más graves, el significado termina siendo propio, cerrado e incompartible. La persona con un delirio crónico, librado a su natural evolución, en la mayoría de los casos, es un solitario mascullando sus ideas. No debe pasarse por alto el componente innegable de estigmatización que pesa sobre esas personas y que contribuye también de manera notoria al aislamiento social.

El delirio puede estallar en forma abrupta o, como sucede la mayor parte de las veces, se instala en forma gradual, como un proceso. La persona puede tener una inserción social adecuada, pero progresivamente va cambiando, la familia lo nota “distinto”, lo notan “raro”, “es como si fuera otra persona”, cambian sus costumbres, adopta nuevos hábitos totalmente alejados de lo que eran la línea de desarrollo previo, era sociable y deja de serlo, se vuelve religioso cuando era absolutamente indiferente a la religión, o esotérico, o se vuelca a cualquier causa en la que encuentra las respuestas a su vida.

Cuando el delirio desencadena una tragedia, la sociedad tiene las instituciones, los mecanismos y los técnicos para distinguir a la persona enferma de la que no lo es.

Las temáticas y las formas que adoptan los delirios son muy variadas, dependiendo del tipo, el tiempo de evolución, la severidad de la enfermedad, el momento y grado de cumplimiento del tratamiento. El discurso puede ir desde la reivindicación, con forma de querellas, pasiones amorosas o idealistas de cualquier tipo, de persecución, megalómanos, místicos o fantásticos, expresados de manera coherente y claramente o parcial o completamente incomprensibles. En los casos más difíciles sólo el ojo experto del clínico puede desentrañar y revelar así su carácter patológico.

No es el tema delirante ni la conducta lo que define su característica delirante, es la forma en que se vive y se piensa, es la estructura, lo que está detrás de lo manifiesto lo que revela la patología. Esta es la característica que los colegas forenses toman en cuenta a la hora de realizar un informe al juez y en todos los casos de inimputabilidad, el juez reconoce la comisión del delito y se reconoce a la vez que la persona, por lo que acabamos de describir, no es responsable de sus actos.

El tratamiento farmacológico y de rehabilitación de los delirios impide su despliegue, su desarrollo y permite la mejoría que en algunos casos puede alcanzar la inclusión social plena.

Más allá de estos casos de personas con enfermedad mental que terminan en actos de extrema violencia, debemos recordar que son la excepción. Es muchísimo más frecuente la violencia ejercida por personas que no tienen enfermedad mental.

Tampoco debe perderse de vista que no toda singularidad o excentricidad constituye enfermedad mental, y no toda enfermedad mental provoca una distorsión del criterio para evaluar la realidad.

La tarea que tenemos por delante como sociedad es mejorar la calidad de vida de la comunidad que integramos. Uno de los componentes de la mejora de la calidad de vida pasa por la integración plena del diferente en la sociedad, respetando sus derechos y ayudando a que tengan las mismas oportunidades. Las mujeres, las minorías religiosas, raciales, las diferentes inclinaciones sexuales, los discapacitados físicos y mentales, en fin, todos formamos parte de esta comunidad y nadie debe quedar excluido. Esa debe ser la preocupación permanente de toda la sociedad que tiene el deber moral de profundizar su humanismo.

En el caso concreto de la enfermedad mental, la detección precoz, la prevención y la promoción de la salud mental, tal como establece la nueva ley de salud mental alineada con recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, con medidas dirigidas a la mejora de la convivencia, la tolerancia, la disminución del estrés, con acciones contra la violencia en todas sus formas, deberían ser nuestras prioridades. Pero cuando el delirio desencadena una tragedia, la sociedad tiene las instituciones, los mecanismos y los técnicos para distinguir a la persona enferma de la que no lo es, e indicar tratamiento en pos de la recuperación de alguien a quien la enfermedad le robó la libertad de decidir.

Ricardo Acuña Pomiés es médico psiquiatra.